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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
AL EMBAJADOR DE VENEZUELA ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 27 de marzo de 1972

 

Señor Embajador,

Hemos escuchado con viva atención las deferentes expresiones que se ha complacido en dirigirnos al presentar las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Venezuela ante la Santa Sede.

No podemos menos de apreciar en ellas una demostración de los sentimientos cristianos y de la devoción a la Sede de Pedro, que siempre han distinguido a la Nación Venezolana. Correspondemos con viva gratitud y aprovechamos la ocasión para testimoniar nuestro particular afecto a los hijos de vuestro noble País, de quienes nos sentimos muy cerca en sus aspiraciones, trabajos, y anhelos de ulterior progreso espiritual y material.

Por eso cuando Vuestra Excelencia, mencionando nuestra Exhortación para la Jornada de la Paz, se refería a los ideales de la paz, la justicia y el desarrollo, pensábamos ciertamente en la dimensión mundial que estas ideas han alcanzado, pero no podíamos menos de tener presente a su Nación, con sus grandes esperanzas y con sus consoladoras realidades.

En medio de ellas, compartiéndolas y alentándolas, está la Iglesia, quien encarna también así su misión de continuar la obra redentora de Jesucristo, no inspirándose en propios intereses de dominio o de poder, sino en una voluntad perenne de servicio generoso y desinteresado para el bien común y el progreso integral de los pueblos. Libre de ataduras materiales, que desfigurarían su rostro y vocación, ella prosigue su misión característica: el anuncio del mensaje evangélico, cuyos valores eternos, destinados a todos los hombres y a todos los grupos sociales, han de dar frutos cada día mayores en este mundo.

La Iglesia es bien consciente de vivir en medio de las realidades terrenas, donde constantemente se suscitan graves y nuevos problemas a través de una continua situación de cambio. Frente a ellos no pretende formular soluciones de tipo económico o político, sino iluminar el espíritu humano para que el hombre, por un camino de promoción integral, pueda llegar a ser «el dominador de la tierra» (Cfr. Gen. 9, 2), de manera que, por encima de sus limitaciones materiales, tenga la posibilidad de mirar más alto, hacia las metas trascendentes que dan a la vida humana plenitud y sentido total, a la vez que un impulso ineludible de servir a los hermanos.

Todo cristiano, todos los cristianos se han de sentir comprometidos por su fe para aunar sus esfuerzos en la común tarea del progreso. Para un cristiano, ningún hombre puede ser un desconocido ni un extraño; cada hombre ha de ser su hermano. Y, si entre todos los hermanos se establece una escala de preferencias, ésta será siempre en favor de los más pobres y necesitados, de los obreros, de los campesinos, de los marginados. A ellos les dijimos durante nuestro viaje a Latinoamérica: «Queremos ser solidarios con vuestra buena causa, que es la del Pueblo humilde, la de la gente pobre».

En esta línea, nuestra palabra sólo puede ser de aliento para alcanzar metas cada vez más altas y más universales. Conocemos muy bien la labor de la Iglesia Venezolana, inspiradora con su palabra, servidora con el trabajo de sus hijos: lo que se ha realizado y se está realizando ha de ser un aliciente para un creciente entusiasmo y dedicación al servicio de la comunidad nacional, para la cual los ideales cristianos han sido guía en las páginas gloriosas de su historia y deben ser criterio y garantía en su camino hacia un futuro próspero de fraternidad vivida y de progreso.

Al formularle, Señor Embajador, nuestros mejores votos por el feliz cumplimiento de su alta misión, invocamos sobre su persona, sobre el Excelentísimo Señor Presidente de la República, el Gobierno y el Pueblo Venezolano la continua asistencia divina, en prenda de la cual impartimos nuestra paterna Bendición Apostólica.


*AAS 64 (1972), p.307-308;

Insegnamenti di Paolo VI, vol.X, p.311-313;

L’Attività della Santa Sede 1972, p.108-109;

OR 27-28.3.1972, p.1;

L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.15 p.8.

 



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