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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UNAS JORNADAS DE ESTUDIO
SOBRE EUROPA ORGANIZADAS POR EL PARTIDO POPULAR EUROPEO


Jueves 30 de marzo
de 2006

 

Honorables parlamentarios;
distinguidos señores y señoras:

Me complace recibiros con ocasión de las jornadas de estudio sobre Europa, organizadas por vuestro grupo parlamentario. Los Romanos Pontífices han prestado siempre una atención particular a este continente, como lo demuestra esta audiencia, que se inserta en la larga serie de encuentros mantenidos entre mis predecesores y los movimientos políticos de inspiración cristiana. Agradezco al honorable señor Pöttering las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, y lo saludo cordialmente a él y a todos vosotros.

En la actualidad, Europa debe afrontar cuestiones complejas, de gran importancia, como el crecimiento y el desarrollo de la integración europea, la definición cada vez más precisa de una política de vecindad dentro de la Unión, y el debate sobre su modelo social. Para alcanzar estos objetivos, será importante inspirarse, con fidelidad creativa, en la herencia cristiana que ha contribuido en gran medida a forjar la identidad de este continente. Valorando sus raíces cristianas, Europa podrá dar una dirección segura a las opciones de sus ciudadanos y de sus pueblos, fortalecerá su conciencia de pertenecer a una civilización común y alimentará el compromiso de todos de afrontar los desafíos del presente con vistas a un futuro mejor.

Por tanto, me complace que vuestro grupo reconozca la herencia cristiana de Europa, que ofrece valiosas directrices éticas en la búsqueda de un modelo social que responda adecuadamente a las exigencias de una economía ya globalizada y a los cambios demográficos, garantizando crecimiento y empleo, protección de la familia, igualdad de oportunidades en la educación de los jóvenes y solicitud por los pobres.

Además, vuestro apoyo a la herencia cristiana puede contribuir significativamente a vencer la cultura, tan difundida en Europa, que relega a la esfera privada y subjetiva la manifestación de las propias convicciones religiosas. Las políticas elaboradas partiendo de esta base no sólo implican el rechazo del papel público del cristianismo; más generalmente, excluyen el compromiso con la tradición religiosa de Europa, que es muy clara, a pesar de las diversas confesiones, amenazando así a la democracia misma, cuya fuerza depende de los valores que promueve (cf. Evangelium vitae, 70).

Dado que esta tradición, precisamente en lo que puede llamarse su unidad polifónica, transmite valores que son fundamentales para el bien de la sociedad, la Unión europea no puede por menos de enriquecerse al comprometerse con ella. Sería un signo de inmadurez, o incluso de debilidad, optar por oponerse a ella o ignorarla, en vez de dialogar con ella. En este contexto, es preciso reconocer que cierta intransigencia secular es enemiga de la tolerancia y de una sana visión secular del Estado y de la sociedad.

Por tanto, me complace que el tratado constitucional de la Unión europea prevea una relación estructurada y continua con las comunidades religiosas, reconociendo su identidad y su contribución específica. Sobre todo, espero que la realización eficaz y correcta de esta relación empiece ahora, con la cooperación de todos los movimientos políticos, independientemente de las orientaciones de cada partido. No hay que olvidar que, cuando las Iglesias o las comunidades eclesiales intervienen en el debate público, expresando reservas o recordando ciertos principios, eso no constituye una forma de intolerancia o una interferencia, puesto que esas intervenciones sólo están destinadas a iluminar las conciencias, permitiéndoles actuar libre y responsablemente de acuerdo con las verdaderas exigencias de justicia, aunque esto pueda estar en conflicto con situaciones de poder e intereses personales.

Por lo que atañe a la Iglesia católica, lo que pretende principalmente con sus intervenciones en el ámbito público es la defensa y promoción de la dignidad de la persona; por eso, presta conscientemente una atención particular a principios que no son negociables. Entre estos, hoy pueden destacarse los siguientes:

— protección de la vida en todas sus etapas, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural;
— reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa contra los intentos de equipararla jurídicamente a formas radicalmente diferentes de unión que, en realidad, la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su irreemplazable papel social;
— protección del derecho de los padres a educar a sus hijos.

Estos principios no son verdades de fe, aunque reciban de la fe una nueva luz y confirmación. Están inscritos en la misma naturaleza humana y, por tanto, son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia en su promoción no es, pues, de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Al contrario, esta acción es tanto más necesaria cuanto más se niegan o tergiversan estos principios, porque eso constituye una ofensa contra la verdad de la persona humana, una grave herida causada a la justicia misma.

Queridos amigos, a la vez que os exhorto a ser testigos creíbles y consecuentes de estas verdades fundamentales a través de vuestra actividad política y, más fundamentalmente, a través de vuestro compromiso de llevar una vida auténtica y coherente, invoco sobre vosotros y sobre vuestra actividad la asistencia continua de Dios, en prenda de la cual os imparto cordialmente mi bendición a vosotros y a los que os acompañan.



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