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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE SEMINARISTAS ITALIANOS


Sala Clementina
Sábado 29 de noviembre de 2008

 

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos amigos de los seminarios regionales de Las Marcas, Puglia y Abruzos-Molise: 

Me alegra mucho acogeros con ocasión del centenario de la fundación de vuestros respectivos seminarios regionales, surgidos por impulso del Papa san Pío X, que pidió a los obispos italianos, especialmente del centro y sur de la península, que se pusieran de acuerdo para concentrar los seminarios, con el fin de proveer más eficazmente a la formación de los aspirantes al sacerdocio. Os saludo con afecto a todos, comenzando por los arzobispos monseñor Edoardo Menichelli, monseñor Carlo Ghidelli y monseñor Francesco Cacucci, a quienes agradezco las palabras con las que han querido interpretar los sentimientos de todos.

Saludo a los rectores, a los formadores, a los profesores, a los alumnos y a cuantos viven y trabajan a diario en estas instituciones vuestras. En esta ocasión tan significativa deseo unirme a vosotros para dar gracias al Señor, que en este siglo ha acompañado con su gracia la vida de tantos sacerdotes, formados en tan importantes centros educativos. Muchos de ellos hoy trabajan en los diversos apostolados de vuestras Iglesias locales, en la misión ad gentes y en otros servicios a la Iglesia universal; y algunos han sido llamados a desempeñar cargos de alta responsabilidad eclesial.

Ahora quiero dirigirme en particular a vosotros, queridos seminaristas, que os estáis preparando para ser obreros en la viña del Señor. Como ha recordado también la reciente Asamblea del Sínodo de los obispos, una de las tareas prioritarias del presbítero consiste en esparcir a manos llenas en el campo del mundo la Palabra de Dios que, como la semilla de la parábola evangélica, parece en realidad muy pequeña, pero una vez que ha germinado se convierte en un gran arbusto y da frutos abundantes (cf. Mt 13, 31-32). La Palabra de Dios que vosotros estaréis llamados a sembrar a manos llenas y que conlleva la vida eterna, es Cristo mismo, el único que puede cambiar el corazón humano y renovar el mundo. Pero podemos preguntarnos:  el hombre contemporáneo, ¿siente aún necesidad de Cristo y de su mensaje de salvación?

En el contexto social actual, cierta cultura parece mostrarnos el rostro de una humanidad autosuficiente, deseosa de realizar sus proyectos por sí sola, que elige ser la artífice única de su propio destino y que, en consecuencia, cree que la presencia de Dios es insignificante y por ello, de hecho, la excluye de sus opciones y decisiones. En un clima marcado por un racionalismo cerrado en sí mismo, que considera el modelo de las ciencias prácticas como único modelo de conocimiento, todo lo demás resulta subjetivo y, por tanto, incluso la experiencia religiosa corre el riesgo de ser considerada una opción subjetiva, no esencial y determinante para la vida.

Ciertamente, por estas y otras razones, hoy resulta cada vez más difícil creer, resulta cada vez más difícil acoger la Verdad, que es Cristo, resulta cada vez más difícil consagrar la propia vida a la causa del Evangelio. Sin embargo, como se puede comprobar cada día en las noticias, el hombre contemporáneo se muestra a menudo desorientado y preocupado por su futuro, en busca de certezas y deseoso de puntos de referencia seguros. El hombre del tercer milenio, como el de todas las épocas, tiene necesidad de Dios y quizás lo busca incluso sin darse cuenta. Los cristianos, y de modo especial los sacerdotes, tienen el deber de recoger este anhelo profundo del corazón humano y ofrecer a todos, con los medios y los modos que mejor respondan a las exigencias de los tiempos, la inmutable y siempre viva Palabra de vida eterna, que es Cristo, Esperanza del mundo.

Con vistas a esta importante misión, que estaréis llamados a realizar en la Iglesia, asumen gran valor los años de seminario, tiempo destinado a la formación y al discernimiento; durante estos años debe ocupar el primer lugar la búsqueda constante de una relación personal con Jesús, una experiencia íntima de su amor, que se adquiere sobre todo a través de la oración y el contacto con las Sagradas Escrituras, leídas, interpretadas y meditadas en la fe de la comunidad eclesial.

En este Año paulino os propongo al apóstol san Pablo como modelo en el que os inspiréis para vuestra preparación al ministerio apostólico. La experiencia extraordinaria que realizó en el camino de Damasco lo transformó de perseguidor de los cristianos en testigo de la resurrección del Señor, dispuesto a dar la vida por el Evangelio. Cumplía con fidelidad todas las prescripciones de la Torá y las tradiciones judías, pero, después de encontrarse con Jesús, "lo que era para mí ganancia —escribe en la carta a los Filipenses—, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo". "Por él —añade— he perdido todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo y ser hallado en él" (cf. Flp 3, 7-9). La conversión no eliminó cuanto  había  de bueno y de verdadero en su vida, sino que le permitió interpretar de forma nueva la sabiduría y la verdad de la ley y de los profetas, y así  fue  capaz  de  dialogar con todos, siguiendo el ejemplo del divino Maestro.

A imitación de san Pablo, queridos seminaristas, no os canséis de encontraros con Cristo en la escucha, en la lectura y en el estudio de la Sagrada Escritura, en la oración y en la meditación personal, en la liturgia y en todas las demás actividades diarias. En este sentido, queridos responsables de la formación, es muy importante vuestro papel, pues para vuestros alumnos estáis llamados a ser testigos, antes que maestros de vida evangélica. Los seminarios regionales, por sus características típicas, pueden ser lugares privilegiados para formar a los seminaristas en la espiritualidad diocesana, insertando con sabiduría y equilibrio esta formación en el contexto eclesial y regional más amplio. Vuestras instituciones deben ser también "casas" de acogida vocacional para dar mayor impulso a la pastoral vocacional, prestando atención especial al mundo juvenil y educando a los jóvenes en los grandes ideales evangélicos y misioneros.

Queridos amigos, a la vez que os agradezco vuestra visita, invoco sobre cada uno de vosotros la protección materna de la Virgen Madre de Cristo, que la liturgia de Adviento nos presenta como modelo de quien vela en espera de la vuelta gloriosa de su Hijo divino. Encomendaos a ella con confianza,  recurrid a menudo a su intercesión, para  que  os  ayude a permanecer despiertos y vigilantes. Por mi parte, os aseguro mi afecto y mi oración diaria, mientras os bendigo de corazón a todos.



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