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MISA DEL GALLO EN LA CAPILLA SIXTINA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD PABLO VI*

Viernes 24 de diciembre de1971

 

En esta una hora de intensa meditación. La singularidad de la ceremonia (la hora nocturna, el objeto de la celebración, esto es, la Navidad, el influjo que esta fiesta tiene en el ámbito familiar y social...) nos lo recuerda eficazmente. El velar en estos momentos es de obligación y a todos nos quiere mantener alerta. La oscuridad de la noche se hace luz para el espíritu.

¿Qué meditamos? Meditamos sobre el nacimiento de Cristo Jesús en el mundo, ocurrido hace 1971 años en Belén de Judá, conocida como la ciudad de David, en circunstancias que todos conocemos. Tenemos ante los ojos de nuestra imaginación el cuadro del acontecimiento. Se refleja, se renueva, como figura en un espejo, en cada una de nuestras almas y, de forma mística y sacramental, se renovará dentro de poco, con misterioso realismo, sobre este altar. Cristo estará aquí con nosotros: Un especial encanto contemplativo atrae nuestra atención.

Veamos. Nuestra atención puede tomar dos caminos. Uno el de la escena histórica y sensible, evocada por el Evangelio de san Lucas (quien probablemente la oyó contar a María misma, la Madre, la protagonista del hecho que se conmemora) ; es la escena del pesebre, la escena idílica del miserable alojamiento ocasional, escogido por los dos peregrinos, María y José, para el inminente nacimiento; todo atrae nuestro interés: la noche, el frío, la pobreza, la soledad; y después, el abrirse de los cielos, el incomparable anuncio angélico, la llegada de los pastores. La fantasía reconstruye los particulares; es un paisaje arcádico, que parece familiar, para una historia encantadora. Todos nos volvemos niños y gustamos un momento delicioso.

Pero nuestra mente se siente atraída por otro camino de reflexión, que es el profético. ¿Quién es Aquel que ha nacido? El anuncio que resuella en esta noche lo dice con precisión: ...os ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo Señor...». El anuncio adquiere en el acto una maravillosa particularidad: la de una nieta alcanzada. Ante nosotros se presenta no sólo el hecho, siempre grande y conmovedor, de un nuevo hombre que entra en el mundo (cfr. Jn 16, 21), sino que se presenta también una historia, un designio que atraviesa los siglos, abarca sucesos dispares y distintos, afortunados y desgraciados, que describen la formación de un Pueblo y, sobre todo, la formación dentro de él, de una conciencia característica y única, la de una elección, de una vocación, de una promesa, un destino, un hombre único y sumo, un Rey, un Salvador; es la conciencia mesiánica.

Fijemos bien la atención en este aspecto de la Navidad. Es un punto de llegada, que desvela y atestigua una línea precedente, un pensamiento divino, un misterio operante a través de la sucesión de los tiempos, una esperanza indefinida y grandiosa, guardada por una fracción del género humano pequeña, si, pero capaz de ciar un sentido al camino desconocido de todas las gentes (cfr. Is 55, 5). El nacimiento de Cristo señala, en el cuadrante de los siglos, el momento crucial del cumplimiento de este plan divino, mantenido en alto por encima del torrente tumultuoso de la historia humana; el nacimiento de Cristo señala «la plenitud de los tiempos» de que habla san Pablo (Gal 4, 4; Ef 1, 10) , en la que se observa una convergencia de los destinos humanos; se cumple la lejana profecía de Isaías: «He aquí, que nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo, sobre cuyo hombro está el principado y cuyo nombre se llamará: consejero maravilloso, Dios, fuerte, padre del siglo futuro, príncipe de la paz. Su imperio crecerá y la paz no tendrá ya fin. Se sentará sobre el trono de David y sobre su reino a fin de sostenerlo y apoyarlo por el derecho y la justicia, desde ahora hasta la eternidad» (Is 9, 6-7).

Si, sobre este niño, que es Hijo de Dios e hijo de María, nacido bajo el régimen de la ley mosaica (Gal 4, 4) , recae toda la tradición trascendente, de la que Israel era portador; y en El se transforma y se difunde por el mundo. Este pequeño Jesús de Belén es el punto focal de la historia de la humanidad; en él se concentran todas las sendas humanas, desembocando en el camino recto de la elección de los hijos de Abraham, el cual vio de lejos, en la noche de los siglos, este futuro punto luminoso y, como Cristo mismo nos dijo: «lo vio y se llenó de gozo» Jn 8, 56).

El prodigio continúa. Igual que ocurre con los rayos que se funden en un punto focal, desde donde vuelven a abrirse en un nuevo cono de luz, así también la historia religiosa de la humanidad, es decir, la historia que da unidad, sentido y valor a las generaciones que se multiplican, se agitan y marchan con la cabeza sobre la tierra, tiene su lente en Cristo, quien absorbe todo el pasado y aclara todo el futuro, hasta el fin de los tiempos (cfr. Mt 28, 20).

Esta visión de la Navidad que es la verdadera, es especialmente para nosotros, para vosotros, los diplomáticos, representantes de Naciones, reunidos aquí esta noche para celebrar el misterio de la Navidad, es para todos motivo de reflexión sobre la suerte del mundo. Es una visión vinculada con la humildísima cuna, en la que está reclinado el Verbo de Dios hecho carne; más aún, esta suerte, por la que vosotros trabajáis a título altamente cualificado, depende de ella: donde llega esta irradiación cristiana, de la que hablábamos y que se llama Evangelio, llega la luz, llega la unidad, llega el hombre no ya con la cabeza baja, sino erguido la Misa de Navidad en toda su estatura, llega la dignidad de su persona, llega la paz, llega la salvación.

¡Señores! ¡Amigos y hermanos en la búsqueda y en el descubrimiento de Cristo! Recordemos este momento singular. Un doble sentimiento nace probablemente en los corazones. Uno como de desconfianza y de temor ante el nuevo Rey, que también hoy nace en el mundo. Es una potencia. ¿Qué temen más que el nacimiento de una nueva potencia los poderosos de esta tierra? Y si además es una potencia este Jesús, el cual declara que su reino no es de este mundo sino de una esfera trascendente, quizá hoy lo temamos y los rechacemos todavía más, celosos como somos de nuestra soberana autonomía agnóstica, laicista o atea, que no admite ningún reino de Dios.

El otro sentimiento, en cambio, es de confianza. ¿Qué clase de potencia es Cristo, sino una potencia para nosotros, para ventaja nuestra, para nuestra salvación, por nuestro amor? «Non eripit mortalia qui refina dat caelestia», no nos arrebata nuestros reinos temporales Aquel que ha venido a regalarnos sus reinos celestiales (Himno de la Epifanía). El ha venido para nosotros, no contra nosotros. No es un émulo, no es un enemigo; es un guía para nuestro camino, es un amigo. Para todos: cada uno puede decir con razón: para mí.

Ciertamente, desde el momento que El ha venido entre nosotros, puede comenzar un drama, más aún, una lucha en favor o en contra de Cristo. La historia humana se desenvuelve realmente en torno a El: el Evangelio es el terreno de encuentro o de choque (cfr. Lc 2, 34).

Pero en esta noche, en este lugar, en este encuentro, la elección es fácil, es dulce, es fuerte; cada uno puede decir con corazón gozoso: ¡El ha venido para mí! (cfr. Gal 2, 20; Ef 5, 2; Ja 3, 16; 15, 9...).

A los queridísimos hijos de la América de lengua castellana deseamos de corazón unas felices Navidades, y formulamos fervientes votos para que Cristo, viniendo a sus almas, haga brotar en ellos una nueva luz divina y renovarlos sentimientos de fe, amor, alegría y esperanza.

 


L'Osservatore Romano, edición en lengua española,

 



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