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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL


Sala de los Papas
Viernes 7 de diciembre  de 2012

 

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres profesores y queridos colaboradores:

Con gran alegría os recibo al término de los trabajos de vuestra sesión plenaria anual. Saludo de corazón a vuestro nuevo presidente, monseñor Gerhard Ludwig Müller, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos, así como al nuevo secretario general, el padre Serge-Thomas Bonino.

Vuestra sesión plenaria se ha desarrollado en el contexto del Año de la fe, y estoy profundamente contento de que la Comisión teológica internacional haya querido manifestar su adhesión a este evento eclesial a través de una peregrinación a la basílica papal de Santa María la Mayor para encomendar a la Virgen María, praesidium fidei, los trabajos de vuestra Comisión y para orar por todos los que, in medio Ecclesiae, se dedican a hacer fructificar la inteligencia de la fe en beneficio y alegría espiritual de todos los creyentes. Gracias por este gesto extraordinario. Expreso aprecio por el Mensaje que habéis redactado con ocasión de este Año de la fe. Este bien evidencia el modo específico en que los teólogos, sirviendo fielmente la verdad de la fe, pueden participar en el impulso evangelizador de la Iglesia.

Este Mensaje retoma los temas que habéis desarrollado más ampliamente en el documento «La teología hoy. Perspectivas, principios y criterios», publicado a comienzos de año. Reconociendo la vitalidad y la variedad de la teología después del Concilio Vaticano II, este documento busca presentar, por así decirlo, el código genético de la teología católica, esto es, los principios que definen su propia identidad y, en consecuencia, garantizan su unidad en la diversidad de sus realizaciones. A tal fin, el texto aclara los criterios para una teología auténticamente católica y por lo tanto capaz de contribuir a la misión de la Iglesia, al anuncio del Evangelio a todos los hombres. En un contexto cultural donde algunos tienen la tentación o de privar a la teología de un estatuto académico —a causa de su vínculo intrínseco con la fe— o de prescindir de la dimensión creyente y confesional de la teología —con el riesgo de confundirla y de reducirla a las ciencias religiosas—, vuestro documento recuerda oportunamente que la teología es inseparablemente confesional y racional, y que su presencia en la institución universitaria garantiza, o debería garantizar, una visión amplia e integral de la misma razón humana.

Entre los criterios de la teología católica, el documento menciona la atención que los teólogos deben reservar al sensus fidelium. Es muy útil que vuestra Comisión se haya concentrado también sobre este tema que es de particular importancia para la reflexión sobre la fe y para la vida de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, subrayando el papel específico e insustituible que corresponde al Magisterio, ha recalcado sin embargo que el conjunto del Pueblo de Dios participa en el oficio profético de Cristo, realizando así el deseo inspirado, expresado por Moisés: «¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!» (Nm 11, 29). La constitución dogmática Lumen gentium enseña al respecto: «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20.27), no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando “desde los obispos hasta los últimos fieles cristianos” muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral» (n. 12). Este don, el sensus fidei, constituye en el creyente una especie de instinto sobrenatural que tiene una connaturalidad vital con el objeto mismo de la fe. Observamos que precisamente los fieles sencillos llevan consigo esta certeza, esta seguridad del sentido de la fe. El sensus fidei es un criterio para discernir si una verdad pertenece o no al depósito vivo de la tradición apostólica. Presenta también un valor propositivo porque el Espíritu Santo no deja de hablar a las Iglesias y de guiar hacia la verdad plena. Pero hoy es particularmente importante precisar los criterios que permiten distinguir el sensus fidelium auténtico de sus falsificaciones. En realidad éste no es una especie de opinión pública eclesial, y no es concebible poderlo mencionar para contestar las enseñanzas del Magisterio, pues el sensus fidei no puede desarrollarse auténticamente en el creyente más que en la medida en la que él participa plenamente en la vida de la Iglesia, y ello exige la adhesión responsable a su Magisterio, al depósito de la fe.

Hoy este mismo sentido sobrenatural de la fe de los creyentes lleva a reaccionar con vigor también contra el prejuicio según el cual las religiones, y en particular las religiones monoteístas, serían intrínsecamente portadoras de violencia, sobre todo a causa de la pretensión de que ellas exponen la existencia de una verdad universal. Algunos sostienen que sólo el «politeísmo de los valores» garantizaría la tolerancia y la paz civil y sería conforme al espíritu de una sociedad democrática pluralista. En esta dirección vuestro estudio sobre el tema «Dios Trinidad, unidad de los hombres. Cristianismo y monoteísmo» es de viva actualidad. Por un lado es esencial recordar que la fe en el Dios único, Creador del cielo y de la tierra, sale al encuentro de las exigencias racionales de la reflexión metafísica, la cual no se debilita, sino que se refuerza y profundiza por la Revelación del misterio del Dios-Trinidad. Por otro lado, es necesario subrayar la forma que toma la Revelación definitiva del misterio del único Dios en la vida y muerte de Jesucristo, que sale al encuentro de la Cruz como «cordero llevado al matadero» (Is 53, 7). El Señor atestigua un rechazo radical de toda forma de odio y violencia a favor del primado absoluto del agape. Así que si en la historia ha habido o hay formas de violencia perpetradas en nombre de Dios, éstas no se pueden atribuir al monoteísmo, sino a causas históricas, principalmente a los errores de los hombres. Más bien es precisamente el olvido de Dios lo que sumerge a las sociedades humanas en una forma de relativismo que genera ineluctablemente la violencia. Cuando se niega la posibilidad para todos de referirse a una verdad objetiva, el diálogo se hace imposible y la violencia, declarada u oculta, se convierte en la regla de las relaciones humanas. Sin la apertura a lo trascendente, que permite hallar respuestas a los interrogantes sobre el sentido de la vida y sobre la manera de vivir de modo moral, sin esta apertura el hombre se vuelve incapaz de actuar según justicia y de comprometerse por la paz.

Si la ruptura de la relación de los hombres con Dios lleva consigo un desequilibrio profundo en las relaciones entre los hombres mismos, la reconciliación con Dios, obrada por la Cruz de Cristo, «nuestra paz» (Ef 2, 14), es la fuente fundamental de la unidad y de la fraternidad. En esta perspectiva se sitúa también vuestra reflexión sobre el tercer tema, el de la doctrina social de la Iglesia en el conjunto de la doctrina de la fe. Ella confirma que la doctrina social no es un añadido extrínseco, sino que, sin descuidar la aportación de una filosofía social, toma sus principios de fondo de las fuentes mismas de la fe. Tal doctrina busca hacer efectivo, en la gran diversidad de las situaciones sociales, el mandamiento nuevo que el Señor Jesús nos ha dejado: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34).

Roguemos a la Virgen Inmaculada, modelo de quien escucha y medita la Palabra de Dios, que os obtenga la gracia de servir siempre gozosamente a la inteligencia de la fe en beneficio de toda la Iglesia. Renovando la expresión de mi profunda gratitud por vuestro servicio eclesial, os aseguro mi constante cercanía en la oración y os imparto de corazón a todos vosotros la bendición apostólica.



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