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 MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO DEL LAICADO CATÓLICO DE ASIA

[SEÚL, 31 DE AGOSTO-5 DE SEPTIEMBRE DE 2010]

 

Al venerable hermano
Cardenal Stanislaw Rylko
Presidente del Consejo pontificio para los laicos

Me alegra saber que del 31 de agosto al 5 de septiembre se va a celebrar en Seúl el Congreso del laicado católico de Asia. Le ruego que tenga la bondad de transmitir mis más cordiales saludos y mis mejores deseos a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, y a los laicos de Asia reunidos en asamblea para esta importante iniciativa pastoral, promovida por el Consejo pontificio para los laicos. El tema elegido para el Congreso —«Anunciar a Jesucristo en Asia hoy»— es muy oportuno, y estoy seguro de que alentará y orientará a los fieles laicos del continente a dar testimonio con alegría del Señor resucitado y de la verdad vivificadora de su santa Palabra.

Asia, patria de dos tercios de la población mundial, cuna de grandes religiones y tradiciones espirituales, y de distintas culturas, actualmente está viviendo procesos de crecimiento económico y de transformación social sin precedentes. Los católicos asiáticos están llamados a ser signo y promesa de la unidad y la comunión —comunión con Dios y entre los hombres— que anhela toda la familia humana y que sólo Cristo hace posible. Como teselas del mosaico de los diferentes pueblos, culturas y religiones del continente, se les ha confiado una gran misión: ser testigos de Jesucristo, el Salvador universal de la humanidad. Este es el servicio supremo y el mayor don que la Iglesia puede ofrecer al pueblo de Asia, y tengo la esperanza de que este congreso represente un renovado estímulo y una orientación para cumplir ese mandato sagrado.

«Los pueblos de Asia necesitan a Jesucristo y su Evangelio, dado que ese continente tiene sed del agua viva que sólo él puede dar» (Ecclesia in Asia, 50). Estas palabras proféticas del siervo de Dios Juan Pablo II siguen resonando como un llamamiento dirigido a cada uno de los miembros de la Iglesia que está en Asia. Los fieles laicos, para cumplir esta misión, deben ser más conscientes de la gracia de su Bautismo y de su dignidad en cuanto hijos e hijas de Dios Padre, compartir la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo y recibir la unción del Espíritu Santo como miembros del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Unidos a sus pastores en el pensamiento y en el corazón, y acompañados en cada paso de su camino de fe por una sólida formación espiritual y catequética, deben ser estimulados a cooperar activamente no sólo a edificar sus comunidades locales, sino también a encontrar modos nuevos para anunciar el Evangelio en todos los sectores de la sociedad. Ante los hombres y mujeres de Asia se abren ahora amplios horizontes de misión en sus esfuerzos por testimoniar la verdad del Evangelio. Pienso especialmente en las oportunidades que representan su ejemplo de amor conyugal y de vida familiar cristiana; su defensa de la vida, como don de Dios, desde la concepción hasta la muerte natural; su solicitud amorosa por los pobres y los oprimidos; su disponibilidad a perdonar a sus enemigos y perseguidores; su ejemplo de justicia, verdad y solidaridad en el lugar de trabajo; y su presencia en la vida pública.

El número creciente de fieles laicos comprometidos, cualificados y entusiastas es, por tanto, un signo de inmensa esperanza para el futuro de la Iglesia en Asia. Aquí deseo señalar con gratitud especialmente la labor excepcional de numerosos catequistas que transmiten las riquezas de la fe católica tanto a los jóvenes como a los adultos, llevando a personas, familias y comunidades parroquiales a un encuentro todavía más profundo con el Señor resucitado. Los movimientos apostólicos y carismáticos también son un don especial del Espíritu, porque dan nueva vida y vigor a la formación del laicado, especialmente a las familias y los jóvenes. Las asociaciones y movimientos eclesiales que se dedican a la promoción de la dignidad humana y de la justicia demuestran concretamente la universalidad del mensaje evangélico de nuestra adopción como hijos de Dios. Con numerosas personas y grupos comprometidos en la oración y en obras de caridad, y contribuyendo en los consejos pastorales y parroquiales, estos grupos desempeñan un importante papel a la hora de ayudar a las Iglesias particulares de Asia a ser edificadas en la fe y el amor, reforzadas en la comunión con la Iglesia universal y renovadas en el celo por la difusión del Evangelio.

Por esta razón, rezo para que este congreso ponga de relieve el papel indispensable de los fieles laicos en la misión de la Iglesia y desarrolle programas e iniciativas específicos para ayudarles en su tarea de anunciar a Jesucristo en Asia hoy. Estoy seguro de que las deliberaciones del congreso subrayarán que la vida y la llamada cristianas deben ser consideradas principalmente como una fuente de felicidad sublime y como un don que compartir con los demás. Todos los católicos deberían poder afirmar, con el apóstol san Pablo: «Para mí vivir es Cristo» (Flp 1, 21). Quienes han encontrado en Jesús la verdad, la alegría y la belleza que dan significado y orientación a su vida, naturalmente desearán transmitir esta gracia a los demás. Sin desalentarse a causa de las dificultades o la enormidad de la tarea a realizar, han de confiar en la misteriosa presencia del Espíritu Santo que actúa siempre en el corazón de las personas, en sus tradiciones y culturas, abriendo misteriosamente las puertas a Cristo, «camino, verdad y vida» (Jn 14, 6), y al cumplimiento de todo anhelo humano.

Con estos sentimientos, invoco sobre todos los participantes en el congreso una nueva efusión del Espíritu Santo y me uno de buen grado a la oración que acompañará estos días de estudio y discernimiento. Que la Iglesia que está en Asia dé un testimonio cada vez más ferviente de la incomparable belleza de ser cristianos, y proclame a Jesucristo como único Salvador del mundo. Encomendando a todos los presentes a la intercesión amorosa de María, Madre de la Iglesia, imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de alegría y de paz en el Señor.

Vaticano, 10 de agosto de 2010

BENEDICTUS PP. XVI



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