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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA UNIÓN DE INDUSTRIALES DE ROMA


Sala Clementina
Jueves 18 marzo de 2010

 

Estimado presidente;
ilustres señores y señoras:

Me alegra daros una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, en la víspera de la fiesta de san José, que es un ejemplo para todos aquellos que actúan en el mundo del trabajo. Dirijo mi deferente saludo al presidente de la Unión de industriales y empresas de Roma, Aurelio Regina, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido. Saludo también a la Junta y al Consejo directivo de la agrupación.

La realidad empresarial romana, formada en gran parte por pequeñas y medianas empresas, es una de las más importantes asociaciones territoriales pertenecientes a la Confindustria, que hoy actúa —como otras entidades— en un contexto caracterizado por la globalización, por los efectos negativos de la reciente crisis financiera, y por la llamada "financiarización" de la economía y de las propias empresas. Se trata de una situación compleja, porque la crisis actual ha puesto a dura prueba los sistemas económicos y productivos de los distintos países. Sin embargo, es preciso vivirla con confianza, porque se puede considerar una oportunidad desde el punto de vista de la revisión de los modelos de desarrollo y de una nueva organización del mundo de las finanzas, un "tiempo nuevo" —como se ha dicho— de profunda reflexión.

En la encíclica social, Caritas in veritate, observé que venimos de una fase de desarrollo en la que se ha privilegiado lo que es material y técnico respecto a lo que es ético y espiritual, y animé a poner en el centro de la economía y de las finanzas a la persona (cf. n. 25), que Cristo revela en su dignidad más profunda. Proponiendo, además, que la política no esté subordinada a los mecanismos financieros, solicité la reforma y la creación de ordenamientos jurídicos y políticos internacionales (cf. n. 67), proporcionados a las estructuras globales de la economía y de las finanzas, para conseguir más eficazmente el bien común de la familia humana. Siguiendo los pasos de mis predecesores, subrayé que el aumento del desempleo, especialmente juvenil, el empobrecimiento económico de muchos trabajadores y la aparición de nuevas formas de esclavitud, exigen como objetivo prioritario el acceso a un trabajo digno para todos (cf. nn. 32 y 63). Lo que guía a la Iglesia al hacerse promotora de semejante meta es el convencimiento de que el trabajo es un bien para el hombre, para la familia y para la sociedad, y es fuente de libertad y de responsabilidad. Para alcanzar estos objetivos, obviamente han de involucrarse, junto con otros sujetos sociales, los empresarios, a los que es preciso alentar particularmente en su compromiso al servicio de la sociedad y del bien común.

Nadie ignora cuántos sacrificios hay que afrontar para abrir o mantener la propia empresa en el mercado, como "comunidad de personas" que produce bienes y servicios y que, por tanto, no tiene como único objetivo el lucro, aunque sea necesario. En particular las pequeñas y medianas empresas necesitan cada vez más financiación, mientras que el crédito parece menos accesible y es muy fuerte la competencia en los mercados globalizados, especialmente por parte de aquellos países donde no existen —o son mínimos— los sistemas de protección social para los trabajadores. Como consecuencia, el elevado coste del trabajo conlleva una pérdida de competitividad en los productos y servicios, y se requieren grandes sacrificios para no despedir a los propios empleados y permitirles la actualización profesional.

En ese contexto, es importante saber vencer la mentalidad individualista y materialista que sugiere desviar las inversiones de la economía real para privilegiar el uso de los propios capitales en mercados financieros, con vistas a rendimientos más fáciles y rápidos. Me permito recordar que, en cambio, los caminos más seguros para contrastar la decadencia del sistema empresarial del propio territorio consisten en entrar en red con otras realidades sociales, invertir en investigación e innovación, no practicar una competencia injusta entre empresas, no olvidar los propios deberes sociales e incentivar una productividad de calidad para responder a las necesidades reales de la gente. Existen varias evidencias de que la vida de una empresa depende de su atención a todos los sujetos con los que entabla relaciones, del carácter ético de su proyecto y de su actividad. La misma crisis financiera ha mostrado que dentro de un mercado sacudido por quiebras en cadena, han resistido los sujetos económicos capaces de atenerse a comportamientos morales y atentos a las necesidades del propio territorio. El éxito del empresariado italiano, especialmente en algunas regiones, siempre se ha caracterizado por la importancia asignada a la red de relaciones que ha sabido tejer con los trabajadores y con las demás realidades empresariales, mediante relaciones de colaboración y confianza recíproca. La empresa puede ser vital y producir "riqueza social" si tanto los empresarios como los gerentes tienen una mirada previsora, que prefiere la inversión a largo plazo a los beneficios especulativos y que promueve la innovación en lugar de pensar en acumular riqueza sólo para sí mismos.

El empresario atento al bien común está llamado a ver siempre su actividad en el marco de un todo plural. Ese enfoque genera, mediante la dedicación personal y la fraternidad vivida concretamente en las opciones económicas y financieras, un mercado más competitivo y a la vez más civil, animado por el espíritu de servicio. Está claro que una lógica de empresa de este tipo presupone ciertas motivaciones, una cierta visión del hombre y de la vida; es decir, un humanismo que nazca de la conciencia de estar llamados como individuos y como comunidad a formar parte de la única familia de Dios, que nos ha creado a su imagen y semejanza y nos ha redimido en Cristo; un humanismo que avive la caridad y se deje guiar por la verdad; un humanismo abierto a Dios y precisamente por eso abierto al hombre y a una vida entendida como tarea solidaria y alegre (cf. n. 78). El desarrollo, en cualquier sector de la existencia humana, implica también la apertura a lo trascendente, a la dimensión espiritual de la vida, a la confianza en Dios, al amor, a la fraternidad, a la acogida, a la justicia, a la paz (cf. n. 79). Me complace subrayar todo esto durante el tiempo de Cuaresma, un tiempo propicio para la revisión de las propias actitudes profundas y para preguntarse sobre la coherencia entre los fines a los que tendemos y los medios que utilizamos.

Estimados señores y señoras, os dejo estas reflexiones. Os agradezco vuestra visita y os deseo todo bien para la actividad económica, al igual que para la asociativa; y de buen grado os imparto mi bendición a vosotros y a vuestros seres queridos.



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