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MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS FALLECIDOS
DURANTE LOS ÚLTIMOS DOCE MESES

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Jueves 5 de noviembre de 2009

 

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

"¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!". Las palabras del Salmo 122 que acabamos de cantar nos invitan a levantar la mirada del corazón hacia la "casa del Señor", hacia el cielo, donde misteriosamente está reunido, en la visión beatífica de Dios, el ejército de todos los santos que la liturgia nos hizo contemplar hace algunos días. A la solemnidad de todos los santos siguió la conmemoración de todos los fieles difuntos. Estas dos celebraciones, vividas en un profundo clima de fe y de oración, nos ayudan a percibir mejor el misterio de la Iglesia en su totalidad y a comprender cada vez más que la vida debe ser una espera continua y vigilante, una peregrinación hacia la vida eterna, cumplimiento último que da sentido y plenitud a nuestro camino terreno. "Ya están pisando nuestros pies" (v.2) los umbrales de la Jerusalén celestial.

Ya han alcanzado esta meta definitiva los cardenales difuntos: Avery Dulles, Pio Laghi, Stéphanos II Ghattas, Stephen Kim Sou-Hwan, Paul Joseph Pham Ðình Tung, Umberto Betti, Jean Margéot, y los numerosos arzobispos y obispos que nos han dejado durante este último año. Los recordamos con afecto y damos gracias a Dios por el bien que hicieron. En su sufragio ofrecemos el sacrificio eucarístico, reunidos, como cada año, en esta basílica vaticana. Pensamos en ellos en la comunión, real y misteriosa, que a los peregrinos en esta tierra nos une con todos los que nos han precedido en el más allá, seguros de que la muerte no rompe los lazos de fraternidad espiritual sellados por los sacramentos del Bautismo y del Orden.

Nos complace reconocer en estos venerados hermanos nuestros a los siervos de los que habla la parábola evangélica proclamada hace poco: siervos fieles, a los que el señor, al volver de la boda, encuentra despiertos y preparados (cf. Lc12,36-38); pastores que han servido a la Iglesia asegurando a la grey de Cristo el cuidado necesario; testigos del Evangelio que, con la variedad de dones y de tareas, han dado prueba de vigilancia laboriosa y de generosa entrega a la causa del reino de Dios. Cada celebración eucarística, en la que también ellos participaron tantas veces, primero como fieles y más tarde como sacerdotes, anticipa con la máxima elocuencia lo que prometió el Señor: él mismo, sumo y eterno Sacerdote, hará sentar a la mesa a sus siervos y los irá sirviendo (cf. Lc 12, 37). En la Mesa eucarística, banquete nupcial de la nueva alianza, Cristo, Cordero pascual se convierte en alimento para nosotros, destruye la muerte y nos da su vida, la vida sin fin. Hermanos y hermanas, permanezcamos también nosotros despiertos y en vela, que el señor nos encuentre así al volver de la boda, entrada la noche o de madrugada (cf. Lc 12, 38). De ese modo también nosotros, como los siervos del Evangelio, seremos dichosos.

"Las almas de los justos están en las manos de Dios" (Sb 3, 1). La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, habla de justos perseguidos, llevados injustamente a la muerte. Aunque su muerte —subraya el autor sagrado— se produzca en circunstancias humillantes y dolorosas, que parecen una desgracia, en verdad para quienes tienen fe no es así: "están en paz" y, aunque a los ojos de los hombres hayan sufrido castigos, "su esperanza está llena de inmortalidad"(vv.3-4). Separarse de los seres queridos es doloroso; el hecho de la muerte es un enigma cargado de inquietud, pero para los creyentes, comoquiera que suceda, siempre está iluminado por la "esperanza de la inmortalidad". La fe nos sostiene en esos momentos humanamente llenos de tristeza y de desconsuelo: "La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma —recuerda la liturgia—; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo" (Prefacio de difuntos). Queridos hermanos y hermanas, sabemos bien y lo experimentamos en nuestro camino, que en esta vida no faltan dificultades y problemas, pasamos por situaciones de sufrimiento y de dolor, por momentos difíciles de comprender y aceptar. Pero todo adquiere valor y significado si lo consideramos desde la perspectiva de la eternidad. Las pruebas, si las acogemos con paciencia perseverante y las ofrecemos por el reino de Dios, redundan en beneficio espiritual ya en esta vida y sobre todo en la futura, en el cielo. En este mundo estamos de paso y somos probados como el oro en el crisol, afirma la Sagrada Escritura (cf. Sb 3, 6). Asociados misteriosamente a la pasión de Cristo, podemos hacer de nuestra existencia una ofrenda agradable a Dios, un sacrificio voluntario de amor.

El salmo responsorial y la segunda lectura, tomada de la primera carta de san Pedro, se hacen eco de las palabras del libro de la Sabiduría. Por un lado, el Salmo 122, retomando el canto de los peregrinos que van a la ciudad santa y después de un largo camino llegan llenos de alegría a sus umbrales, nos proyecta en el clima de fiesta del Paraíso; por otro, san Pedro nos exhorta a mantener viva en el corazón, durante nuestra peregrinación en esta tierra, la perspectiva de la esperanza, de una "esperanza viva" (1, 3). Frente a la inevitable caducidad de la escena de este mundo —observa— se nos hace la promesa de "una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible" (1, 4), porque Dios nos ha regenerado, en su gran misericordia, "mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos" (1, 3). Por este motivo debemos estar "rebosantes de alegría", aunque por algún tiempo debamos sufrir diversas pruebas. Porque si perseveramos en el bien, nuestra fe, purificada por muchas pruebas, resplandecerá un día en todo su esplendor y redundará en nuestra alabanza, gloria y honor cuando Jesús se manifieste en su gloria. Esta es la razón de nuestra esperanza, que ya nos colma "de alegría inefable y gloriosa", mientras estamos en camino hacia la meta de nuestra fe: la salvación de las almas (cf. vv. 6-8).

Queridos hermanos y hermanas, con estos sentimientos queremos encomendar a la Misericordia divina a estos cardenales, arzobispos y obispos, con los cuales trabajamos juntos en la viña del Señor. Que el Padre celestial los acoja en su reino eterno, liberados definitivamente de lo que queda en ellos de la fragilidad humana, y les conceda el premio prometido a los servidores buenos y fieles del Evangelio. Que la Virgen santísima los acompañe con su materna solicitud y les abra las puertas del Paraíso. Que la Virgen María nos ayude también a nosotros, todavía peregrinos en esta tierra, a mantener la mirada fija en la patria que nos espera; nos aliente a estar preparados, "con nuestros lomos ceñidos y las lámparas encendidas" para acoger al Señor "en cuanto llegue y llame" (cf. Lc 12, 35-36). A cualquier hora y en cualquier momento. Amén.



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