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ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI
DURANTE LA 116ª CONGREGACIÓN GENERAL DEL CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II


Viernes 6 de noviembre de 1964

 

Tened por seguro, queridos hermanos, que desearíamos ardientemente intervenir en las asambleas del Concilio Ecuménico, celebradas en esta Aula sacra de la Basílica Vaticana.

Habiendo determinado presidir alguna de vuestras Congregaciones Generales, hemos querido estar presente hoy, en que tenéis puesta la atención en el esquema de las Misiones. Nos ha movido a esta decisión la grave y singular importancia del tema que ocupa ahora vuestros ánimos y vuestra mente. Para Nos, sucesor de San Pedro, y para vosotros, sucesores de los Apóstoles, siguen sonando las palabras del divino mandato; “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura”; del cumplimiento de este mandato depende la salvación del mundo.

Es incumbencia de este sagrado Sínodo, la tarea, entre otras, de preparar nuevos caminos, de descubrir nuevos medios, de estimular nuevas energías para una más eficaz y más extensa difusión del Evangelio.

Examinando el esquema que tenéis entre manos, donde se trata de este problema, hemos encontrado muchas cosas dignas de nuestra alabanza, tanto por el contenido como por el orden de su exposición. Creemos, por tanto, que aprobaréis con facilidad el texto, sin descartar la necesidad de ulteriores perfeccionamientos. Que las meditadas sugerencias contenidas en el esquema, las iniciativas expuestas, las orientaciones y las indicaciones ilustradas con tan elevadas miras, despierten un fervor de acción para una más intensa difusión del Reino de Dios sobre la tierra; y ofrezcan a la semilla evangélica la posibilidad de una mies más abundante.

Nos place de forma especial lo que casi constantemente se quiere en el texto: que toda la Iglesia sea misionera; que también los fieles, en lo posible, sean misioneros en espíritu y en obras. Los que están dotados con la riqueza del don inefable de la fe, los que están iluminados por el esplendor del Evangelio, los que forman parte del sacerdocio real del pueblo santo de Dios, den continuamente gracias al Altísimo por don tan inmenso, y ofrezcan oraciones, prácticas piadosas y aportaciones materiales como generosa ayuda y sostén de los heraldos del Evangelio. Dado que no hay nada más saludable para los hombres ni más eficaz para la gloria de Dios que el esfuerzo animoso en pro de la difusión de la fe, los que se dedican al apostolado misionero —el más excelente entre todos por su importancia y eficacia—, comprométanse con nobles esfuerzos a difundir un verdadero espíritu de piedad, el abandono en la Providencia y la confianza en la misericordia de Dios. Tu bienhechor quiere que seas generoso, y quien te colma de dones quiere que tú poseas y distribuyas, diciendo: “Dad y se os dará” (San León Magno).

Sin embargo, el campo evangélico, aún cultivado diligentemente, sólo produce frutos con feliz fecundidad, si es regado por la gracia de Dios. Por ello, suban hasta Dios oraciones más fervientes por los misioneros, corroboradas con limosnas y obras buenas: “¡Oh, Dios, que quieres que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, envía, te lo pedimos, obreros a tu mies y concédeles poder expresar tu palabra, para que se difunda y sea comprendida y todos te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Aquél a quien has enviado, tu Hijo Jesucristo, nuestro Señor” (Colecta de la misa de la Propagación de la Fe).

Antes de concluir nuestro breve discurso, con ánimo paternal queremos saludar especialmente a los padres del Concilio Ecuménico que trabajan por el reino de Cristo en los territorios de misión; también vuela, nuestro pensamiento, con toda clase de buenos augurios a los sacerdotes, a los auxiliares misioneros de ambos sexos, a los catequistas, a cuantos colaboran con los misioneros, a quienes ofrecen a las misiones ayuda concreta y favorecen las iniciativas misioneras.

Confirme estos votos la bendición apostólica que para todos vosotros impartimos con paternal afecto.

 



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