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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE SU VISITA A LA EMBAJADA DE ITALIA ANTE LA SANTA SEDE

Sábado 13 de diciembre de 2008

 

Señor ministro de Asuntos exteriores;
señor subsecretario de la Presidencia del Gobierno;
señor embajador ante la Santa Sede;
representantes del Cuerpo diplomático ante la Santa Sede;
ilustres autoridades;
señores y señoras:

Me alegra verdaderamente poder aceptar hoy la amable invitación que me hicieron a visitar este histórico edificio, sede de la embajada de Italia ante la Santa Sede. Saludo cordialmente a todos, comenzando por el señor ministro de Asuntos exteriores, al que agradezco las amables palabras que me acaba de dirigir. Saludo a los demás ministros, a las autoridades presentes y, de modo especial, al embajador Antonio Zanardi Landi. Gracias de corazón por la cortés acogida, acompañada por un grato intermedio musical.

Como ya se ha recordado, este histórico palacio recibió la visita de tres predecesores míos: los siervos de Dios Pío XII, el 2 de junio de 1951; Pablo VI el 2 de octubre de 1964; y Juan Pablo II, el 2 de marzo de 1986. En esta circunstancia solemne y a la vez familiar, también vuelven a mi mente los recientes encuentros con el presidente de la República: el del pasado día 24 de abril con ocasión del concierto que me ofreció por el aniversario del inicio solemne de mi servicio en la Cátedra de Pedro; luego, el del 4 de octubre, en el Quirinal; y, por último, el del miércoles pasado en la sala Pablo VI del Vaticano, con ocasión del concierto por el 60° aniversario de la Declaración universal de derechos humanos, a la que usted, señor ministro de Asuntos exteriores, ha hecho referencia.

A la vez que dirijo un cordial y agradecido saludo al presidente de la República, me complace recordar lo que afirmé precisamente durante la visita al Quirinal, es decir, que "en la ciudad de Roma conviven pacíficamente y colaboran fructuosamente el Estado italiano y la Sede apostólica" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de octubre de 2008, p. 3).

La singular atención prestada por los Pontífices a esta sede diplomática bastaría por sí sola para señalar el reconocimiento del importante papel que ha desempeñado y desempeña la embajada de Italia en las intensas y particulares relaciones que existen entre la Santa Sede y la República italiana, así como en las relaciones de colaboración mutua entre la Iglesia y el Estado en Italia.

Seguramente, tendremos ocasión de poner de relieve este importante doble orden de vínculos diplomáticos, sociales y religiosos, en el mes de febrero del año próximo, cuando se celebre el 80° aniversario de la firma de los Pactos lateranenses y el 25° aniversario del Acuerdo de modificación del Concordato. Ya se hizo referencia a este aniversario para subrayar con razón la fructuosa relación que existe entre Italia y la Santa Sede. Se trata de un entendimiento muy importante y significativo en la actual situación mundial, en la que la persistencia de conflictos y tensiones entre pueblos hace cada vez más necesaria una colaboración entre todos los que comparten los mismos ideales de justicia, solidaridad y paz.

Además, retomando lo que ha dicho usted, señor ministro de Asuntos exteriores, no puedo menos de aludir con viva gratitud a la colaboración que día a día se da entre la embajada de Italia y mi Secretaría de Estado. A este propósito, saludo cordialmente a los jefes de misión que en estos años se han sucedido en el palacio Borromeo y que amablemente han querido estar hoy con nosotros.

Aprovecho esta breve visita para reafirmar que la Iglesia es muy consciente de que "es propia de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), es decir, entre Estado e Iglesia" (Deus caritas est, 28). La Iglesia no sólo reconoce y respeta esa distinción y esa autonomía, sino que además se alegra de ellas, considerándolas un gran progreso de la humanidad y una condición fundamental para su misma libertad y para el cumplimiento de su misión universal de salvación entre todos los pueblos.

Al mismo tiempo, la Iglesia, siguiendo los dictámenes de su propia doctrina social, argumentada "a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano" (ib.), siente que tiene el deber de despertar en la sociedad las fuerzas morales y espirituales, contribuyendo a abrir las voluntades a las exigencias auténticas del bien. Por eso, recordando el valor que tienen algunos principios éticos fundamentales no sólo para la vida privada sino también y sobre todo para la pública, la Iglesia contribuye de hecho a garantizar y promover la dignidad de la persona y el bien común de la sociedad, y en este sentido se realiza la deseada cooperación auténtica entre Estado e Iglesia.

Permítaseme ahora mencionar con gratitud también la valiosa contribución que tanto esta representación diplomática como, en general, las autoridades italianas dan generosamente para que la Santa Sede pueda cumplir libremente su misión universal y, por tanto, también mantener relaciones diplomáticas con numerosos países del mundo. A este propósito, saludo y expreso mi agradecimiento al decano y a algunos representantes del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que participan en este encuentro, y estoy seguro de que comparten este aprecio por los valiosos servicios que Italia presta a su delicada y cualificada misión.

Señores y señoras, es realmente significativo que la representación diplomática italiana ante la Santa Sede desde 1929 tenga su sede donde vivió en su juventud san Carlos Borromeo, que entonces ejercía el oficio de colaborador del Romano Pontífice en la Curia romana, guiando la que se define normalmente como diplomacia de la Santa Sede. Así pues, los que aquí trabajan pueden encontrar en este santo un constante protector y, al mismo tiempo, un modelo en el cual inspirarse en el desempeño de sus tareas diarias. Encomiendo a su intercesión a todos los que hoy se hallan aquí reunidos, y formulo a cada uno un sincero deseo de todo bien. Mientras se acerca la fiesta del Nacimiento del Señor Jesús, este deseo se extiende a las autoridades italianas, comenzando por el presidente de la República, y a todo el querido pueblo de esta amada península.

Mi deseo de paz abraza luego a todos los países de la tierra, estén o no estén oficialmente representados ante la Santa Sede. Es un deseo de luz y de auténtico progreso humano, de prosperidad y de concordia, todas ellas realidades a las que podemos aspirar con confiada esperanza, porque son dones que Jesús trajo al mundo al nacer en Belén.

La Virgen María, a la que hace algunos días hemos venerado como Inmaculada Concepción, obtenga para Italia y para el mundo entero estos dones, y todos los demás bienes anhelados, de su Hijo, el Príncipe de la paz, cuya bendición invoco de corazón sobre todos vosotros y sobre vuestros seres queridos.



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