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ENCUENTRO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Aula Pablo VI
Jueves 6 de marzo de 2014

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Cuando juntamente con el cardenal vicario hemos pensado en este encuentro, le dije que podía hacer para vosotros una meditación sobre el tema de la misericordia. Al inicio de la Cuaresma reflexionar juntos, como sacerdotes, sobre la misericordia nos hace bien. Todos nosotros lo necesitamos. Y también los fieles, porque como pastores debemos dar mucha misericordia, mucha.

El pasaje del Evangelio de Mateo que hemos escuchado nos hace dirigir la mirada a Jesús que camina por las ciudades y los poblados. Y esto es curioso. ¿Cuál es el sitio donde Jesús estaba más a menudo, donde se le podía encontrar con más facilidad? Por los caminos. Podía parecer un sin morada fija, porque estaba siempre por la calle. La vida de Jesús estaba por los caminos. Sobre todo nos invita a percibir la profundidad de su corazón, lo que Él siente por la multitud, por la gente que encuentra: esa actitud interior de «compasión», viendo a la multitud, sintió compasión. Porque ve a las personas «cansadas y extenuadas, como ovejas sin pastor». Hemos escuchado muchas veces estas palabras, que tal vez no entran con fuerza. Pero son fuertes. Un poco como muchas personas que vosotros encontráis hoy por las calles de vuestros barrios... Luego el horizonte se amplía, y vemos que estas ciudades y estos poblados no son sólo Roma e Italia, sino que son el mundo... y aquellas multitudes extenuadas son poblaciones de muchos países que están sufriendo situaciones aún más difíciles...

Entonces comprendemos que nosotros no estamos aquí para hacer un hermoso ejercicio espiritual al inicio de la Cuaresma, sino para escuchar la voz del Espíritu que habla a toda la Iglesia en este tiempo nuestro, que es precisamente el tiempo de la misericordia. De ello estoy seguro. No es sólo la Cuaresma; nosotros estamos viviendo en tiempo de misericordia, desde hace treinta años o más, hasta ahora.

En toda la Iglesia es el tiempo de la misericordia.

Ésta fue una intuición del beato Juan Pablo II. Él tuvo el «olfato» de que éste era el tiempo de la misericordia. Pensemos en la beatificación y canonización de sor Faustina Kowalska; luego introdujo la fiesta de la Divina Misericordia. Despacito fue avanzando, siguió adelante con esto.

En la homilía para la canonización, que tuvo lugar en el año 2000, Juan Pablo II destacó que el mensaje de Jesucristo a sor Faustina se sitúa temporalmente entre las dos guerras mundiales y está muy vinculado a la historia del siglo XX. Y mirando al futuro dijo: «¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio». Está claro. Aquí es explícito, en el año 2000, pero es algo que en su corazón maduraba desde hacía tiempo. En su oración tuvo esta intuición.

Hoy olvidamos todo con demasiada rapidez, incluso el Magisterio de la Iglesia. En parte es inevitable, pero los grandes contenidos, las grandes intuiciones y los legados dejados al Pueblo de Dios no podemos olvidarlos. Y el de la divina misericordia es uno de ellos. Es un legado que él nos ha dado, pero que viene de lo alto. Nos corresponde a nosotros, como ministros de la Iglesia, mantener vivo este mensaje, sobre todo en la predicación y en los gestos, en los signos, en las opciones pastorales, por ejemplo la opción de restituir prioridad al sacramento de la Reconciliación, y al mismo tiempo a las obras de misericordia. Reconciliar, poner paz mediante el Sacramento, y también con las palabras, y con las obras de misericordia.

¿Qué significa misericordia para los sacerdotes?

Me viene a la memoria que algunos de vosotros me habéis telefoneado, escrito una carta, luego hablé por teléfono... «Pero, padre, ¿por qué usted se mete así con los sacerdotes?». Porque decían que yo apaleo a los sacerdotes. No quiero apalear aquí...

Preguntémonos qué significa misericordia para un sacerdote, permitidme decir para nosotros sacerdotes. Para nosotros, para todos nosotros. Los sacerdotes se conmueven ante las ovejas, como Jesús, cuando veía a la gente cansada y extenuada como ovejas sin pastor. Jesús tiene las «entrañas» de Dios, Isaías habla mucho de ello: está lleno de ternura hacia la gente, especialmente hacia las personas excluidas, es decir, hacia los pecadores, hacia los enfermos de los que nadie se hace cargo... De modo que a imagen del buen Pastor, el sacerdote es hombre de misericordia y de compasión, cercano a su gente y servidor de todos. Éste es un criterio pastoral que quisiera subrayar bien: la cercanía. La proximidad y el servicio, pero la proximidad, la cercanía... Quien sea que se encuentre herido en su vida, de cualquier modo, puede encontrar en él atención y escucha... En especial el sacerdote demuestra entrañas de misericordia al administrar el sacramento de la Reconciliación; lo demuestra en toda su actitud, en el modo de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver... Pero esto deriva del modo en el cual él mismo vive el sacramento en primera persona, del modo como se deja abrazar por Dios Padre en la Confesión, y permanece dentro de este abrazo... Si uno vive esto dentro de sí, en su corazón, puede también donarlo a los demás en el ministerio. Y os dejo una pregunta: ¿Cómo me confieso? ¿Me dejo abrazar? Me viene a la mente un gran sacerdote de Buenos Aires, tiene menos años que yo, tendrá 72... Una vez vino a mí. Es un gran confesor: siempre hay fila con él... Los sacerdotes, la mayoría, van a él a confesarse... Es un gran confesor. Y una vez vino a mí: «Pero padre...». «Dime». «Tengo un poco de escrúpulos, porque sé que perdono demasiado». «Reza... si tú perdonas demasiado...». Y hemos hablado de la misericordia. A un cierto punto me dijo: «Sabes, cuando yo siento que es fuerte este escrúpulo, voy a la capilla, ante el Sagrario, y le digo: Discúlpame, Tú tienes la culpa, porque me has dado un mal ejemplo. Y me marcho tranquilo...». Es una hermosa oración de misericordia. Si uno en la confesión vive esto en sí mismo, en su corazón, puede también donarlo a los demás.

El sacerdote está llamado a aprender esto, a tener un corazón que se conmueve. Los sacerdotes —me permito la palabra— «fríos», los «de laboratorio», todo limpio, todo hermoso, no ayudan a la Iglesia. Hoy podemos pensar a la Iglesia como un «hospital de campo». Esto, perdonadme, lo repito, porque lo veo así, lo siento así: un «hospital de campo». Se necesita curar las heridas, muchas heridas. Muchas heridas. Hay mucha gente herida, por los problemas materiales, por los escándalos, incluso en la Iglesia... Gente herida por las falacias del mundo... Nosotros, sacerdotes, debemos estar allí, cerca de esta gente. Misericordia significa ante todo curar las heridas. Cuando uno está herido, necesita en seguida esto, no los análisis, como los valores del colesterol, de la glucemia... Pero está la herida, sana la herida, y luego vemos los análisis. Después se harán los tratamientos especializados, pero antes se deben curar las heridas abiertas. Para mí, en este momento, esto es más importante. Y hay también heridas ocultas, porque hay gente que se aleja para no mostrar las heridas... Me viene a la mente la costumbre, por la ley mosaica, de los leprosos en tiempo de Jesús, que siempre estaban alejados, para no contagiar... Hay gente que se aleja por vergüenza, por esa vergüenza de no mostrar las heridas... Y se alejan tal vez un poco con la cara torcida, en contra de la Iglesia, pero en el fondo, dentro, está la herida... ¡Quieren una caricia! Y vosotros, queridos hermanos —os pregunto—, ¿conocéis las heridas de vuestros feligreses? ¿Las intuís? ¿Estáis cercanos a ellos? Es la única pregunta...

Misericordia significa ni manga ancha ni rigidez.

Volvamos al sacramento de la Reconciliación. Sucede a menudo, a nosotros, sacerdotes, escuchar la experiencia de nuestros fieles que nos cuentan de haber encontrado en la Confesión un sacerdote muy «riguroso», o por el contrario muy «liberal», rigorista o laxista. Y esto no está bien. Que haya diferencias de estilo entre los confesores es normal, pero estas diferencias no pueden referirse a la esencia, es decir, a la sana doctrina moral y a la misericordia. Ni el laxista ni el rigorista dan testimonio de Jesucristo, porque ni uno ni otro se hace cargo de la persona que encuentra. El rigorista se lava las manos: en efecto, la clava a la ley entendida de modo frío y rígido; el laxista, en cambio, se lava las manos: sólo aparentemente es misericordioso, pero en realidad no toma en serio el problema de esa conciencia, minimizando el pecado. La misericordia auténtica se hace cargo de la persona, la escucha atentamente, se acerca con respeto y con verdad a su situación, y la acompaña en el camino de la reconciliación. Y esto es fatigoso, sí, ciertamente. El sacerdote verdaderamente misericordioso se comporta como el buen Samaritano... pero, ¿por qué lo hace? Porque su corazón es capaz de compasión, es el corazón de Cristo.

Sabemos bien que ni el laxismo ni el rigorismo hacen crecer la santidad. Tal vez algunos rigoristas parecen santos, santos... Pero pensad en Pelagio y luego hablamos... No santifican al sacerdote, y no santifican al fiel, ni el laxismo ni el rigorismo. La misericordia, en cambio, acompaña el camino de la santidad, la acompaña y la hace crecer... ¿Demasiado trabajo para un párroco? Es verdad, demasiado trabajo. ¿Y de qué modo acompaña y hace crecer el camino de la santidad? A través del sufrimiento pastoral, que es una forma de la misericordia. ¿Qué significa sufrimiento pastoral? Quiere decir sufrir por y con las personas. Y esto no es fácil. Sufrir como un padre y una madre sufren por los hijos; me permito decir, incluso con ansiedad...

Para explicarme os hago algunas preguntas que me ayudan cuando un sacerdote viene a mí. Me ayudan también cuando estoy solo ante el Señor.

Dime: ¿Tú lloras? ¿O hemos perdido las lágrimas? Recuerdo que en los Misales antiguos, los de otra época, hay una oración hermosa para pedir el don de las lágrimas. Comenzaba así la oración: «Señor, Tú que diste a Moisés el mandato de golpear la piedra para que brotase agua, golpea la piedra de mi corazón para que las lágrimas...»: era así, más o menos, la oración. Era hermosísima. Pero, ¿cuántos de nosotros lloramos ante el sufrimiento de un niño, ante la destrucción de una familia, ante tanta gente que no encuentra el camino?... El llanto del sacerdote... ¿Tú lloras? ¿O en este presbiterio hemos perdido las lágrimas?

¿Lloras por tu pueblo? Dime, ¿tú haces la oración de intercesión ante el sagrario?

¿Tú luchas con el Señor por tu pueblo, como luchó Abrahán: «¿Y si fuesen menos? ¿Y si son 25? ¿Y si son 20?...» (cf. Gn 18, 22-33). Esa oración valiente de intercesión... Nosotros hablamos de parresia, de valor apostólico, y pensamos en los proyectos pastorales, esto está bien, pero la parresia misma es necesaria también en la oración. ¿Luchas con el Señor? ¿Discutes con el Señor como hizo Moisés? Cuando el Señor estaba harto, cansado de su pueblo y le dijo: «Tú quédate tranquilo... destruiré a todos, y te haré jefe de otro pueblo». «¡No, no! Si tú destruyes al pueblo, me destruyes también a mí». ¡Éstos tenían los pantalones! Y hago una pregunta: ¿Tenemos nosotros los pantalones para luchar con Dios por nuestro pueblo?

Otra pregunta que hago: por la noche, ¿cómo concluyes tu jornada? ¿Con el Señor o con la televisión?

¿Cómo es tu relación con quienes te ayudan a ser más misericordioso? Es decir, ¿cómo es tu relación con los niños, los ancianos, los enfermos? ¿Sabes acariciarlos, o te avergüenzas de acariciar a un anciano?

No tengas vergüenza de la carne de tu hermano (cf. Reflexiones en esperanza, I cap.). Al final, seremos juzgados acerca de cómo hemos sabido acercarnos a «toda carne» —esto es Isaías. No te avergüences de la carne de tu hermano. «Hacernos prójimo»: la proximidad, la cercanía, hacernos cercanos a la carne del hermano. El sacerdote y el levita que pasaron antes que el buen samaritano no supieron acercarse a esa persona maltratada por los bandidos. Su corazón estaba cerrado. Tal vez el sacerdote miró el reloj y dijo: «Debo ir a la misa, no puedo llegar tarde a misa», y se marchó. ¡Justificaciones! Cuántas veces buscamos justificaciones, para dar vueltas alrededor del problema, de la persona. El otro, el levita, o el doctor de la ley, el abogado, dijo: «No, no puedo porque si hago esto mañana tendré que ir como testigo, perderé tiempo...». ¡Las excusas!... Tenían el corazón cerrado. Pero el corazón cerrado se justifica siempre por lo que no hace. En cambio, el samaritano abrió su corazón, se dejó conmover en las entrañas, y ese movimiento interior se tradujo en acción práctica, en una acción concreta y eficaz para ayudar a esa persona.

Al final de los tiempos, se permitirá contemplar la carne glorificada de Cristo sólo a quien no se haya avergonzado de la carne de su hermano herido y excluido.

Os lo confieso, a mí me hace bien, algunas veces, leer la lista sobre la cual seré juzgado, me hace bien: está en Mateo 25.

Éstas son las cosas que me han venido a mi memoria, para compartirlas con vosotros. Están un poco así, como han salido... [El cardenal Vallini: «Un buen examen de conciencia»] Nos hará bien. [aplausos]

En Buenos Aires —hablo de otro sacerdote— había un confesor famoso: éste era sacramentino. Casi todo el clero se confesaba con él. Cuando, una de las dos veces que vino, Juan Pablo ii pidió un confesor en la nunciatura, fue él. Era anciano, muy anciano... Fue provincial en su Orden, profesor... pero siempre confesor, siempre. Y siempre había fila, allí, en la iglesia del Santísimo Sacramento. En ese tiempo, yo era vicario general y vivía en la Curia, y cada mañana, temprano, bajaba al fax para ver si había algo. Y la mañana de Pascua leí un fax del superior de la comunidad: «Ayer, media hora antes de la vigilia pascual, falleció el padre Aristi, a los 94 —¿o 96?— años. El funeral será el día...». Y la mañana de Pascua yo tenía que ir a almorzar con los sacerdotes del asilo de ancianos —lo hacía normalmente en Pascua—, y luego —me dije— después de la comida iré a la iglesia. Era una iglesia grande, muy grande, con una cripta bellísima. Bajé a la cripta y estaba el ataúd, sólo dos señoras ancianas rezaban allí, sin ninguna flor. Pensé: pero este hombre, que perdonó los pecados a todo el clero de Buenos Aires, también a mí, ni siquiera tiene una flor... Subí y fui a una florería —porque en Buenos Aires, en los cruces de las calles hay florerías, por la calle, en los sitios donde hay gente— y compré flores, rosas... Regresé y comencé a preparar bien el ataúd, con flores... Miré el rosario que tenía entre las manos... E inmediatamente se me ocurrió —ese ladrón que todos tenemos dentro, ¿no?—, y mientras acomodaba las flores tomé la cruz del rosario, y con un poco de fuerza la arranqué. Y en ese momento lo miré y dije: «Dame la mitad de tu misericordia». Sentí una cosa fuerte que me dio el valor de hacer esto y de hacer esa oración. Luego, esa cruz la puse aquí, en el bolsillo. Las camisas del Papa no tienen bolsillos, pero yo siempre llevo aquí una bolsa de tela pequeña, y desde ese día hasta hoy, esa cruz está conmigo. Y cuando me surge un mal pensamiento contra alguna persona, la mano me viene aquí, siempre. Y siento la gracia. Siento que me hace bien. Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote misericordioso, de un sacerdote que se acerca a las heridas...

Si pensáis, vosotros seguramente habéis conocido a muchos, a muchos, porque los sacerdotes de Italia son buenos. Son buenos. Creo que si Italia es aún tan fuerte, no es tanto por nosotros obispos, sino por los párrocos, por los sacerdotes. Es verdad, esto es verdad. No es un poco de incienso para consolar, lo siento así.

La misericordia. Pensad en tantos sacerdotes que están en el cielo y pedid esta gracia. Que os concedan esa misericordia que tuvieron con sus fieles. Y esto hace bien.

Muchas gracias por la escucha y por haber venido aquí.

 



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