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HOMILÍA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE
DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON LOS OBISPOS ARGENTINOS


Buenos Aires
Viernes 9 de noviembre de 2007

Queridos hermanos en el episcopado:

En la basílica de san Juan de Letrán, en la ciudad eterna, tiene su cátedra el Obispo de Roma como Sucesor de san Pedro. Al celebrar hoy la fiesta de su Dedicación, nuestro pensamiento y nuestra oración se dirigen con afecto al Papa Benedicto XVI, que ahora es su titular.

El 7 de mayo de 2005, cuando el Santo Padre hizo su entrada solemne en aquel hermoso templo romano, cabeza y madre de todas las Iglesias, decía en su homilía que "desde lo alto de esa cátedra, el Obispo de Roma debe repetir constantemente: Dominus Iesus, "Jesús es el Señor"" (Rm 10, 9; 1 Co 12, 3). Y añadía: "El Obispo de Roma se sienta en su cátedra para dar testimonio de Cristo" (7 de mayo de 2005).

También nosotros, puestos por el Espíritu Santo como sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio episcopal, no tenemos otra misión que la de ser mensajeros de Cristo, cabeza y salvador del género humano. Por tanto, en el centro de nuestra vida y ministerio está Cristo, al que nosotros, junto con el Sumo Pontífice y bajo su autoridad, hemos de seguir, imitar y representar. Sabemos que Cristo nos ha elegido, nos ha consagrado con su unción y nos ha enviado a proclamar a todos el Evangelio, a santificar a los hombres con los sacramentos y a que seamos signos vivos de su presencia en medio de la Iglesia y el mundo. La grey que nos ha sido encomendada espera ver en nosotros, por encima de todo, un fiel reflejo de Cristo.

Para ser testigos creíbles de Cristo se necesita una gran confianza en Dios, la cual se alimenta de la oración y de la humildad que, a semejanza de san Pablo, nos hace exclamar: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4, 13). La certeza de que Cristo camina a nuestro lado nos recuerda que las pruebas, que a menudo se nos presentan, nunca superarán nuestras fuerzas. Por consiguiente, no nos sintamos abandonados, ya que —como enseñaba el Papa Juan Pablo II—, "si debe decirse que un obispo nunca está solo, puesto que está siempre unido al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, se debe añadir también que nunca se encuentra solo, porque está unido siempre y continuamente a sus hermanos en el episcopado y a quien el Señor ha elegido como Sucesor de Pedro" (Pastores gregis, 8). Que esta convicción anime siempre nuestra entrega generosa a la misión pastoral que nos ha sido encomendada.

En virtud de estos lazos que nos unen a Cristo y entre nosotros, permítanme, queridos hermanos, que les salude con afecto y les manifieste mi reconocimiento, que deseo hacer extensivo a todas sus Iglesias particulares y a todos los que, de una u otra forma, trabajan en la sede de esta Conferencia episcopal. Que esta institución sea siempre ese espacio en el que ustedes hallen serenidad y aliento. Que esta casa siga siendo un ámbito de encuentro y fraternidad, un lugar donde ustedes puedan, con sencillez y franqueza, compartir sus proyectos pastorales y concordar propuestas para afrontar con lucidez los retos que se le plantean a la Iglesia en Argentina.

Ustedes son muy conscientes de que entre las tareas del obispo, que en el momento presente requieren una atención mayor, está la de sembrar la verdad revelada, que no es una simple teoría, ni un sistema ideológico, sino que es la palabra de Cristo que vive entre nosotros y conduce con su fuerza a la Iglesia. Si el mundo, de diversas maneras, ignora a Cristo o deforma su imagen al considerarlo como alguien que atenaza la libertad del hombre, o lo reduce a una vana ilusión, es misión del obispo, como hombre de Dios, presentar al verdadero Cristo que, con su pasión, muerte y resurrección, vino a devolver a cada persona su auténtica dignidad y a mostrarle la grandeza de la vocación a la que está llamada.

A nosotros, como pastores del pueblo de Dios, nos toca alimentar a nuestros fieles con la riqueza del Evangelio y ayudarles a experimentar el gozo que entraña ser discípulos y misioneros de Cristo. Hemos de elevar nuestra voz para que no se olvide que, en él, el ser humano descubre y acepta su condición de criatura y recupera su verdadera consistencia. Iluminados por las lecturas de esta misa, no nos cansemos de testimoniar que Cristo es el agua que renueva la existencia humana, como proclama el profeta Ezequiel (cf. Ez 47, 1-2); que Cristo es refugio, fortaleza y ayuda en los peligros, como hemos escuchado en el Salmo (cf. Sal 43, 2-3); que Cristo es el fundamento en el que las personas pueden anclar su esperanza y los pueblos asentar sus principios, como escribía san Pablo a los Corintios (1 Co 3, 9-17); que Cristo es quien revela al hombre el verdadero rostro de Dios. Su vida no terminó en el sepulcro sino que, tras sufrir el escarnio de la Pasión, resucitó y está sentado a la derecha del Padre e intercede continuamente por nosotros, que somos templos suyos (cf. Jn 2, 13-22).

Nosotros somos heraldos de Cristo y de él hemos recibido, como una de nuestras principales funciones, la de ser maestros y doctores de la fe. No han de ser, pues, nuestras ideas las que hemos de inculcar en el corazón de nuestros fieles, sino el misterio de Cristo en su integridad (cf. Christus Dominus, 12). Este cometido exige, como bien saben, una compenetración total con la palabra de Dios, la cual ha de ser estudiada y meditada con asiduidad antes de ser proclamada, pues de lo contrario se corre el riesgo de caer en alteraciones sesgadas o en superficialidades estériles. En este sentido, el predicador no puede olvidar que la tentación de sucumbir al oportunismo o a las adaptaciones impropias del mensaje revelado solamente se vence con la obediencia fiel a la palabra de Dios. Por consiguiente, anunciar el Evangelio es ante todo un servicio que ha de prestarse sin sed de protagonismo, sino con paciencia, afán de edificar y mucha humildad.

Como hemos escuchado en la primera lectura, no eran unas aguas cualesquiera las que sanaban todo lo que encontraban a su paso, y hacían germinar las orillas del torrente, sino las aguas que brotaban del templo de Jerusalén (cf. Ez 47, 1-12). De la misma manera, no son los sistemas ideológicos o las modas pasajeras lo que redime al hombre, sino que es la verdad de Cristo, transmitida por boca del predicador, la que sana plenamente el corazón, liberándolo de todas las ataduras que lo esclavizan. La sociedad sedienta de Dios y el pueblo cristiano han de poder encontrar siempre esta verdad en las enseñanzas de sus pastores, pues esta misma verdad es la que guía al hombre hacia la vida plena. Sólo la verdad de Cristo es la que hace posible que nuestros hermanos, agobiados con frecuencia por mil preocupaciones, descubran que Dios los ama, los sostiene e impulsa a construir un mundo más fraterno, justo y solidario. El pueblo argentino ha construido su identidad a partir de la primera evangelización. Hoy los evangelizadores del siglo XXI hemos de seguir construyendo sobre este sólido fundamento, inspirados por el Espíritu Santo.

En esta hermosa labor, los obispos hemos de contar con la colaboración inapreciable de los sacerdotes y diáconos, y también con la de los religiosos y religiosas, que con su ejemplo revelan de modo eximio la belleza de Dios y su ternura con los hombres. Esto será de gran ayuda y estímulo a los seminaristas en su preparación para el ministerio sacerdotal y también para quienes se forman para la vida consagrada, los cuales son un don precioso del Señor que se ha de cuidar con gran solicitud y esmero.

Una especial atención se ha de prestar a los catequistas, procurando que su formación esté basada en sólidos principios teológicos y morales, que después han de transmitir a sus alumnos. Se ha de ayudar a las familias cristianas para que los hogares sean santuarios de la vida y escuela del verdadero amor en la sociedad actual. Es necesario, además, fomentar la pastoral y el acompañamiento de los enfermos, para que con sus sufrimientos se identifiquen con Cristo doliente. Al mismo tiempo, hay que alentar incansablemente a tantos hombres y mujeres de buena voluntad, que por su fe quieren ser sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5, 13-14).

Me consta que ustedes están muy cerca de todos ellos y para todos quieren tener una palabra de apoyo y esperanza, así como un gesto entrañable de cercanía, siendo conscientes de que —como escribía el Papa Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi—, "el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio" (n. 41).

No dudo de que ustedes en su oración encomiendan a todas estas personas al Señor, presentando sus anhelos, proyectos, alegrías y dificultades. Como enseña san Pablo, rueguen también por los gobernantes y por quienes ejercen alguna autoridad en esta noble patria argentina, pidiendo al Señor que le conceda largos días de paz, junto con el respeto de la justicia, y fomentando el entendimiento mutuo y la solidaridad fraterna. Con ello se pone de manifiesto, una vez más, que la oración no aleja al pastor de su pueblo, sino que le ayuda a practicar la misericordia, comprendiendo mejor a todos y siendo cada vez más sensible a sus necesidades, como señala el Papa Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est (cf. n. 7).

Por mi parte, deseo reiterarles que me siento espiritualmente unido a todos y a cada uno de ustedes. Les tendré muy presentes en mi plegaria, implorando también para sus comunidades diocesanas abundantes dones celestiales y poniendo bajo la intercesión de Nuestra Señora de Luján el camino que está recorriendo la Iglesia que peregrina en Argentina. Amén.

 

 

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