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SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana
Domingo 8 de junio de 2014

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«Se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2, 4).

Hablando a los Apóstoles en la Última Cena, Jesús dijo que, tras marcharse de este mundo, les enviaría el don del Padre, es decir, el Espíritu Santo (cf.Jn 15, 26). Esta promesa se realizó con poder el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Esa efusión, si bien extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento, sino que se trata de un acontecimiento que se ha renovado y se renueva aún. Cristo glorificado a la derecha del Padre sigue cumpliendo su promesa, enviando a la Iglesia el Espíritu vivificante, que nos enseña y nos recuerda y nos hace hablar.

El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a través de las situaciones de la vida. Él nos enseña el camino, el sendero. En los primeros tiempos de la Iglesia, al cristianismo se le llamaba «el camino» (cf. Hch 9, 2), y Jesús mismo es el camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar siguiendo sus huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.

El Espíritu Santo nos recuerda, nos recuerda todo lo que dijo Jesús. Es la memoria viviente de la Iglesia. Y mientras nos hace recordar, nos hace comprender las palabras del Señor.

Este recordar en el Espíritu y gracias al Espíritu no se reduce a un hecho mnemónico, es un aspecto esencial de la presencia de Cristo en nosotros y en su Iglesia. El Espíritu de verdad y de caridad nos recuerda todo lo que dijo Cristo, nos hace entrar cada vez más plenamente en el sentido de sus palabras. Todos nosotros tenemos esta experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y después otra se relaciona con un pasaje de la Escritura... Es el Espíritu que nos hace recorrer este camino: la senda de la memoria viva de la Iglesia. Y esto requiere de nuestra parte una respuesta: cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor medida las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros, se convierten en actitudes, opciones, gestos, testimonio. En esencia, el Espíritu nos recuerda el mandamiento del amor y nos llama a vivirlo.

Un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un cristiano a mitad de camino, es un hombre o una mujer prisionero del momento, que no sabe tomar en consideración su historia, no sabe leerla y vivirla como historia de salvación. En cambio, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos interpretar las inspiraciones interiores y los acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así crece en nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don del Espíritu. Que el Espíritu Santo reavive en todos nosotros la memoria cristiana. Y ese día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, la que desde el inicio meditaba todas esas cosas en su corazón. Estaba María, nuestra Madre. Que Ella nos ayude en este camino de la memoria.

El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda, y —otro rasgo— nos hace hablar, con Dios y con los hombres. No hay cristianos mudos, mudos en el alma; no, no hay sitio para esto.

Nos hace hablar con Dios en la oración. La oración es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con Él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8, 15; Gal 4, 6); y esto no es sólo un «modo de decir», sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).

Nos hace hablar en el acto de fe. Ninguno de nosotros puede decir: «Jesús es el Señor» —lo hemos escuchado hoy— sin el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar con los demás reconociendo en ellos a hermanos y hermanas; a hablar con amistad, con ternura, con mansedumbre, comprendiendo las angustias y las esperanzas, las tristezas y las alegrías de los demás.

Pero hay algo más: el Espíritu Santo nos hace hablar también a los hombres en laprofecía, es decir, haciéndonos «canales» humildes y dóciles de la Palabra de Dios. La profecía se realiza con franqueza, para mostrar abiertamente las contradicciones y las injusticias, pero siempre con mansedumbre e intención de construir. Llenos del Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona la vida.

Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña el camino; nos recuerda y nos explica las palabras de Jesús; nos hace orar y decir Padre a Dios, nos hace hablar a los hombres en el diálogo fraterno y nos hace hablar en la profecía.

El día de Pentecostés, cuando los discípulos «se llenaron de Espíritu Santo», fue el bautismo de la Iglesia, que nace «en salida», en «partida» para anunciar a todos la Buena Noticia. La Madre Iglesia, que sale para servir. Recordemos a la otra Madre, a nuestra Madre que salió con prontitud, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María: las dos vírgenes, las dos madres, las dos mujeres. Jesús había sido perentorio con los Apóstoles: no tenían que alejarse de Jerusalén antes de recibir de lo alto la fuerza del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 4.8). Sin Él no hay misión, no hay evangelización. Por ello, con toda la Iglesia, con nuestra Madre Iglesia católica invocamos: ¡Ven, Espíritu Santo!



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