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CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON OCASIÓN DE LA APERTURA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL
PARA ORIENTE MEDIO DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Domingo 10 de octubre de 2010

 

Venerados hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

La celebración eucarística, acción de gracias a Dios por excelencia, está marcada hoy para nosotros, reunidos ante el sepulcro de San Pedro, por un motivo extraordinario: la gracia de ver reunidos por primera vez en una Asamblea sinodal, alrededor del Obispo de Roma y Pastor Universal, a los obispos de la región medioriental. Este singular acontecimiento demuestra el interés de toda la Iglesia por la valiosa y amada porción del pueblo de Dios que vive en Tierra Santa y en todo Oriente Medio.

Ante todo elevamos nuestra acción de gracias al Señor de la historia porque ha permitido siempre, pese a acontecimientos con frecuencia difíciles y dolorosos, la continuidad de la presencia de los cristianos en Oriente Medio desde los tiempos de Jesús hasta hoy. En esas tierras la única Iglesia de Cristo se expresa en la variedad de las tradiciones litúrgicas, espirituales, culturales y disciplinarias de las seis venerables Iglesias orientales católicas sui iuris, así como en la tradición latina. El fraterno saludo, que dirijo con gran afecto a los Patriarcas de cada una de ellas, quiere extenderse en este momento a todos los fieles encomendados a su solicitud pastoral en los respectivos países y también en la diáspora.

En este domingo 28º del tiempo ordinario, la Palabra de Dios ofrece un tema de meditación que se aproxima de manera significativa al acontecimiento sinodal que hoy inauguramos. La lectura continua del Evangelio de san Lucas nos lleva al episodio de la curación de los diez leprosos, de los cuales uno solo, un samaritano, vuelve atrás para dar gracias a Jesús. En relación con este texto, la primera lectura, tomada del segundo libro de los Reyes, relata la curación de Naamán, jefe del ejército arameo, también él leproso, que fue curado sumergiéndose siete veces en las aguas del río Jordán, como le ordenó el profeta Eliseo. Naamán también retorna adonde el profeta y, reconociendo en él al mediador de Dios, profesa su fe en el único Señor. Dos enfermos de lepra, por lo tanto, dos hombres no judíos, que se curan porque creen en la palabra del enviado de Dios. Se curan en el cuerpo, pero se abren a la fe y esta los cura en el alma, es decir, los salva.

El salmo responsorial canta esta realidad: «Yahvé ha dado a conocer su salvación, ha revelado su justicia a las naciones; se ha acordado de su amor y su lealtad para con la casa de Israel» (Sal 98, 2-3). Aquí está entonces el tema: la salvación es universal pero pasa a través de una mediación determinada, histórica: la mediación del pueblo de Israel, que se convierte luego en la de Jesucristo y de la Iglesia. La puerta de la vida está abierta para todos pero, justamente, es una «puerta», es decir un pasaje definido y necesario. Lo afirma sintéticamente la fórmula paulina que hemos escuchado en la segunda carta a Timoteo: «La salvación que está en Cristo Jesús» (2 Tm 2, 10). Es el misterio de la universalidad de la salvación y al mismo tiempo de su vínculo necesario con la mediación histórica de Jesucristo, precedida por la del pueblo de Israel y prolongada por la de la Iglesia. Dios es amor y quiere que todos los hombres participen de su vida; para realizar este designio él, que es uno y trino, crea en el mundo un misterio de comunión humano y divino, histórico y trascendente: lo crea con el «método» —por decirlo así— de la alianza, vinculándose con amor fiel e interminable a los hombres, formando un pueblo santo que se convierta en una bendición para todas las familias de la tierra (cf. Gn 12, 3). Se revela así como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6), que quiere llevar a su pueblo a la «tierra» de la libertad y de la paz. Esta «tierra» no es de este mundo; todo el designio divino sobrepasa a la historia, pero el Señor lo quiere construir con los hombres, por los hombres y en los hombres, a partir de las coordenadas de espacio y tiempo en las que ellos viven y que él mismo ha dado.

De dichas coordenadas forma parte, con su especificidad, lo que nosotros llamamos «Oriente Medio». Dios también ve esta región del mundo desde una perspectiva distinta, podríamos decir «desde lo alto»: es la tierra de Abraham, de Isaac y de Jacob; la tierra del éxodo y del regreso del exilio; la tierra del templo y de los profetas; la tierra en la que el Hijo Unigénito nació de María, donde vivió, murió y resucitó; la cuna de la Iglesia, constituida para llevar el Evangelio de Cristo hasta los confines del mundo. Y también nosotros, como creyentes, miramos a Oriente Medio con esta mirada, desde el punto de vista de la historia de la salvación. Es la perspectiva interior que me ha guiado en los viajes apostólicos a Turquía, Tierra Santa —Jordania, Israel, Palestina— y Chipre, donde he podido conocer de cerca las alegrías y las preocupaciones de las comunidades cristianas. Por eso también he acogido de buen grado la propuesta de los patriarcas y obispos de convocar una Asamblea sinodal para reflexionar juntos, a la luz de las Sagradas Escrituras y de la Tradición de la Iglesia, sobre el presente y el futuro de los fieles y las poblaciones de Oriente Medio.

Mirar esa parte del mundo desde la perspectiva de Dios significa reconocer en ella la «cuna» de un designio universal de salvación en el amor, un misterio de comunión que se cumple en la libertad y, por tanto, pide a los hombres una respuesta. Abraham, los profetas, la Virgen María son los protagonistas de esta respuesta, que tiene su último cumplimiento en Jesucristo, hijo de esa misma tierra, pero que bajó del cielo. De él, de su corazón y de su Espíritu, nació la Iglesia, que es peregrina en este mundo, pero que le pertenece. La Iglesia está constituida para ser, en medio de los hombres, signo e instrumento del único y universal proyecto salvífico de Dios; cumple esta misión sencillamente siendo ella misma, es decir, «comunión y testimonio», como reza el tema de la Asamblea sinodal que se abre hoy, y que hace referencia a la célebre definición que da san Lucas de la primera comunidad cristiana: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Sin comunión no puede haber testimonio: el gran testimonio es precisamente la vida de comunión. Lo dijo claramente Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). Esta comunión es la vida misma de Dios que se comunica en el Espíritu Santo, mediante Jesucristo. Es, por tanto, un don, no algo que ante todo tenemos que construir con nuestras fuerzas. Y es precisamente por esto por lo que interpela nuestra libertad y espera nuestra respuesta: la comunión nos pide siempre la conversión, como don que debe ser acogido y cumplido cada vez mejor. Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran pocos. Nadie habría podido imaginarse lo que ocurrió después. Y la Iglesia vive siempre de esa misma fuerza que la hizo ponerse en marcha y crecer. Pentecostés es el acontecimiento originario, pero también es un dinamismo permanente, y el Sínodo de los obispos es un momento privilegiado en el que se puede renovar en el camino de la Iglesia la gracia de Pentecostés, a fin de que la Buena Nueva sea anunciada con franqueza y pueda ser acogida por todas las gentes.

Por consiguiente, la finalidad de esta Asamblea sinodal es sobre todo pastoral. Aunque no podemos ignorar la delicada y, a veces, dramática situación social y política de algunos países, los pastores de las Iglesias en Oriente Medio desean concentrarse en los aspectos relacionados con su misión. A este respecto el Instrumentum laboris, elaborado por un Consejo pre-sinodal a cuyos miembros agradezco vivamente el trabajo realizado, subraya esta finalidad eclesial de la Asamblea, evidenciando su intención de reavivar la comunión de la Iglesia católica en Oriente Medio bajo la guía del Espíritu Santo. Ante todo en el interior de cada Iglesia, entre sus miembros: patriarcas, obispos, sacerdotes, religiosos, personas de vida consagrada y laicos. Y, después, en las relaciones con las demás Iglesias. La vida eclesial, fortalecida de este modo, verá producir unos frutos muy positivos en el camino ecuménico con las otras Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Oriente Medio. Es una ocasión propicia, además, para proseguir de forma constructiva el diálogo tanto con los judíos, con los cuales nos une de forma indisoluble la larga historia de la Alianza, como con los musulmanes. Los trabajos de la Asamblea sinodal están orientados también al testimonio de los cristianos en ámbito personal, familiar y social. Esto exige que se refuerce su identidad cristiana mediante la Palabra de Dios y los Sacramentos. Todos deseamos que los fieles sientan la alegría de vivir en Tierra Santa, tierra bendecida por la presencia y por el glorioso misterio pascual del Señor Jesucristo. A lo largo de los siglos esos Lugares han atraído a multitud de peregrinos y, también, a comunidades religiosas masculinas y femeninas que han considerado un gran privilegio poder vivir y dar testimonio en la Tierra de Jesús. A pesar de las dificultades, los cristianos de Tierra Santa están llamados a reavivar la conciencia de ser piedras vivas de la Iglesia en Oriente Medio, en los Lugares santos de nuestra salvación. Pero vivir de forma digna en la propia patria es, antes que nada, un derecho humano fundamental: por ello, es necesario favorecer las condiciones de paz y justicia, indispensables para un desarrollo armonioso de todos los habitantes de la región. Todos, por lo tanto, están llamados a dar su contribución: la comunidad internacional, favoreciendo un camino fiable, leal y constructivo hacia la paz; las religiones presentes de forma mayoritaria en la región, promoviendo los valores espirituales y culturales que unen a los hombres y excluyen toda expresión de violencia. Los cristianos seguirán dando su contribución no sólo con las obras de promoción social, como los institutos de educación y de salud sino, y sobre todo, con el espíritu de las Bienaventuranzas evangélicas, que anima a la práctica del perdón y la reconciliación. Con este compromiso tendrán siempre el apoyo de toda la Iglesia, como testifica de forma solemne la presencia aquí de los delegados de los Episcopados de otros continentes.

Queridos amigos, encomendemos los trabajos de la Asamblea sinodal para Oriente Medio a los numerosos santos y santas de esta tierra bendita; invoquemos sobre ella la constante protección de la santísima Virgen María, para que las próximas jornadas de oración, reflexión y comunión fraterna sean portadoras de buenos frutos para el presente y el futuro de las queridas poblaciones de Oriente Medio. A ellas dirigimos de todo corazón el saludo de buen augurio: «Paz para ti, paz para tu casa y paz para todo lo tuyo» (1 Sm 25, 6).



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