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MENSAJE DEL PAPA
PABLO VI
PARA LA CUARESMA DE 1974

 

Queridos hijos e hijas:

Hace unos diez meses, anunciamos el Año Santo. «Renovación» y «Reconciliación» quedan como términos clave, que indican las esperanzas que tenemos puestas en el Año Santo. Pero, como ya dijimos, quedarán sin efecto si no se realiza en nosotros una ruptura (cf. Alocución del 9 de mayo 1973).

Nos encontramos en el tiempo de Cuaresma, tiempo por excelencia de renovación de nosotros mismos en Cristo, de reconciliación con Dios y con nuestros hermanos. A través de una ruptura con el pecado, la injusticia y el egoísmo, nos asociamos a la muerte y resurrección de Cristo.

Permitidnos, por ello, insistir hoy sobre la ruptura que nos exige el tiempo de Cuaresma, es decir, una ruptura con el apego exclusivo a los bienes materiales, sean abundantes como en el caso de Zaqueo (cf. Lc 19, 8), sean escasos como en el caso de la viuda pobre alabada por Jesús (cf. Mc 12, 43). En el estilo directo de su época, San Basilio predicaba a los ricos de aquel tiempo: «El pan que tú no comes, es el pan del hambriento; la túnica colgada en tu armario, es la túnica de quien va desnudo; los zapatos que tú no calzas, son los zapatos de quien camina descalzo; el dinero que tu escondes, es el dinero del pobre; los actos de caridad que no haces, son injusticias que cometes» (Hom. VI in Lc XII, 18 PG XXXI, col. 275).

Tales palabras proporcionan materia de reflexión en un tiempo en el que el odio y los conflictos son provocados por la injusticia de quienes acaparan, mientras que otros no tienen nada; por quienes aseguran su mañana sin preocuparse del hoy del prójimo; por quienes, debido a ignorancia o egoísmo, rehúsan dar lo superfluo a favor de los que carecen de lo más elemental (cf. Mater et Magistra).

Y ¿cómo podríamos dejar de recordar aquí la renovación y reconciliación exigidas y aseguradas por la plenitud de nuestro único banquete eucarístico? Para poder recibir juntos el Cuerpo del Señor, debemos desear sinceramente que a ninguno falte lo necesario, aunque ello nos cueste algún sacrificio personal. En caso contrario, cometemos una afrenta a la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, del cual somos miembros. Con su amonestación a los Corintios, San Pablo nos pone en guardia contra los peligros de una conducta reprochable en este campo (cf. 1 Cor 11, 17ss).

Cometeríamos un pecado contra la unicidad de mente y corazón si recusásemos hoy a millares de hermanos nuestros lo que requiere su promoción humana. En este tiempo de Cuaresma, la Iglesia y sus instituciones de caridad exhortan cada vez más a los cristianos a que presten su ayuda en esta tarea inmensa. Predicar al Año Santo significa un profundo y gozoso sacrificio de sí mismo, que nos restaura en la verdad de nosotros mismos y en la verdad de la familia humana, tal como Dios la ha querido. Así es como la presente Cuaresma puede traernos, ya en esta vida, y aparte la promesa de la recompensa eterna, el ciento por uno prometido por Cristo a quienes dan con generosidad.

Desearíamos que todos supieseis escuchar en nuestra llamada un doble eco: el de la voz del Señor, que habla y exhorta, y el de la humanidad doliente que implora ayuda. Todos nosotros, Obispos, sacerdotes, religiosos y seglares, jóvenes y ancianos, estamos llamados –como individuos y como miembros de una comunidad– a tomar parte en la tarea de compartir amorosamente todo con los demás, de acuerdo con el mandato del Señor.

Llegue a cada uno de vosotros nuestra Bendición Apostólica.



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