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PALABRAS DE DESPEDIDA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS CARDENALES PRESENTES EN ROMA


Sala Clementina
Jueves 28 de febrero de 2013

 

Venerados y queridos hermanos:

Con gran alegría os recibo y expreso a cada uno mi más cordial saludo. Doy las gracias al cardenal Angelo Sodano, quien, como siempre, ha sabido hacerse intérprete de los sentimientos de todo el Colegio: Cor ad cor loquitur. Gracias eminencia de corazón. Y desearía decir —retomo la referencia a la experiencia de los discípulos de Emaús— que también para mí ha sido una alegría caminar con vosotros en estos años, en la luz de la presencia del Señor resucitado.

Como dije ayer ante los miles de fieles que llenaban la plaza de San Pedro, vuestra cercanía y vuestro consejo me han sido de gran ayuda en mi ministerio. En estos ocho años hemos vivido con fe momentos bellísimos de luz radiante en el camino de la Iglesia, junto a momentos en los que alguna nube se ha adensado en el cielo. Hemos buscado servir a Cristo y a su Iglesia con amor profundo y total, que es el alma de nuestro ministerio. Hemos dado esperanza, la que nos viene de Cristo, que solo puede iluminar el camino. Juntos podemos dar gracias al Señor, que nos ha hecho crecer en la comunión, y juntos rogarle que os ayude a seguir creciendo en esta unidad profunda, de forma que el Colegio de los cardenales sea como una orquesta donde las diversidades —expresión de la Iglesia universal— cooperen siempre a la armonía superior y concorde.

Desearía dejaros un pensamiento sencillo, que me importa mucho: un pensamiento sobre la Iglesia, sobre su misterio, que constituye para todos nosotros —podemos decir— la razón y la pasión de la vida. Me dejo ayudar por una expresión de Romano Guardini, escrita precisamente en el año en que los padres del Concilio Vaticano II aprobaban la Constitución Lumen gentium, en su último libro, con una dedicatoria personal también para mí; por ello las palabras de este libro son particularmente queridas para mí. Dice Guardini: la Iglesia «no es una institución inventada y construida en teoría..., sino una realidad viva... Vive a lo largo del tiempo, en devenir, como todo ser vivo, transformándose... Sin embargo su naturaleza sigue siendo siempre la misma, y su corazón es Cristo». Ha sido nuestra experiencia ayer, me parece, en la plaza: ver que la Iglesia es un cuerpo vivo, animado por el Espíritu Santo y vive realmente por la fuerza de Dios. Ella está en el mundo, pero no es del mundo: es de Dios, de Cristo, del Espíritu. Lo hemos visto ayer. Por esta es verdad y elocuente también la otra famosa expresión de Guardini: «La Iglesia se despierta en las almas». La Iglesia vive, crece y se despierta en las almas, que —como la Virgen María— acogen la Palabra de Dios y la conciben por obra del Espíritu Santo; ofrecen a Dios la propia carne y, precisamente en su pobreza y humildad, se hacen capaces de generar a Cristo hoy en el mundo. A través de la Iglesia, el Misterio de la Encarnación permanece presente para siempre. Cristo sigue caminando a través de los tiempos y de todos los lugares.

Permanezcamos unidos, queridos hermanos, en este Misterio: en la oración, especialmente en la Eucaristía cotidiana, y sirvamos así a la Iglesia y a toda la humanidad. Esta es nuestra alegría, que nadie nos puede arrebatar.

Antes de saludaros personalmente, deseo deciros que continuaré estando cerca de vosotros con la oración, especialmente en los próximos días, a fin de que seáis plenamente dóciles a la acción del Espíritu Santo en la elección del nuevo Papa. Que el Señor os muestre aquello que quiere Él. Y entre vosotros, entre el Colegio Cardenalicio, está también el futuro Papa, a quien ya hoy prometo mi incondicional reverencia y obediencia. Por esto, con afecto y reconocimiento, os imparto de corazón la bendición apostólica.



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