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VIAJE APOSTÓLICO A ESTAMBUL, ÉFESO Y ESMIRNA 

DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO EN TURQUÍA*

Martes 25 de julio de 1967

 

Nos es siempre agradable, en el curso de los viajes que la Providencia nos permite realizar, encontrarnos con las personalidades altamente calificadas, que componen el Cuerpo Diplomático acreditado en el país a donde vamos. Y nos es particularmente grato en el caso presente, Señores, ver que muchos de entre vosotros, han aceptado dejar el lugar de su residencia para venir a Nuestro encuentro. Os damos las gracias y os dirigimos, lo mismo que a las diferentes Naciones que representáis, Nuestro más cordial y deferente saludo.

¿Y Nos quién somos? ¿y en calidad de qué tomamos la palabra ante un auditorio tan distinguido?

Nos somos primeramente y antes que nada, Señores, como vosotros sabéis, un Jefe religioso. Nuestra misión no se dirige hacia los intereses de orden político o económico que unen o dividen a los hombres y a las naciones. Los viajes que Nos emprendemos tienen una finalidad y un carácter esencialmente religioso. Y por diversos que sean los auditorios a los cuales nos toca dirigirnos, Nuestra palabra estará siempre y necesariamente orientada hacia lo espiritual.

Si Nos hemos venido al Asia Menor inmediatamente, después de las celebraciones romanas del decimonono centenario del martirio de San Pedro y San Pablo, y al principio del «Año de la Fe», inaugurado con esta ocasión, es antes que nada para venerar los lugares donde esta fe se ha expresado luminosamente en los primeros siglos del cristianismo. Esta tierra ha sido recorrida y evangelizada por San Pablo. Una antiquísima tradición la une con el recuerdo de la Virgen María y de San Juan, Evangelista. La Iglesia ha realizado en ella sus primeros grandes Concilios.

Pero la finalidad principal que hemos asignado al presente viaje entra en las finalidades ecuménicas de la Iglesia, colocadas en una luz tan viva por el Concilio Vaticano II, recientemente celebrado. Queremos contribuir, en cuanto de Nos dependa, a la recomposición de la unidad cristiana. Y en el camino abierto por nuestro primer encuentro de Jerusalén con el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, damos hoy un nuevo paso, que manifiesta los sentimientos profundos que nos animan y Nuestra voluntad de explorar todos los caminos susceptibles de acelerar la marcha hacia la unión tan deseada.

Pensamos que muchos de los Países que vosotros representáis están interesados, por lo menos en cierta medida, en esta evolución en curso y en los esfuerzos que ella promueve o provoca por diversos lados. Porque nos parece que no es indiferente para quienes son, como vosotros, especialistas en las buenas relaciones entre los pueblos, para los que trabajan – como vosotros lo hacéis por vocación – por la instauración de un mundo justo y pacificado; no es indiferente para vosotros, decimos, que las instituciones espirituales, hagan esfuerzos, fuera y por encima del plano político, para conducir al acuerdo y a la perfecta unión de los grupos de creyentes.

Más allá del círculo de los creyentes, la Iglesia trata igualmente de entrar en diálogo con todos los hombres, para acercarse a ellos. Y también en este sentido pensamos que los contactos que se establecen en el curso de Nuestros viajes pueden servir a la gran causa de la concordia entre los pueblos. Efectivamente, si la paz tiene aspectos económicos, políticos y – militares, tiene ante todo un aspecto espiritual. En el corazón de los hombres nacen los sentimientos de amor o de odio, que arrastran luego a las naciones a entenderse o a combatirse. La Iglesia católica, por Nuestro humilde ministerio, trabaja, por difundir por todas partes pensamientos de amor recíproco, de benevolencia, de colaboración y de paz. Aunque en un plano diferente, sus esfuerzos, como veis, se encuentran con los vuestros; y por eso hemos queridos, en el curso de esta breve estadía, tener un encuentro con vosotros.

Os damos las gracias, Señores, por haber querido reservarnos estos instantes de atención, que concluiremos con el deseo de que vuestros esfuerzos y los de la Iglesia encaminen finalmente a la humanidad hacia un estado de verdadera y durable paz. Encomendando esta gran causa al Dios todopoderoso, invocamos sobre vuestras personas, vuestras familias' y vuestros Países la abundancia de sus bendiciones.


*ORe (Buenos Aires), año XVII, n°764, p.5.

 



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