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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII 

«EN ESTE SOLEMNE»*

Domingo 27 de octubre de 1940

 

A los católicos de todo el Perú reunidos en la ciudad de Arequipa para el Congreso Eucarístico

En este solemne día que Nuestro incomparable Predecesor Pío XI consagró a Cristo, Rey inmortal e invisible de los siglos, triunfa la real soberanía del Redentor del mundo, y vosotros triunfáis en Él por vuestra fe, por vuestra esperanza y por aquel amor que supera la fe y la esperanza y os estrecha en Él con una unión mística que imita la suya con el divino Padre. En este triunfo Nos es sobremanera grato elevar la voz de Nuestro gozo paterno y levantar Nuestra mano bendiciente en medio de los aplausos, de los cantos, de los himnos, de la santa alegría que os hacen vibrar en Cristo, a quien ya en el primer Congreso Eucarístico Nacional saludabais y aclamabais con el grito : «Señor, tuyos somos; Cristo Rey, Tu sólo reinarás en el Perú; sólo a Ti te queremos servir».

En Lima, Ciudad de los Reyes, centro de vuestra nación, a la cual la gran Madre patria, la católica España, llevó los preciosos tesoros de la fe, de la civilización cristiana y de la lengua, elegisteis Rey vuestro a Cristo, Rey invisible de los sagrados tabernáculos, y jurasteis en vuestras almas servirle a El sólo. Ante El se inclinaron las más altas dignidades del Estado, penetradas como estaban de que ante el Creador del universo, Salvador del género humano, y divino «Pastor y Obispo de vuestras almas» (1P 2, 25), humillarse es exaltarse, servir es reinar, seguir su ley es llevar a los pueblos a la grandeza moral, civil, social, a la paz más firme y a la gloria más noble. En la fúlgida y ardiente luz de fe y de amor a Cristo, apuntasteis entonces por la voz de vuestro Metropolitano y con júbilo del dignísimo Pastor de esa ciudad la aurora de esta jornada de Arequipa, para renovar en un segundo triunfo eucarístico del Rey divino el regocijo de vuestras almas y la exaltación del gran misterio del altar. Reafirmad hoy vuestro grito de Lima; repetid a Cristo la promesa solemne de vuestro servicio, y de vuestra entrega total.

Triunfe también en Arequipa la fe robusta de la capital de vuestra República. Es la fe de Roma; y ¿no ha merecido Arequipa, cuna de la Sierva de Dios Ana de los Ángeles Monteagudo, esplendor de la orden dominicana y orgullo de la nación entera, el título de la «la Roma del Perú»? Sí; Nuestra fe es la vuestra, y Nos nos postramos con vosotros para adorar a Cristo Rey en el sacramento, unidos a vosotros, a través del océano, por la voz de Nuestros labios y por los latidos de Nuestro corazón, en una visión que os abraza a todos, hijos queridos de la amada tierra del Perú, instruidos en la escuela de las cosas celestiales, guiados a los pastos salutíferos por vuestros eximios Pastores, y hoy reunidos en torno a la persona de Nuestro Legado.

De esta fe católica romana estuvieron animados y con ella vivieron y crecieron vuestros padres y gobernantes, quienes al pie del altar de Cristo, Dios presente y escondido bajo los velos eucarísticos, se inflamaron en el ardor y en el celo de los santos. ¿No es acaso junto al divino tabernáculo donde florecen ]os lirios de los valles y las rosas de Jericó? ¿No despuntó y se abrió en el jardín de Lima, cual flor primera de santidad de toda la América, cándida como azucena y purpúrea como rosa, la admirable Rosa de Santa María que en el retiro y entre las espinas de la penitencia, emuló el ardor de una Catalina de Sena? El orgullo de esta fe exalta vuestro nombre y hace sagradas muchas páginas de vuestra historia; esa fe elevó sobre los vestigios de la civilización precolombina y sobre las salvajes soledades y hasta más allá de las vertiginosas cimas de vuestros montes, el espíritu misionero que, regenerándolos romanamente, trasformó aquellos pueblos idólatras en devotos hijos de la Esposa de Cristo. Bajo el azul cielo peruano, desde las grandes ciudades a las humildes aldeas, la divina Eucaristía dominó soberana por la abundancia de iglesias, por el número de sacerdotes y religiosos, por el sagrado esplendor de arte que brilla en tabernáculos, ciborios y ostensorios, que aun hoy día son la admiración de los visitantes.

Junto con la alabanza y glorificación de Cristo queréis también, amados hijos de Arequipa, santificar la conmemoración del cuarto siglo de la fundación de vuestra ciudad, poniendo a Dios, Rey inmortal de los siglos, en el arranque del nuevo siglo que se abre; mientras toda la nación peruana se enciende en Arequipa en una fe más firme, en una esperanza más segura, en un amor más férvido por el triunfo solemne de Cristo, preparado por vosotros con celo tan ardiente, con piedad tan solícita y con tan múltiples sacrificios.

Así el triunfo de Cristo Rey, Dios del Altar, corona cuatro siglos de fe y devoción, iniciadas en vuestros padres y continuadas en vosotros, y hace más bella y luminosa la aurora de los nuevos tiempos consagrados por el refulgente esplendor de la Hostia Santa de paz y de amor, verda­dero e inefable prodigio del Rey de Reyes y Señor de los que dominan.

Triunfe, pues, en vosotros la fe que obra por la caridad. Exaltad cuanto podáis a este Rey y Señor del más augusto misterio, porque Él es superior a toda alabanza: Quantum potes, tantum ande, quia maior omni laude, nec laudare sufficis [1]: porque Él es caridad, porque Él es fuego devorador (Dt 4, 24).

Glorificadlo en vosotros con ese amor que os hace vibrar ante Él, que disipa las sombras de vuestro camino, que purifica los anhelos de vuestro corazón, que enseñorea las pasiones, que os eleva sobre la corrupción del mundo, que os equipara a los ángeles, que os sublima en aquel fuego que Cristo vino a encender en la tierra. Triunfe Cristo en sus predilectos, los pequeñuelos; triunfe en la juventud estudiosa por la fe que vence las insidias de la incredulidad; triunfe en la familia con el sagrado vínculo que ordena y hace santo el amor en la gloria de los hijos; triunfe en la Acción Católica, palestra de apostolado de los seglares bajo la dirección de los sagrados pastores; triunfe en entrambos cleros, a fin de que resplandezca en ellos la luz de la piedad, del celo, del espíritu de abnegación, de las virtudes sacerdotales y religiosas para edificación y salud de los fieles.

Sea vuestro orgullo la instrucción religiosa, el pensamiento cristiano en las páginas de la prensa, en la lucha por la verdad y por la pureza de la fe católica contra las subrepticias y deformadoras insinuaciones del error que turba y pervierte la sencillez del pueblo cristiano. Que en este crecer de vuestra fe y de vuestro celo por la causa de Cristo, Rey de las almas por Él redimidas, sea la oración el arma más asidua y garante de victoria: vuestra oración, la de vuestros hijos y la del pueblo entero ante Aquel que es tesoro y fuente de toda fuerza, Dios de los ejércitos y Príncipe de la paz. Pedidle a Él a una con Nos, Venerables Hermanos y queridos hijos, pedidle constantemente para vosotros y para todo el mundo esta paz, voto cotidiano y anhelo insaciable de Nuestro ánimo y de la Esposa de Cristo; mientras con toda la efusión de Nuestro paterno afecto, desde esta colina vaticana, consagrada por la tumba del Príncipe de los Apóstoles, implorando la intercesión de santa Rosa de Lima, de los santos Toribio de Mogrevejo y Francisco Solano, de los beatos Martín de Porres y Juan Masías, os bendecimos a vosotros, a vuestros insignes Pastores, Hermanos nuestros, a las altas dignidades del Estado y a toda la querida nación peruana.


* AAS 32 (1940) 429-432

[1] Seq. in festo Ssmmi Corp. Christi.

   



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