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MISA DE BEATIFICACIÓN DE MARÍA ROSA MOLAS Y VALLVÉ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE PABLO VI

Domingo 8 de mayo de 1977

 

Venerables Hermanos y amadísimos hijos:

La Iglesia, que en estas semanas va repitiendo el grito exultante del aleluya ante el Cristo resucitado, el Cristo presente en la esperanza eclesial, el Cristo que revive su perenne eficacia misteriosa en tantas almas generosas, renueva hoy su alegría incontenible en este acontecimiento que celebramos, no insólito, pero que tiene resonancias siempre conmovedoras, siempre vibrantes, siempre llenas de novedad de contenido.

En el marco litúrgico de esta mañana festiva, nuestros ojos descubren una nueva flor de virtud, un nuevo rayo de luz que viene a hermosear el ya luminoso jardín de la Esposa de Cristo. Se trata, como sabéis, de una religiosa española, hoy gloria de la Iglesia universal: la nueva Beata María Rosa Molas y Vallvé, fundadora de las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación.

No nos detendremos en recordar la conocida historia biográfica de la nueva Beata, que desde su nativa Reus, donde ve la luz en un humilde ambiente, realiza un admirable camino, sólo impulsada por el amor a Cristo y al prójimo, llenando con una asombrosa vitalidad espiritual una existencia que acaba humildemente en Tortosa, hace casi exactamente un siglo, a los sesenta y un años de edad.

Una vida sencilla, escondida, es hoy elevada en triunfo. ¿Porqué? Pensemos un instante.

Cada vida transcurrida en la entrega heroica, es un misterio del amor de Dios, aceptado en la más íntima correspondencia personal a ese amor. Es un poema evangélico entretejido de sublimes intercambios. Por ello, si queremos rastrear en síntesis la faceta saliente de la vida de María Rosa Molas habremos de acercarnos con reverencia al venero inagotable del Evangelio (Cfr. Matth. 25, 31 ss.), allí donde el pobre, el necesitado, el hambriento, el abandonado, el que sufre, es proclamado merecedor del cuidado prioritario, de la solicitud más tierna, del gesto exquisito de un corazón, que no sólo alivia, sino que comparte ese sufrimiento y lucha por evitar sus causas. Y que sabe compartir así el dolor por un motivo fontal: porque allí está Cristo doliente, hecho presencia viva, actual, exigente de todos los socorros de una fe creadora, capaz de engendrar confianza donde no habría motivos humanos para ella.

¿Buscamos el carisma propio, el mensaje personal, el genio peculiar de María Rosa Molas? Lo encontramos ahí. En un dificilísimo momento histórico, local y nacional, marcado por las luchas, las múltiples facciones, en el que la desesperanza marcaba tantas vidas, de niños, de jóvenes sin instrucción ni porvenir, de ancianos sin asistencia, ella supo inclinarse hacia el necesitado sin distinción alguna, hecha caridad vivida, hecha amor que se olvida de sí mismo, hecha toda para todos, a fin de seguir el ejemplo de Cristo y ser artífice de esperanza y de elevación social. No únicamente para dar algo, sino para darse a sí misma en el amor y sólo así poder dar –como su ejemplo elegido, María- el don precioso de una completa entrega en la misericordia y en el consuelo a quien lo buscaba o a quien, aun sin saberlo, lo necesitaba. Así María Rosa hacía caridad; así se hacía maestra en humanidad.

En el lento peregrinar humano hacia metas de anhelada superación, constatamos hoy que Instituciones nacionales e internacionales, asociaciones de distinto tipo e inspiración, así como personas de diversas procedencias, proclaman de modo solemne o en documentos públicos su voluntad de crear una sociedad nueva y un hombre nuevo, más dignificado.¡Ojalá que ello significara que las esperanzas más nobles, anidadas en los repliegues íntimos del corazón humano van hallando expresión completa! Una realidad acometida con tesón, capaz de abrir los ánimos al gozo ilusionado de un mañana mejor que la Iglesia no cesa de proclamar, ansiar y alentar para la humanidad.

Pero ¡ay! observamos con no rara frecuencia que un humanismo bien intencionado, pero sin raíces más hondas, sin la garantía de una consistente y superior motivación, que descubra en el fondo del ser humano la dignidad inconmensurable de la imagen divina y la presencia del Cristo que exalta, libera, une al hombre, queda en un humanismo débil, parcial, ambiguo, formal, cuando no falseado.

Si es justo reconocer que este objetivo ineludible de defender, promover y cuidar «la sacralidad» de la vida humana, auspiciado y alentado continuamente por el cristianismo, ha hallado resonancia efectiva en nuestra sociedad moderna que ha prodigado sus servicios en campos tan apremiantes como la sanidad, la higiene, la asistencia social y otros, no es menos cierto que el respeto de la vida humana está también amenazado, si no ultrajado y lesionado, por el creciente deterioro y por las desviaciones tremendas que en bastantes sociedades crean serios motivos de alarma.

Pensemos en el fenómeno de la violencia criminal, que hoy cobra dimensiones y formas verdaderamente preocupantes; pensemos en el difundido flagelo de la droga, organizado por intereses que no tienen en cuenta las graves tragedias que crean en tantas personas inexpertas y en tantas familias; recordemos la carrera de armamentos, capaces de destruir la humanidad y que paralizan recursos ingentes que deberían servir para el armónico progreso humano. No olvidemos tampoco la violación, culpable y voluntaria, de la vida mediante el aborto legalmente admitido, ni pasemos por alto las situaciones de gravísima miseria, que son una triste realidad en bastantes países del mundo, como en Asia, en África . . . Y junto a todo esto, como un latigazo para la conciencia sensible del hombre recto, contemplemos el lamentable comercio de armas, instrumentos de muerte, de destrucción, de horror, de ofensa al hombre y al Creador de la vida . ¡ Tristes senderos, estos, embocados por una parte de la humanidad desorientada!

Hagamos finalmente referencia al sentimiento de inseguridad colectiva que crean los frecuentes secuestros de personas (veintiocho casos en lo que llevamos de año, diez de ellos aún sin resolver). En medio de tales sucesos, que infunden tristeza y temor en los ánimos, nuestro corazón de Pastor universal se siente y se ve particularmente solicitado. Incluso desde Centro América nos llega urgente la petición confiada de una palabra en favor de la liberación del Ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador, secuestrado hace algunas semanas. Sí, en este día de la exaltación de un alma, entregada en todo y por todo a aliviar las penas de los hermanos que sufren, nos sale de lo más hondo del alma un llamamiento vibrante y acuciante -que ponemos como súplica a los pies de la nueva Beata- para que cesen para siempre tales dramas humanos.

Frente a este cuadro sombrío, ante el que la mente se nubla y el corazón se oprime, la Iglesia no cesa de levantar una antorcha que el cristianismo mantiene enhiesta desde siglos. Una antorcha que hoy nos muestra, con carácter y valentía admirables, a una humilde religiosa, que hizo del respeto, del amor generalizado, de la preocupación por la mujer, de la caridad sin confines, del ideal de consuelo aplicado a los demás, un programa, un gesto válido, hoy más que nunca, para el ser humano que quiere ser verdaderamente tal sin traicionar su condición. Sublime lección, una más, de un corazón dominado por la humildad y la fortaleza. Un ser que vivió el desafío humanizarte de la civilización del amor. Esa civilización que espera siempre nuevos adeptos, indefensos pero invencibles.

Sea la nueva Beata nuestra guía, sea nuestra intercesora ante Dios, para que las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación y el mundo religioso en general, las almas de buena voluntad que aún creen en los recursos creadores del corazón humano, los dirigentes de los países, y particularmente de la Patria, España, que le dio el origen -aquí tan dignamente representada por sus Autoridades-, sepan recoger su mensaje de amor efectivo, de esperanza cristiana, de dedicación a la creación de un mundo más humano y más hermanado. Un mundo consciente de que es dando, con nobleza y elevación de miras, como más se recibe.

La Figlia della nobile Nazione Spagnola, che abbiamo proclamata Beata, ci suggerisce una speciale parola per i fedeli di lingua italiana che partecipano numerosi a questo sacro rito. Ce la suggerisce non soltanto perché anche in Italia, anche qui a Roma, è presente ed attivo 1’Istituto delle Suore di Nostra Signora della Consolazione, fondato da Madre Maria Rosa Molas, ma anche e soprattutto perché l’ardore di carita, di tui Ella diede prova luminosamente esemplare nella sua vita, ha oltrepassato di moho i confini geografici della sua terra d’origine.

Proprio questa virtù, che in Lei fu caratteristica, vogliamo celebrare ed esaltare: attinta nella preghiera e nell’unione filiale con Dio, essa si esprimeva nella più viva sollecitudine per i poveri, i malati, i bisognosi, in un’illimitata disponibilità, che fece di questa Donna un autentico «strumento di misericordia e di consolazione». E ideale che additiamo non solo alle sue figlie spirituali, ma a quanti vogliono esser fedeli a Cristo ed al suo Vangelo.

                            



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