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FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

EXHORTACIONES DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS SACERDOTES Y RELIGIOSOS
DURANTE EL RITO DE LA BENDICIÓN DE LAS CANDELAS

Sala Clementina
Jueves 2 de febrero de 1978

 

¡Hijos queridísimos!

Siguiendo una antigua tradición, representando a los venerables capítulos de las Patriarcales Basílicas de Roma y también a los institutos religiosos masculinos, vosotros traéis hoy un cirio como don al Sucesor de Pedro.

Este gesto lleno de simbolismo litúrgico se realiza en el cuadro de la celebración de hoy que conmemora una de las etapas más importantes de la Encarnación: Jesús, que tiene apenas 40 días, es llevado por María y José a Jerusalén, para ser "ofrecido" a Dios (cf. Lc 2, 22).

Es ésta la primera entrada del Mesías en el Templo, centro de convergencia de las aspiraciones y deseos de los israelitas piadosos (cf. Sal 121 -122-, 1), lugar privilegiado de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Obedeciendo a la ley, Jesús realiza todo lo que había vislumbrado el profeta Malaquías: "... enseguida vendrá a su templo el Señor a quien buscáis, y el ángel de la alianza que deseáis. He aquí que llega, dice Yavé de los ejércitos" (Mal 3, 1).

En las páginas de Lucas, que con toques delicados describe el episodio, en el centro está Cristo, todavía niño, pero presentado como aquel que toma posesión del lugar sagrado, como víctima del sacrificio perfecto que entonces se ofrece y prepara y que pocos años después, en la misma ciudad santa, pero fuera de las puertas (cf. Heb 13, 12), será inmolado por la salvación del mundo.

A su alrededor cuatro personas. Ante todo la Madre que temblorosa y feliz lo tiene en brazos. Ella ha respondido al ángel Gabriel: "He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Ha aceptado plenamente el designio de Dios y con fe firme y fuerte se ha encaminado por el camino trazado por el Altísimo siempre fiel a su Palabra (cf. Lumen gentium, 58, 62, 64).

Está José, el hombre "justo" (cf. Mt 1, 19), que ama y se da en silencio. También él, ante la revelación del ángel ha renunciado a su proyecto de vida y ha aceptado serenamente el que le ha preparado la voluntad misteriosa de Dios, insiriéndose sin vacilación en el camino de su Esposa virginal (cf. Mt 1,24; 2, 14. 21).

Está el anciano Simeón: su vida no ha sido más que una ardiente espera, una escucha atenta de la Palabra de Dios: No conocería la muerte sin haber visto antes al Mesías del Señor. Pero en el Templo, adonde ha ido movido por el Espíritu, ¿qué encuentra, qué ve, qué toca? ¿Quizás al Mesías libertador y triunfante en medio del clamor de las trompetas de la victoria? ¡Todo lo contrario! Sólo un niño hijo de pobres. Y sin embargo Simeón intuye que aquel niño es la "salvación" de Dios, la "luz" de las naciones, la verdadera "gloria de Israel" (cf. Lc 2, 30 s.). Ahora el anciano Simeón que ha realizado el sueño de toda su vida, puede zarpar en paz hacia las riberas de la eternidad.

En fin, está una anciana mujer, Ana. También ella, viuda desde muy joven, ha pasado el resto de su larga vida en la oración y en el ayuno, esperando...

Así pues, en torno a Jesús, en la Presentación están dos hombres y dos mujeres, todos participando, de manera personal y original, en la historia de la salvación, pero todos con una característica común: la fidelidad a la Palabra de Dios, a su voluntad manifestada en la ley o que se trasluce en los acontecimientos de la vida diaria.

Esta actitud, eminentemente evangélica, debe constituir la base de la vida espiritual y eclesial de los cristianos, pero particularmente de vosotros, sacerdotes y religiosos que de manera muy especial os habéis ofrecido a vosotros mismos a Dios, a ejemplo de Cristo, que, entrando en el mundo dijo al Padre: "No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios por el pecado no los recibiste. Entonces yo dije: 'Heme aquí que vengo... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad' " (Heb 10, 5-7). La donación de Jesús al Padre, desde su entrada en el mundo, fue total, definitiva e incondicional. No puede ser diferente la entrega de quien piensa consagrarse o se ha consagrado ya a Dios mediante compromisos que implican radicalmente a la propia persona.

Ante todo, fidelidad a Cristo: El, y sólo El, debe ser el eje central de la vida del cristiano, del sacerdote, del religioso (cf. Flp 1, 21; 1 Cor 2, 2); el amigo auténtico (cf. Jn 15, 14-15); el hermano (cf. Mt 12, 50); aquel por quien merece la pena abandonarlo todo y seguirlo (cf. Mt 8, 22; 19, 21; Mc 2, 14; 8, 34; 10, 21; Lc 5, 27; 18, 22).

Esto comporta fidelidad a su persona, a su enseñanza y a su mensaje sin manipulaciones o correcciones personales, más aún, con la perspectiva concreta de renuncia y sacrificios (cf. Mt 16, 24).

Pero la fidelidad a Cristo "no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia" (Presbyterorum ordinis, 14). En efecto, ¿cómo se puede arrancar a Cristo Esposo de su Esposa inmaculada, la Cabeza de su Cuerpo? "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella"(Ef 5, 25). Amor y fidelidad no a una Iglesia abstracta o utópica, sino a la Iglesia que camina peregrina en medio de las vicisitudes de la historia; la Iglesia comunidad de personas con sus riquezas interiores y con su santidad, pero también con el peso de sus limitaciones y con la peligrosa carga de la libertad.

La fidelidad a Cristo y a la Iglesia se realiza en la fidelidad a la propia vocación. A los muchos religiosos presentes y a todos aquellos esparcidos por el mundo queremos repetirles en esta circunstancia el público reconocimiento del Concilio Vaticano II: "El sagrado Sínodo confirma y alaba a los varones y mujeres, a los hermanos y hermanas que en los monasterios, o en las escuelas y hospitales, o en las misiones, hermosean a la Esposa de Cristo con la perseverante y humilde fidelidad en la susodicha consagración y prestan a todos los hombres los más generosos y variados servicios"(Lumen gentium, 46).

Para vosotros, religiosos, la perseverante y humilde fidelidad a la consagración se explica y se manifiesta en el amor, en la estima, en la realización diaria de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia.

Nos complace notar que en el episodio evangélico de la "Presentación en el Templo", Lucas subraya precisamente estas tres típicas virtudes evangélicas presentes y operantes en los protagonistas.

La pobreza: María y José se ven obligados por su situación económica a hacer a Dios la ofrenda de los pobres.

La pureza: Virgen la Madre de Jesús; virgen su esposo José; la anciana Ana, elogiada por su casta viudedad.

La obediencia: María y José obedecen la. ley; Simeón y Ana son dóciles a la moción del Espíritu.

¡Hijos queridísimos! Que el cirio que nos ofrecéis sea símbolo no sólo de vuestra fe, sino también de vuestra fidelidad; que ésta sea luminosa, serena, fuerte, activa; que guíe los pensamientos, los propósitos, los proyectos, las iniciativas. Jesús, "el Primero y el Ultimo" susurra en nuestros oídos las consoladoras palabras: "Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida" (Ap 2, 10). Y así sea.

 



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