Index   Back Top Print

[ ES ]

CARTA DE SU SANTIDAD PABLO VI,
FIRMADA POR EL CARDENAL VILLOT,
CON MOTIVO DE LA XXXI SEMANA SOCIAL DE ESPAÑA

Viernes 27 de enero de 1978

 

Ilmo. Prof. D. José Almagro Nosete,
Presidente de las "Semanas Sociales de España"

Señor Presidente:

Al celebrarse la XXXI Semana Social de España en torno al tema «Educación y Democracia», el Santo Padre, que sigue con vivo interés los esfuerzos y realizaciones del pueblo español en esta importante y delicada fase de su historia, me encarga transmitir su cordial palabra de saludo y de orientación a todos los participantes en la Semana.

Su Santidad se complace profundamente de que el tema propuesto a la reflexión de los católicos españoles en dichas Jornadas sea el de la educación; un tema que siempre ha tenido y tendrá capital importancia en el terreno social y que reviste a la vez, en el caso concreto español, una gran actualidad.

Completando y profundizando los estudios realizados en precedentes Semanas, la actual detiene su atención sobre un aspecto central del desarrollo de la persona humana, la cual no puede llegar a un nivel verdaderamente humano, ni puede inserirse de manera consciente y digna en la sociedad sin adquirir un conveniente bagaje cultural.

En esta perspectiva, la reflexión vuestra se coloca en el amplio contexto de los derechos humanos, en sintonía con declaraciones programáticas de ámbito mundial (Cfr. Declaración Universal de los Derechos del Hombre, 10 de diciembre de 1948; Declaración de los Derechos del Niño, 20 de noviembre de 1959), a las que el Concilio Vaticano II ha hecho alusión (Cfr. Gravissimum Educationis, Introd.).

Por ello la Iglesia, que considera el acceso a la cultura como un derecho natural del hombre, recuerda a los cristianos como «uno de los deberes más propios de nuestra época» el de trabajar con ahínco «para que se reconozca en todas partes y se haga afectivo el derecho de todos a la cultura, exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social» (Gaudium et Spes, 60).

Ha de considerarse, por tanto, un objetivo primario e integrador de los restantes en campo educativo, hacer posible a todos los miembros de la sociedad el acceso a la cultura y a la formación integral. Por la importancia que reviste en la vida del hombre y por el influjo que ello ejerce en el progreso social contemporáneo (Cfr. Gravissimum Educationis, Introd.).

Desgraciadamente, son muchos los millones de niños, jóvenes y adultos que todavía no disponen hoy de puestos de enseñanza para poder acceder a la cultura. De ahí que se imponga un compromiso solidario, a escala nacional e internacional, de todas las fuerzas disponibles : estatales, sociales, de instituciones religiosas, para remediar de manera adecuada a tales carencias. Ante un cometido de tal magnitud, en el que todos pueden encontrar su justo puesto, resultaría un contrasentido cualquier exclusión, por vía jurídica, económica o ideológica, de alguno de los participantes en ese quehacer.

Ahora bien, como la educación entendida en sentido integral, que no se agota en la sola enseñanza, es el cauce ordinario de acceso a la cultura, el derecho de la persona a recibir esa educación resultaría meramente teórico sin el derecho de otros a impartírsela. Y aquí hay que dejar en claro que tal derecho, que es a la vez deber, corresponde en primer lugar, por motivos de orden natural, a la familia, para extenderse luego a la sociedad, al Estado, a la Iglesia.

En un análisis de las condiciones en las que ha de desarrollarse el acceso a la cultura, no se puede prescindir de hacer referencia a la libertad. La doctrina social de la Iglesia se mueve, en este punto, entre dos principios: el primero es que la persona humana no puede llegar a un nivel plenamente humano si no es mediante la cultura (Cfr. Gaudium et Spes, 53); el segundo proclama que ésta tiene siempre necesidad de una justa libertad y autonomía (Cfr. ibid. 59). Con razón afirmaba ya Pío XII: «Toda educación sana tiende a hacer al educador más innecesario poco a poco y al educando independiente, dentro de los justos limites» (AAS 44 (1952) 419).

Para construir sobre bases seguras una sociedad democrática, hay que poner como elemento irrenunciable la educación en la libertad, con atención indisociable a todas sus prerrogativas y a las responsabilidades derivantes. A algunos les desagrada que la Iglesia hable de «límites a la libertad» o que la califique de «justa» o «legítima». Sin embargo, habrá que reconocer que se trata de un servicio a la misma, evitando su destrucción por el caos, por excesos insolidarios o por indebidas opresiones a la libertad ajena (Cfr. Octogesima Adveniens, 25).

En campo educativo es justo seguir la orientación socrática de extraer de la naturaleza humana y de la persona del alumno todas sus virtualidades, pero concertándola con la apertura a los demás y con la referencia a los valores trascendentes del hombre (Cfr. Divini Illius Magistri, 45).

La educación de la libertad está íntimamente relacionada con la libertad de la educación. Todos los hombres tienen derecho a un tipo de educación que responda a sus propias condiciones y que esté abierto a las relaciones fraternas con los otros pueblos, para fomentar en la tierra la unidad verdadera y la paz (Cfr. Gravissimum Educationis, 1). Ese derecho debe ser atendido «teniendo en cuenta el pluralismo de la sociedad moderna» (Cfr. Ibid. 7), o lo que es lo mismo, dando opción a los diversos modelos educativos que, de hecho y de derecho, se dan en la sociedad actual.

Concretamente, el derecho a educar y a ser educado se realiza mediante la aplicación de un proyecto educativo determinado, que ofrece el Centro de enseñanza y acepta el alumno o sus representantes legítimos. A los padres, primeros educadores de la prole (Cfr. Gaudium et Spes, 52; Gravissimum Educationis, 3), corresponde escoger el tipo de educación que deba darse a sus hijos, de acuerdo con sus convicciones en materia moral y religiosa (Cfr. Dignitatis Humanae, 5).

Cierto que cada vez resultan más extensos y evidentes los cometidos del Estado en materia educacional. Ya la Encíclica «Divini Illius Magistri» le señala una doble función: garantizar y promover. Esto significa hacer viable -mediante los adecuados instrumentos legislativos y los recursos económicos que la sociedad pone en manos del Estado- la vigencia efectiva del derecho a ser educado que asiste a todo ciudadano, la libertad de los padres, y en su día de los alumnos, para elegir el proyecto educativo que mejor responda a su identidad, y la libertad de creación de Centros de enseñanza por parte de personas e instituciones, en igualdad legal de deberes y derechos respecto a los Centros estatales.

En la función estatal de «promover» entra lógicamente la de crear por sí mismo y estimular la creación, por parte de otras instancias intermedias, de Centros de enseñanza a todos los niveles. Constituye un dato esperanzador el que en los presupuestos de muchos Estados, España entre ellos, el capítulo de la educación ocupe el primer puesto en la asignación de recursos. Ello es, a su vez, el resultado de sistemas fiscales progresivos y justos.

Es cierto que dentro del panorama educativo de no pocos países la enseñanza estatal u oficial, sobre todos en los niveles superiores, ha ido ampliando cada vez más su ámbito. Sin embargo, habría que hacer compatible la titularidad de los centros estatales con el ordenamiento académico de todo el conjunto educacional y con la distribución equitativa de los fondos presupuestarios, sin lo que difícilmente se pueden evitar indebidos monopolios.

No cabe duda, por otra parte, que corresponde al Estado vigilar sobre la calidad de la enseñanza, evitar que se desvirtúe por objetivos de lucro e impedir en sus causas el llamado clasismo escolar.

Muchos centros no estatales, incluidos los de instituciones religiosas, han sido objeto de esa acusación. Habría que analizar con objetividad si ello ha sido debido a preferencias por los sectores sociales económicamente acomodados o si no ha estado también determinado por una distribución discriminatoria del presupuesto educativo, que ha hecho pagar a las familias lo que correspondía al fisco.

En vista del costo creciente de una plaza educativa, se impone un gran realismo en esta materia. Hay que admitir que sólo muy pocos Estados podrán lograr los niveles de gratuidad que son de desear. En tal situación habría que sentar como principio-guía que los fondos de ayuda habrían de referirse más a la situación económica del alumno que a la titularidad u orientación del centro escolar elegido.

Por ello, al tratar de los agentes de la educación, resulta más adecuada y constructiva la óptica de los deberes que la de los derechos. En efecto, contraponer la familia a la escuela, los centros docentes del Estado a los de otras instituciones o personas, engendra frecuentes pleitos de competencias, si no de intereses, con perjuicio, en última instancia, de los educandos.

Es de alabar, por ello, que la Semana Social de Sevilla haya planteado el fenómeno educacional desde una plataforma de solidaridad, convergencia y servicio, todo esto en clave de libertad. Viene a secundarse de este modo la acertada posición de los Obispos de España quienes, con clarividente criterio pastoral, «en modo alguno desean que este tema llegue a convertirse en factor de división entre los españoles» (Declaración de la XXVI Asamblea Plenaria del Episcopado Español, 14).

Si nos fijamos en los ejemplos de la historia, la labor educativa ha acompañado ordinariamente la acción evangelizadora de la Iglesia, tanto en los orígenes de la Europa cristiana como en la obra misionera de América, África y Asia. La fe cristiana ha mantenido relaciones de recíproca fecundidad con las diversas culturas y ha sido siempre un fermento en la vida personal y social.

La Iglesia ha servido a la educación a través de la escuela porque reconoce en ésta «un medio privilegiado para la formación integral del hombre, en cuanto que ella es un centro donde se elabora y se transmite una concepción específica del mundo, del hombre y de la historia» (S. Congregación para la Educación Católica, La Escuela Católica, 19 de marzo de 1977).

Es cierto que a la Iglesia le compete principal y específicamente la educación en la fe, a través de la catequesis, «cuyo ámbito normal es la comunidad cristiana» (Cfr. Sínodo de los obispos, La catequesis en nuestro tiempo, 29 de octubre de 1977); pero «el proceso de la educación en la fe no se puede separar del proceso educativo general del hombre. Los padres de familia vienen por ello obligados a conseguir que la educación de sus hijos en la escuela incluya su formación moral y religiosa, en conformidad con la fe de la Iglesia» (Declaración de la XXVI Asamblea Plenaria del Episcopado Español).

Es obvio que para conseguir esa educación cristiana integral, constituye un instrumento especialmente apto la Escuela Católica. Para ahondar en las perspectivas evangelizadoras y humanizantes que deben definir a estos centros, así como en la identidad de su proyecto educativo y en las responsabilidades de su servicio a la sociedad, remitimos al importante Documento antes citado, emanado el pasado año de la Sagrada Congregación para la Educación Católica.

De él queremos recoger aquí estas palabras: «La Iglesia está plenamente convencida de que la Escuela Católica, al ofrecer su proyecto educativo a los hombres de nuestro tiempo, cumple una tarea eclesial, insustituible y urgente. En ella, de hecho, la Iglesia participa en el diálogo cultural con su aportación original en favor del verdadero progreso y de la formación integral del hombre» (S. Congregación para la Educación Católica, La Escuela Católica, 15).

Pero el ámbito de la educación en la fe no queda circunscrito ni a la comunidad eclesial, ni a la familia creyente, ni a la escuela confesional. Un sistema educativo que respete de veras las exigencias democráticas, hará un servicio a la libertad, y también al derecho de los padres y alumnos, ofreciendo espacio académico y oportunidades efectivas a la educación religiosa en el cuadro general de la enseñanza, según la pertenencia eclesial de los alumnos, y en estricto respeto a la libertad religiosa de éstos y de sus maestros. En un período de elaboración de una nueva Constitución, como el que vive ahora vuestra Patria, la solución idónea de este problema constituye un exigente desafío a la creatividad, a la colaboración de las diversas fuerzas sociales y de la Iglesia, en bien de la sociedad y de la paz religiosa.

Al concluir estas reflexiones, Su Santidad desea reservar una calurosa palabra de estímulo a todos los educadores y maestros, agentes privilegiados y no siempre suficientemente apreciados, del desarrollo de las personas y de las comunidades. Estad seguros de que él sigue con particular solicitud y afecto las tensiones y esperanzas de los cuerpos docentes, dentro y fuera de vuestro País, así como sus legítimas aspiraciones a un adecuado reconocimiento legal, retribución digna, participación solidaria, libertad justa. Por ello confía en que la Semana Social de Sevilla se ocupará también de analizar esos puntos en su adecuada dimensión, para darles una respuesta con clarividente generosidad.

Finalmente, dentro del sector educativo, el Santo Padre quiete testimoniar su especial estima y reconocimiento a los eclesiásticos, religiosos, religiosas y laicos que han dedicado sus vidas a la educación de la fe y a la catequesis. A ellos individualmente y a las instituciones que los encuadran vaya el refrendo de la Iglesia y el aliento del Papa a proseguir en su admirable y benemérita labor, sin desalentarse ante las dificultades ni abandonar por inconsistentes razones un campo, siempre susceptible de reformas y mejoras, pero cuyo influjo positivo, social y eclesial, ha sido confirmado por una válida experiencia.

Asegurando su asidua plegaria por el éxito de la Semana, el Santo Padre imparte a los responsables y participantes todos la Bendición Apostólica.

Aprovecho la oportunidad para renovarle, Señor Presidente, el testimonio de mi devota estima en Cristo.

Cardenal Jean VILLOT

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana