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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS PARTICIPANTES EN LA LX ASAMBLEA
DE LA UNIÓN INTERPARLAMENTARIA*

Sábado 23 de septiembre de 1972

 

Señoras y señores:

Este encuentro Nos produce una doble satisfacción. En primer lugar, Nos gusta ver en vuestro gesto un reconocimiento a la actividad que esta Sede Apostólica y la Iglesia católica desarrollan a favor de la paz en el mundo. Además, vuestra visita Nos ofrece una oportunidad verdaderamente excepcional para proponer algunas reflexiones a un grupo de personalidades altamente cualificadas e investidas de responsabilidades tan nobles como importantes, ya que a ellas les concierne la acción política.

Nos no juzgamos necesario detenerNos a describir cuáles son los elementos que integran el bien común de cada uno de los pueblos y de la entera familia humana. El hecho de haber participado en una asamblea de carácter internacional manifiesta claramente que tenéis plena conciencia del vínculo que existe entre el bien común de un país y la realización del mismo a escala mundial. ¿Cómo podría ser de otro modo, dado que algunos de sus elementos pertenecen al patrimonio de los valores universales, cuya afirmación se encuentra, explícita o implícitamente, en la Declaración universal de los Derechos del Hombre, aceptada hoy en día por todos o casi todos, al menos en el plano de los principios?

Acerca de este tema, Juan XXIII, en su Encíclica Pacem in terris, decía: "En la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; por otro, y como consecuencia, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes" (60).

Hoy esta afirmación sigue siendo tan válida como entonces. Pero, aunque los derechos de la persona, considerados en abstracto, permanecen inmutables, su contenido concreto debe determinarse teniendo en cuenta la diversidad de las situaciones, es decir, para cada pueblo en particular, para cada momento de su vida y para cada período concreto de su historia.

Esto mismo sucede con respecto a la acción política que, por definición, no se ejerce en abstracto, sino mediante el contacto con la realidad humana concreta, con el fin de grabar en ella su huella. Esta realidad debe ser, pues, considerada con la máxima atención para poder comprenderla exactamente en su existencia actual, en su continuo evolucionar, en sus múltiples dimensiones, en sus exigencias del momento presente, en las necesidades que hoy en día se sienten, teniendo en cuenta las aspiraciones y las esperanzas de los hombres a quienes va dirigida la acción política, mediante la red cada vez más tupida de relaciones que ellos han tejido entre sí mismos.

No es preciso recordaros que la acción política se guía por el afán de ayudar a satisfacer tales necesidades y exigencias para dar una respuesta positiva a estas aspiraciones y esperanzas, para desarrollar cualitativamente dichas relaciones para convertirlas en vehículos cada vez más eficaces de valores humanos.

Una acción política, separada y extraña a la realidad humana sobre la que pretende ejercerse, deja de ser acción política: es una acción en el vacío, con todos los peligros que este vacío encierra. Los ciudadanos nunca son tan conscientes de la necesidad, fecundidad y nobleza de la acción política, como cuando ésta comienza a perder su identidad o, de hecho, la ha perdido ya. Y, sin embargo, para el que observa la marcha del mundo contemporáneo hay cosas que no se puede por menos de admitir: se vislumbran cambios importantes, particularmente en lo que se refiere a la concepción y al papel de los Parlamentos

Todos saben cuáles son las principales funciones que constituyen la actividad tradicional de los Parlamentos: representar al país y a la sociedad nacional en su diversidad; controlar el ejercicio de la autoridad por parte del Gobierno; deliberar colegialmente sobre la vida de la nación; informar al público; crear, en muchos casos, o participar en la creación de la autoridad gubernamental; además de la función legislativa, originariamente la más importante de todas, hasta el punto de que el Parlamento se denomina "poder legislativo".

El diverso ejercicio de estás funciones depende de la diversidad de las constituciones y de los sistemas electorales, del sentido cívico de los parlamentarios y de la concepción que el mismo poder ejecutivo tiene de su propia responsabilidad.

Estas diversas funciones se ven afectadas, cada una a su modo, por las transformaciones que experimenta la sociedad de hoy.

Las tendencias de la evolución no son unívocas. El Parlamento ocupa un lugar de absoluta preeminencia por lo que respecta al funcionamiento de los poderes. Sin embargo, el empleo que a veces se hace de dicha preeminencia conduce, según algunos, a la debilitación, e incluso a la impotencia de todo el organismo político. En efecto, las dificultades que hoy existen para llegar a un consensus nacional repercuten en la capacidad del Parlamento, por ser aquél su responsable, para dar estabilidad y autoridad suficiente al Gobierno, sobre todo- cuando se le ha confiado al mismo la tarea de establecerlo. Resulta entonces que el poder ejecutivo, excesivamente débil si está amenazado, no puede desarrollar de modo satisfactorio la misión que le asignan las constituciones y que legítimamente esperan los pueblos.

Los hay que creen descubrir en estas tendencias y en estos ejemplos los signos de decadencia del papel del Parlamento y de su autoridad en favor del poder ejecutivo.

Se dice que la institución parlamentaria, en su propio funcionamiento, ha dado a menudo pruebas de ineficacia, demostrándose incapaz de definir y promover el bien real del país, más allá de las divisiones de los partidos políticos y del juego de los intereses particulares o locales. Según esta opinión, el Parlamento sería un instrumento inepto para provocar el consensus de la nación y para sostener una legítima continuidad de acción gubernativa. El debilitamiento de la institución parlamentaria sería la consecuencia de los errores cometidos.

Se llega incluso a tratar de justificar tal decaimiento con razones deducidas de los profundos cambios experimentados en la vida política y social que, por otra parte, no pueden ser ignorados. Estos cambios acarrearían necesariamente la transformación de la propia función parlamentaria.

¿Hasta qué punto, por ejemplo, garantiza hoy el Parlamento la representación de la nación? La democracia liberal, mientras proclama la igualdad de todos los ciudadanos, de hecho, no la realiza en el campo económico y social. De este modo se crea un vacío entre el Parlamento y el pueblo. Se subraya que entonces el pueblo, consciente de esta carencia, busca otras formas de representación que considera más auténticas: sindicatos, organizaciones profesionales, asociaciones diversas. Es verdad que éstas pueden mostrarse más eficaces, mejor organizadas y más próximas a los problemas concretos de los hombres. Se produce, así, una especie de desquite de los cuerpos intermedios, demasiado olvidados en la democracia representativa.

¿Acaso, se añade todavía, el Estado no es el que debe intervenir en el campo económico y social? Frente al tecnicismo de los nuevos problemas, el Parlamento, falto de competencia e incapaz de reaccionar con rapidez, no parece estar en condiciones de intervenir eficazmente. Las asambleas parlamentarias demasiado lentas, mal equipadas, excesivamente numerosas y, a menudo, obstruidas por procedimientos formalísticos permitirían que el poder ejecutivo extendiese su campo de acción , ya que éste sabe rodearse de "tecnócratas" e intervenir con modernos métodos de acción.

Se confronta, por último, la función informativa del Parlamento con la aparición de otros muchos centros de discusión y deliberación, como conferencias de prensa, debates televisados, congresos, sondeos de opinión. El Gobierno, sirviéndose de los medios de comunicación social, puede entrar en contacto directo con todo el país, aumentando así su ventaja con respecto al Parlamento.

No se puede negar que el papel de los Parlamentos en la vida pública ha sufrido profundas modificaciones en el transcurso del último siglo. Casi por todas partes se comprueba una crisis de función y de identidad. No se ve, además, por qué la revolución científica, en la que han entrado nuestras sociedades modernas y que transforma por completo los instrumentos de la vida social, económica y cultural, tendría que dejar intactos, en sus formas actuales, los instrumentos de la vida política.

Tampoco se ve la razón por la cual la diversidad de los puntos de vista, fruto de la gran variedad de situaciones sociales y profesionales, del pluralismo ideológico e incluso de tantos saberes parciales, o parcelas del saber, no tenga que llevar consigo una mayor dificultad a la hora de formar un acuerdo nacional suficiente para el funcionamiento armónico de los Parlamentos.

Señoras y señores, ¿existen remedios para esta crisis?

Nosotros no tenemos competencia técnica para ofrecéroslos. Nos, nos contentaremos con exponer ante vosotros las reflexiones que este encuentro Nos ha sugerido.

Nos creemos que nadie debería dudar del benéfico papel que desempeña una institución como el Parlamento para la defensa de la democracia, por el hecho de ser instrumento de equilibrio frente al poder ejecutivo, cuyos dominios y atribuciones pueden tender a ampliarse, y de compensación respecto al nuevo poder "tecnocrático", cuyo influjo no cesa de aumentar. Sin negar los aspectos positivos de la democracia directa y de las nuevas fórmulas de democracia concertada, en la que el Gobierno se esfuerza por entablar el diálogo con las "fuerzas vivas" de la nación, difícilmente se ven los beneficios que podrían seguirse del abandono de la democracia representativa. Con todo, es necesario encontrar la manera de ejercerla conforme a las exigencias de la sociedad moderna y proceder a la renovación y adaptación que se requiere.

Uno de los hechos sociales sobre los que hemos querido llamar la atención en nuestra Carta Apostólica que el año pasado dirigimos al cardenal Roy, es la doble aspiración a la igualdad y a la participación, que Nos presentábamos como “dos formas de la dignidad y de la libertad del hombre" (n.22).

El mundo actual, tan fuertemente opuesto a los formalismos, pone en duda un sistema en el que, según se dice, no estaría asegurada la representación de ciertos actos de su vida concreta mediante un diálogo constante y una presencia más inmediata y continua. Como ya hemos señalado más arriba, la distancia entre el pueblo y el Parlamento – y, más aún, la desaparición de este último – crea un vacío que prepara el camino sea a regímenes autoritarios, véanse dictaduras, sea a sobresaltos revolucionarios, espontáneos o preparados en la clandestinidad, lo cual, y en esto estaréis de acuerdo, entraña un peligro para el bien público.

Para prevenir, pues, estos peligros, la institución parlamentaria debe rodearse de instrumentos competentes y dar prueba de su eficacia. En efecto, dicha institución se impondrá, tanto al Gobierno como a la opinión pública, en la medida en que ambos comprueben la seriedad de sus informaciones y de sus debates.

Repetimos que el objeto principal que debe perseguirse al afrontar estas perspectivas tiene que ser, al que repetirlo, el bien común nacional. ¿Quién podría sostener que las oposiciones ideológicas, las querellas partidistas, el afán de prestigio personal, la defensa prioritaria de intereses particulares, los planes a corto plazo y las motivaciones personales no falsifiquen, con demasiada frecuencia, los debates parlamentarios, en detrimento de la autoridad misma del Parlamento y de sus miembros? Por esta razón, en la crisis actual más que en ningún otro momento, se impone un alto nivel de moralidad individual y colectiva, la conciencia de una común responsabilidad ante el futuro de la nación y la voluntad de llegar a un consensus nacional.

El parlamentario debe aparecer como el artífice del bien de todos, y no como el portavoz de una clientela. Debe esforzarse por satisfacer la totalidad de las necesidades del pueblo, prestando especial atención a las categorías menos favorecidas y silenciosas, aunque su peso electoral sea pequeño. Para ello, sin romper el contacto con las fuerzas vivas del país, tendrá que resistir a las presiones de los grupos de intereses privados, más o menos legítimos, cuya ambición les lleva a veces a servirse del poder para su propio provecho.

Habría que recordar también el papel de la oposición en un régimen parlamentario, con sus derechos – dentro de los límites de lo justo y de lo honesto – a expresarse, a participar normalmente en el control del Gobierno, a informar a la opinión pública. ¿El olvido de estas reglas no desencadena, casi inevitablemente, el recurso de la oposición a medios ocultos para hacer valer sus puntos de vista, con grave perjuicio para el juego regular de las instituciones?

¿Cómo no subrayar la creciente importancia de los nuevos cauces de representación, en torno a los cuales se agrupan los ciudadanos para manifestar sus intereses inmediatos, sus opciones ideológicas y sus proyectos para el futuro? Tales agrupaciones, mientras respeten las reglas democráticas, son legítimas. Y, ¿es que al Parlamento no le interesa tomar conciencia de la realidad que éstas representan y de entablar el diálogo con ellas, seguir sus indagaciones y comprender sus aspiraciones para ayudarles a elevarlas al plano legislativo; sin ceder por ello a presiones demagógicas, ni abdicar de su autonomía o de sus altas responsabilidades, como defensor que es del bien de todos?

Nos no quisiéramos terminar sin confiaros antes uno de los más ardientes deseos de esta Iglesia católica, cuyos miembros se encuentran desparramados por todos los rincones del mundo, y hacia la que convergen los ecos del desorden y de la esperanza de una amplia fracción de la humanidad.

Este deseo Nos lo manifestamos recientemente al secretario general de la UNCTAD, con motivo de la III Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre el Comercio v el Desarrollo: “Nos quisiéramos que sea escuchada la voz de los más necesitados. de esos cientos y cientos de millones de hombres, mujeres y niños que viven al margen de la economía moderna, sufriendo habitualmente de enfermedad, de desnutrición, malas condiciones de alojamiento y de trabajo, de subempleo, de analfabetismo y tantos otros males los cuales impiden participar plenamente en condiciones de igualdad humana" (L'Osservatore Romano. Edición semanal en Lengua Española, 23 de abril de 1972).

A vosotros, parlamentarios de tantas naciones del mundo, Nos nos permitimos haceros la misma exhortación para que, atentos a la creciente solidaridad que va creándose entre los miembros de una misma nación y los de la humanidad entera, trabajéis aportando vuestra generosa contribución a los esfuerzos que están haciéndose, a nivel nacional e internacional, para reducir las injustas desigualdades económicas, sociales y culturales.

¿No es cierto que nuestra humanidad se encuentra sacudida por un fermento que la incita a volver a plantearse el problema de las relaciones entre los individuos, entre los grupos y entre los pueblos, para hacerlas más conformes a las exigencias de la justicia y a la dignidad de la persona humana? ¿No constituye un signo de ello vuestra Conferencia Interparlamentaria, celebrada en Roma, y nuestro encuentro de hoy, así como también los temas inscritos en vuestra agenda?

Insistimos una y otra vez en que la familia humana no dispone todavía de los medios adecuados para llevar a cabo una acción eficaz que responda a las exigencias de nuestro tiempo. Mal nos comprendería el que, al escuchar estas ideas que Nos hemos expresado, creyese que nutrimos poca consideración por las Organizaciones ya existentes. Nos hemos dado, y no cesaremos de dar pruebas inequívocas de Nuestro gran aprecio por la obra que ellas realizan y cuyos frutos no siempre resultan visibles cuando se las enjuicia prematuramente. Sin embargo, la realidad internacional es la que es: los poderes y los medios a disposición de estas instituciones son aquellos que tienen a bien concederles los Estados miembros.

Nos nos limitamos a subrayar la responsabilidad de los hombres políticos, a quienes les incumbe la tarea de regular las relaciones entre los pueblos o de representar a sus respectivos países ante estas organizaciones. La marcha de nuestro mundo hacia el progreso y hacia la unidad exige que los planes particularistas y los afanes de hegemonía cedan el paso a la colaboración para realizar el bien común universal.

Estos hombres políticos deben estar plenamente convencidos de que el bien público de cada uno de sus pueblos no puede ser auténtico si al mismo tiempo no se traduce en beneficio para los demás y para toda la familia humana. Esta tierra, que es "una", pide que deje de ser explotada egoísta y arbitrariamente y que todos y cada uno la amen para el bien de todos v de cada uno.

Para terminar, señoras y señores, Nos os decimos que estamos convencido del importante papel que todavía hoy conservan los Parlamentos. Constituyen, en efecto, la única plataforma sobre la que se puede encontrar solución a los conflictos de grupos, mediante la ley, la ley justa, si ésta se entiende y aplica correctamente – y es precisamente el Parlamento el que desempeña el noble papel de vigilarla – aseguran a largo plazo la igualdad y la participación, realidades a las que aspiran irresistiblemente nuestros contemporáneos.

El Parlamento, al permitir el desarrollo de la vida democrática, favorece, en su seno y a otros diferentes niveles, la búsqueda, la vida y los pacíficos contrastes de opiniones, en el afán por conseguir mayor justicia. Si se quieren defender estos valores, parece llegado realmente el momento para que la acción política lleve a cabo las modificaciones deseadas.

Sólo el futuro dirá si esta apertura de la institución parlamentaria a ciertos interrogantes consentirá a la sociedad, en fase de gestación, que experimente nuevos mecanismos, instituciones y sistemas de representación.

Nos desearíamos que vosotros, señoras y señores, y todos vuestros colegas, dirigieseis vuestra actividad al bien de los hombres que en vosotros han depositado su confianza al encargaros que les representéis. Si así lo hacéis, vuestra actividad será indudablemente portadora de bienestar, de justicia, de progreso y de paz. Por Nuestra parte aseguramos igualmente a todos los creyentes Nuestra plegaria, para que Dios Todopoderoso. les .asista con su luz y con su fuerza.

Nos queremos decir una palabra de saludo a los participantes de habla inglesa. Vuestra visita nos ha proporcionado la ocasión para subrayar la importancia de vuestro trabajo por la causa de la democracia y para el bien común de vuestros países. Nos estamos convencido de que con vuestra entrega y con vuestra pericia sabréis hacer frente al desafío de nuestro tiempo. Y, mientras os aseguramos Nuestra profunda consideración, invocamos sobre vosotros copiosas bendiciones de Dios Todopoderoso.

Al dirigir un deferente saludo a los participantes de lengua castellana, nos complacemos en expresarles Nuestros mejores votos, con el fin de que su actividad constituya una valiosa contribución para el bien de sus propios países y de toda la comunidad humana.

Nos saludamos con simpatía a todos los parlamentarios de lengua alemana que han formado parte en este congreso. Pedimos ansiosamente al Señor que bendiga vuestro importante trabajo y que lo colme de frutos para la prosperidad de vuestro país y para la paz de toda la familia humana; una paz fundada sobre la verdad, la libertad, la justicia y el amor.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.41,  p.1, 2, 8.

 



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