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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PRELADOS Y OFICIALES DEL TRIBUNAL
DE LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA


Viernes 7 de marzo de 2008

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos penitenciarios de las basílicas romanas:

Me alegra recibiros, mientras llega a su término el curso sobre el fuero interno que la Penitenciaría apostólica organiza desde hace varios años durante la Cuaresma. Con un programa esmeradamente preparado, este encuentro anual presta un valioso servicio a la Iglesia y contribuye a mantener vivo el sentido de la santidad del sacramento de la Reconciliación. Por tanto, expreso mi cordial agradecimiento a quienes lo organizan y, en particular, al penitenciario mayor, el cardenal James Francis Stafford, a quien saludo y agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo y manifiesto mi gratitud al regente y al personal de la Penitenciaría, así como a los beneméritos religiosos de diversas Órdenes que administran el sacramento de la Penitencia en las basílicas papales de Roma. Saludo, además, a todos los participantes en el curso.

La Cuaresma es un tiempo muy propicio para meditar en la realidad del pecado a la luz de la misericordia infinita de Dios, que el sacramento de la Penitencia manifiesta en su forma más elevada. Por eso, aprovecho de buen grado la ocasión para proponer a vuestra atención algunas reflexiones sobre la administración de este sacramento en nuestra época, que por desgracia está perdiendo cada vez más el sentido del pecado.

Es necesario ayudar a quienes se confiesan a experimentar la ternura divina para con los pecadores arrepentidos que tantos episodios evangélicos muestran con tonos de intensa conmoción. Tomemos, por ejemplo, la famosa página del evangelio de san Lucas que presenta a la pecadora perdonada (cf. Lc 7, 36-50). Simón, fariseo y rico "notable" de la ciudad, ofrece en su casa un banquete en honor de Jesús. Inesperadamente, desde el fondo de la sala, entra una huésped no invitada ni prevista: una conocida pecadora pública. Es comprensible el malestar de los presentes, que a la mujer no parece preocuparle. Ella avanza y, de modo más bien furtivo, se detiene a los pies de Jesús. Había escuchado sus palabras de perdón y de esperanza para todos, incluso para las prostitutas, y está allí conmovida y silenciosa. Con sus lágrimas moja los pies de Jesús, se los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con un agradable perfume. Al actuar así, la pecadora quiere expresar el afecto y la gratitud que alberga hacia el Señor con gestos familiares para ella, aunque la sociedad los censure.

Frente al desconcierto general, es precisamente Jesús quien afronta la situación: "Simón, tengo algo que decirte". El fariseo le responde: "Di, maestro". Todos conocemos la respuesta de Jesús con una parábola que podríamos resumir con las siguientes palabras que el Señor dirige fundamentalmente a Simón: "¿Ves? Esta mujer sabe que es pecadora e, impulsada por el amor, pide comprensión y perdón. Tú, en cambio, presumes de ser justo y tal vez estás convencido de que no tienes nada grave de lo cual pedir perdón".

Es elocuente el mensaje que transmite este pasaje evangélico: a quien ama mucho Dios le perdona todo. Quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es precisamente el mensaje que debemos transmitir: lo que más cuenta es hacer comprender que en el sacramento de la Reconciliación, cualquiera que sea el pecado cometido, si lo reconocemos humildemente y acudimos con confianza al sacerdote confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora del perdón de Dios.

Desde esta perspectiva, asume notable importancia vuestro curso, orientado a preparar confesores bien formados desde el punto de vista doctrinal y capaces de hacer experimentar a los penitentes el amor misericordioso del Padre celestial. ¿No es verdad que hoy se asiste a cierto desafecto por este sacramento? Cuando sólo se insiste en la acusación de los pecados, que también debe hacerse y es necesario ayudar a los fieles a comprender su importancia, se corre el peligro de relegar a un segundo plano lo que es central en él, es decir, el encuentro personal con Dios, Padre de bondad y de misericordia. En el centro de la celebración sacramental no está el pecado, sino la misericordia de Dios, que es infinitamente más grande que nuestra culpa.

Los pastores, y especialmente los confesores, también deben esforzarse por poner de relieve el vínculo íntimo que existe entre el sacramento de la Reconciliación y una existencia encaminada decididamente a la conversión. Es necesario que entre la práctica del sacramento de la Confesión y una vida orientada a seguir sinceramente a Cristo se instaure una especie de "círculo virtuoso" imparable, en el que la gracia del sacramento sostenga y alimente el esfuerzo por ser discípulos fieles del Señor.

El tiempo cuaresmal, en el que nos encontramos, nos recuerda que nuestra vida cristiana debe tender siempre a la conversión y, cuando nos acercamos frecuentemente al sacramento de la Reconciliación, permanece vivo en nosotros el anhelo de perfección evangélica. Si falta este anhelo incesante, la celebración del sacramento corre, por desgracia, el peligro de transformarse en algo formal que no influye en el entramado de la vida diaria. Por otra parte, si, aun estando animados por el deseo de seguir a Jesús, no nos confesamos regularmente, corremos el riesgo de reducir poco a poco el ritmo espiritual hasta debilitarlo cada vez más y, tal vez, incluso hasta apagarlo.

Queridos hermanos, no es difícil comprender el valor que tiene en la Iglesia vuestro ministerio de dispensadores de la misericordia divina para la salvación de las almas. Seguid e imitad el ejemplo de tantos santos confesores que, con su intuición espiritual, ayudaban a los penitentes a caer en la cuenta de que la celebración regular del sacramento de la Penitencia y la vida cristiana orientada a la santidad son componentes inseparables de un mismo itinerario espiritual para todo bautizado. Y no olvidéis que también vosotros debéis ser ejemplos de auténtica vida cristiana.

La Virgen María, Madre de misericordia y de esperanza, os ayude a vosotros y a todos los confesores a prestar con celo y alegría este gran servicio, del que depende en tan gran medida la vida de la Iglesia. Yo os aseguro un recuerdo en la oración y con afecto os bendigo.



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