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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 12 de mayo de 2005

 

Excelencias;
señoras y señores:
 

Me alegra encontrarme con vosotros hoy, poco antes de cumplirse un mes del comienzo de mi servicio pastoral como Sucesor de Pedro. Agradezco las palabras que acaba de dirigirme, en vuestro nombre, su excelencia el señor profesor Giovanni Galassi, decano del Cuerpo diplomático ante la Santa Sede, apreciando la atención de todos los diplomáticos a la misión que lleva a cabo la Iglesia en el mundo. Expreso a cada uno de vosotros, así como a vuestros colaboradores, mi cordial saludo y mis mejores deseos, agradeciéndoos vuestras atenciones durante los grandes acontecimientos que vivimos en el pasado mes de abril y el trabajo que realizáis diariamente.

Al dirigirme a vosotros, mi pensamiento va asimismo a los países que representáis y a sus dirigentes. Pienso también en las naciones con las que la Santa Sede aún no tiene relaciones diplomáticas. Algunas de ellas se han unido a las celebraciones con ocasión de la muerte de mi predecesor y de mi elección a la Sede de Pedro. Habiendo apreciado esos gestos, deseo expresarles hoy mi gratitud y dirigir un saludo deferente a las autoridades civiles de esos países, formulando el deseo de verlos cuanto antes representados ante la Sede apostólica. De esos países, sobre todo de aquellos en los que las comunidades católicas son numerosas, me han llegado mensajes que he apreciado particularmente. Quisiera manifestar cuán queridas son para mí esas comunidades y todos los pueblos a los que pertenecen, asegurándoles a todos que están presentes en mi oración.

Al veros, no puedo por menos de recordar el largo y fecundo ministerio del querido Papa Juan Pablo II. Misionero infatigable del Evangelio en los numerosos países que visitó, prestó también un servicio único a la causa de la unidad de la familia humana. Mostró el camino hacia Dios, invitando a todos los hombres de buena voluntad a reavivar sin cesar su conciencia y a edificar una sociedad de justicia, paz y solidaridad, en la caridad y el perdón mutuo. No hay que olvidar tampoco sus innumerables encuentros con los jefes de Estado, los jefes de Gobierno y los embajadores, aquí, en el Vaticano, durante los cuales defendió la causa de la paz.

Yo vengo de un país donde la paz y la fraternidad son apreciadas por todos los habitantes, en especial por los que, como yo, han conocido la guerra y la separación entre hermanos pertenecientes a una misma nación, a causa de ideologías devastadoras e inhumanas que, bajo la apariencia de sueños e ilusión, impusieron sobre los hombres el yugo de la opresión. Por eso, podéis comprender que yo soy particularmente sensible al diálogo entre todos los hombres, para superar toda forma de conflicto y tensión, y para hacer que nuestra tierra sea una tierra de paz y fraternidad.

Todos juntos —las comunidades cristianas, los responsables de las naciones, los diplomáticos y todos los hombres de buena voluntad—, aunando sus esfuerzos, están llamados a construir una sociedad pacífica, para vencer la tentación de enfrentamientos entre culturas, etnias y mundos diferentes. Con este fin, cada pueblo debe tomar de su patrimonio espiritual y cultural los mejores valores de que es portador, a fin de salir sin temor al encuentro de los demás, aceptando compartir sus riquezas espirituales y materiales en beneficio de todos.

Para proseguir en este sentido, la Iglesia proclama y defiende sin cesar los derechos humanos fundamentales, por desgracia violados aún en diferentes partes de la tierra, y se esfuerza por lograr que se reconozcan los derechos de toda persona humana a la vida, a la alimentación, a una casa, al trabajo, a la asistencia sanitaria, a la protección de la familia y a la promoción del desarrollo social, en el respeto de la dignidad del hombre y de la mujer, creados a imagen de Dios.

Estad seguros de que la Iglesia católica, en el ámbito y con los medios que son propios de ella, seguirá ofreciendo su colaboración con vistas a la salvaguardia de la dignidad de todo hombre y al servicio del bien común. No pide ningún privilegio para sí, sino únicamente las condiciones legítimas de libertad y de acción para cumplir su misión. En el concierto de las naciones, desea favorecer siempre el entendimiento entre los pueblos y la cooperación fundados en una actitud de lealtad, discreción y cordialidad.

Por último, os pido que renovéis a vuestros Gobiernos mi gratitud por su participación en las celebraciones con ocasión de la muerte del Papa Juan Pablo II y de mi elección, así como mi saludo respetuoso y cordial, que acompaño con una oración especial para que Dios os colme de la abundancia de sus bendiciones a vosotros y a vuestras familias, así como a vuestros países y a todos los que viven en ellos.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 20, p. 10.

 



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