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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA 61ª ASAMBLEA GENERAL DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Aula del Sínodo
Jueves 27 de mayo de 2010

 

Venerados y queridos hermanos:

En el Evangelio proclamado el domingo pasado, solemnidad de Pentecostés, Jesús nos prometió: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). El Espíritu Santo guía a la Iglesia en el mundo y en la historia. Gracias a este don del Resucitado, el Señor está presente en el curso de los acontecimientos; en el Espíritu podemos reconocer en Cristo el sentido de las vicisitudes humanas. El Espíritu Santo nos hace Iglesia, comunión y comunidad incesantemente convocada, renovada y relanzada hacia el cumplimiento del reino de Dios. En la comunión eclesial se encuentra la raíz y la razón fundamental de vuestra reunión y de mi presencia una vez más entre vosotros, con alegría, con ocasión de esta cita anual; es la perspectiva con la cual os exhorto a afrontar los temas de vuestro trabajo, en el cual estáis llamados a reflexionar sobre la vida y la renovación de la acción pastoral de la Iglesia en Italia. Agradezco al cardenal Angelo Bagnasco las amables e intensas palabras que me ha dirigido, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos: el Papa sabe que puede contar siempre con los obispos italianos. A través de vosotros saludo a las comunidades diocesanas encomendadas a vuestra solicitud, a la vez que extiendo mi saludo y mi cercanía espiritual a todo el pueblo italiano.

Corroborados por el Espíritu, en continuidad con el camino indicado por el concilio Vaticano II, y en particular con las orientaciones pastorales del decenio que acaba de concluir, habéis decidido escoger la educación como tema fundamental para los próximos diez años. Ese horizonte temporal es proporcional a la radicalidad y a la amplitud de la demanda educativa. Y me parece necesario ir a las raíces profundas de esta emergencia para encontrar también las respuestas adecuadas a este desafío. Yo veo sobre todo dos. Una raíz esencial consiste, a mi parecer, en un falso concepto de autonomía del hombre: el hombre debería desarrollarse sólo por sí mismo, sin imposiciones de otros, los cuales podrían asistir a su autodesarrollo, pero no entrar en este desarrollo. En realidad, para la persona humana es esencial el hecho de que llega a ser ella misma sólo a partir del otro, el «yo» llega a ser él mismo sólo a partir del «tú» y del «vosotros»; está creado para el diálogo, para la comunión sincrónica y diacrónica. Y sólo el encuentro con el «tú» y con el «nosotros» abre el «yo» a sí mismo. Por eso, la denominada educación anti-autoritaria no es educación, sino renuncia a la educación: así no se da lo que deberíamos dar a los demás, es decir, este «tú» y «nosotros» en el cual el «yo» se abre a sí mismo. Por tanto, me parece que un primer punto es superar esta falsa idea de autonomía del hombre, como un «yo» completo en sí mismo, mientras que llega a ser «yo» en el encuentro colectivo con el «tú» y con el «nosotros».

La segunda raíz de la emergencia educativa yo la veo en el escepticismo y en el relativismo o, con palabras más sencillas y claras, en la exclusión de las dos fuentes que orientan el camino humano. La primera fuente debería ser la naturaleza; la segunda, la Revelación. Pero la naturaleza se considera hoy como una realidad puramente mecánica y, por tanto, que no contiene en sí ningún imperativo moral, ninguna orientación de valores: es algo puramente mecánico y, por consiguiente, el ser en sí mismo no da ninguna orientación. La Revelación se considera o como un momento del desarrollo histórico y, en consecuencia, relativo como todo el desarrollo histórico y cultural; o —se dice― quizá existe Revelación, pero no incluye contenidos, sino sólo motivaciones. Y si callan estas dos fuentes, la naturaleza y la Revelación, también la tercera fuente, la historia, deja de hablar, porque también la historia se convierte sólo en un aglomerado de decisiones culturales, ocasionales, arbitrarias, que no valen para el presente y para el futuro. Por esto es fundamental encontrar un concepto verdadero de la naturaleza como creación de Dios que nos habla a nosotros; el Creador, mediante el libro de la creación, nos habla y nos muestra los valores verdaderos. Así recuperar también la Revelación: reconocer que el libro de la creación, en el cual Dios nos da las orientaciones fundamentales, es descifrado en la Revelación; se aplica y hace propio en la historia cultural y religiosa, no sin errores, pero de una manera sustancialmente válida, que siempre hay que volver a desarrollar y purificar. Por tanto, en este «concierto» —por decirlo así— entre creación descifrada en la Revelación, concretada en la historia cultural que va siempre hacia adelante y en la cual hallamos cada vez más el lenguaje de Dios, se abren también las indicaciones para una educación que no es imposición, sino realmente apertura del «yo» al «tú», al «nosotros» y al «Tú» de Dios.

Por tanto, son grandes las dificultades: redescubrir las fuentes, el lenguaje de las fuentes; pero, aun conscientes del peso de estas dificultades, no podemos caer en la desconfianza y la resignación. Educar nunca ha sido fácil, pero no debemos rendirnos: faltaríamos al mandato que el Señor mismo nos ha confiado al llamarnos a apacentar con amor su rebaño. Más bien, despertemos en nuestras comunidades el celo por la educación, que es un celo del «yo» por el «tú», por el «nosotros», por Dios, y que no se limita a una didáctica, a un conjunto de técnicas y tampoco a la trasmisión de principios áridos. Educar es formar a las nuevas generaciones para que sepan entrar en relación con el mundo, apoyadas en una memoria significativa que no es sólo ocasional, sino que se incrementa con el lenguaje de Dios que encontramos en la naturaleza y en la Revelación, con un patrimonio interior compartido, con la verdadera sabiduría que, a la vez que reconoce el fin trascendente de la vida, orienta el pensamiento, los afectos y el juicio.

Los jóvenes albergan una sed en su corazón, y esta sed es una búsqueda de significado y de relaciones humanas auténticas, que ayuden a no sentirse solos ante los desafíos de la vida. Es deseo de un futuro menos incierto gracias a una compañía segura y fiable, que se acerca a cada persona con delicadeza y respeto, proponiendo valores sólidos a partir de los cuales crecer hacia metas altas, pero alcanzables. Nuestra respuesta es el anuncio del Dios amigo del hombre, que en Jesús se hizo prójimo de cada uno de nosotros. La transmisión de la fe es parte irrenunciable de la formación integral de la persona, porque en Jesucristo se cumple el proyecto de una vida realizada: como enseña el concilio Vaticano ii, «el que sigue a Cristo, hombre perfecto, también se hace él mismo más hombre» (Gaudium et spes, 41). El encuentro personal con Jesús es la clave para intuir la relevancia de Dios en la existencia cotidiana, el secreto para vivirla en la caridad fraterna, la condición para levantarse siempre después de las caídas y moverse a constante conversión.

La tarea educativa, que habéis asumido como prioritaria, valoriza signos y tradiciones, de los cuales Italia es tan rica. Necesita lugares creíbles: ante todo, la familia, con su papel peculiar e irrenunciable; la escuela, horizonte común más allá de las opciones ideológicas; la parroquia, «fuente de la aldea», lugar y experiencia que introduce en la fe dentro del tejido de las relaciones cotidianas. En cada uno de estos ámbitos es decisiva la calidad del testimonio, camino privilegiado de la misión eclesial. En efecto, la acogida de la propuesta cristiana pasa a través de relaciones de cercanía, lealtad y confianza. En un tiempo en el que la gran tradición del pasado corre el riesgo de quedarse en letra muerta, debemos estar al lado de cada persona con disponibilidad siempre nueva, acompañándola en el camino de descubrimiento y asimilación personal de la verdad. Y al hacer esto también nosotros podemos redescubrir de modo nuevo las realidades fundamentales.

La voluntad de promover un nuevo tiempo de evangelización no esconde las heridas que han marcado a la comunidad eclesial, por la debilidad y el pecado de algunos de sus miembros. Pero esta humilde y dolorosa admisión no debe hacer olvidar el servicio gratuito y apasionado de tantos creyentes, comenzando por los sacerdotes. El año especial dedicado a ellos ha querido constituir una oportunidad para promover la renovación interior como condición para un compromiso evangélico y ministerial más incisivo. Al mismo tiempo, también nos ayuda reconocer el testimonio de santidad de cuantos —siguiendo el ejemplo del cura de Ars— se entregan sin reservas para educar en la esperanza, en la fe y en la caridad. A esta luz, lo que es motivo de escándalo, debe traducirse para nosotros en llamada a una «profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, por una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia» (Benedicto XVI, Encuentro con la prensa durante el vuelo a Portugal, 11 de mayo de 2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de mayo de 2010, p. 14).

Queridos hermanos, os aliento a recorrer sin vacilaciones el camino del compromiso educativo. Que el Espíritu Santo os ayude a no perder nunca la confianza en los jóvenes, os impulse a salir a su encuentro y os lleve a frecuentar sus ambientes de vida, incluido el que constituyen las nuevas tecnologías de comunicación, que actualmente impregnan la cultura en todas sus expresiones. No se trata de adecuar el Evangelio al mundo, sino de sacar del Evangelio la perenne novedad que permite encontrar en cada tiempo las formas adecuadas para anunciar la Palabra que no pasa, fecundando y sirviendo a la existencia humana. Volvamos, pues, a proponer a los jóvenes la medida alta y trascendente de la vida, entendida como vocación: que llamados a la vida consagrada, al sacerdocio, al matrimonio, sepan responder con generosidad a la llamada del Señor, porque sólo así podrán captar lo que es esencial para cada uno. La frontera educativa constituye el lugar para una amplia convergencia de objetivos: en efecto, la formación de las nuevas generaciones no puede menos de interesar a todos los hombres de buena voluntad, interpelando la capacidad de toda la sociedad de asegurar referencias fiables para el desarrollo armónico de las personas.

También en Italia el tiempo actual está marcado por una incertidumbre sobre los valores, evidente en la dificultad de numerosos adultos a la hora de cumplir los compromisos asumidos: esto es índice de una crisis cultural y espiritual tan grave como la económica. Sería ilusorio —esto quiero subrayarlo— pensar en contrastar una ignorando la otra. Por esta razón, a la vez que renuevo la llamada a los responsables del sector público y a los empresarios a hacer todo lo que esté dentro de sus posibilidades para mitigar los efectos de la crisis de empleo, exhorto a todos a reflexionar sobre los presupuestos de una vida buena y significativa, que fundan la única autoridad que educa y regresa a las verdaderas fuentes de los valores. De hecho, la Iglesia se preocupa por el bien común, que nos compromete a compartir recursos económicos e intelectuales, morales y espirituales, aprendiendo a afrontar juntos, en un contexto de reciprocidad, los problemas y los desafíos del país. Esta perspectiva, ampliamente desarrollada en vuestro reciente documento sobre Iglesia y sur de Italia, encontrará mayor profundización en la próxima Semana social de los católicos italianos, prevista para octubre en Reggio Calabria, donde, junto a las mejores fuerzas del laicado católico, os comprometeréis a declinar una agenda de esperanza para Italia, para que «las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables» (Deus caritas est, 28). Vuestro ministerio, queridos hermanos, y la vitalidad de las comunidades diocesanas bajo vuestra dirección, son la mayor garantía de que la Iglesia seguirá dando con responsabilidad su contribución al crecimiento social y moral de Italia.

Llamado por gracia a ser Pastor de la Iglesia universal y de la espléndida ciudad de Roma, llevo constantemente en mi corazón vuestras preocupaciones y vuestros anhelos, que en los días pasados puse —junto con los de toda la humanidad— a los pies de la Virgen de Fátima. A ella se eleva nuestra oración: «Virgen Madre de Dios y querida Madre nuestra, que tu presencia haga reverdecer el desierto de nuestras soledades y brillar el sol en nuestras tinieblas, y haga que vuelva la calma después de la tempestad, para que todo hombre vea la salvación del Señor, que tiene el nombre y el rostro de Jesús, reflejado en nuestros corazones, unidos para siempre al tuyo. Así sea» (Fátima, 12 de mayo de 2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de mayo de 2010, p. 15). Os doy las gracias de corazón y os bendigo.



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