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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Sala Clementina
Viernes 3 de octubre de 2014

 

Señores cardenales,
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas:

Dirijo a cada uno un cordial saludo y un sincero agradecimiento por vuestra colaboración en la solicitud de la Santa Sede por los ministros ordenados y su acción pastoral. Agradezco al cardenal Beniamino Stella las palabras con las que introdujo este encuentro. Lo que quisiera deciros hoy gira en torno a tres temas, que corresponden a los fines y a las actividades de este dicasterio: vocación, formación, evangelización.

Retomando la imagen del Evangelio de san Mateo, me agrada comparar la vocación del ministerio ordenado con el «tesoro escondido en un campo» (13, 44). Es verdaderamente un tesoro que Dios pone desde siempre en el corazón de algunos hombres, que Él eligió y llamó a seguirlo en este estado de vida especial. Este tesoro, que pide ser descubierto y llevado a la luz, no está hecho para «enriquecer» sólo a alguno. Quien está llamado al ministerio no es «dueño» de su vocación, sino administrador de un don que Dios le ha confiado para el bien de todo el pueblo, es más, de todos los hombres, incluso los que se han alejado de la práctica religiosa o no profesan la fe en Cristo. Al mismo tiempo, toda la comunidad cristiana es custodio del tesoro de estas vocaciones, destinadas a su servicio, y debe percibir cada vez más la tarea de promoverlas, acogerlas y acompañarlas con afecto.

Dios no cesa de llamar algunos a seguirlo y servirlo en el ministerio ordenado. Pero también nosotros, debemos hacer nuestra parte, mediante la formación, que es la respuesta del hombre, de la Iglesia al don de Dios, ese don que Dios le hace a través de las vocaciones. Se trata de custodiar y cultivar las vocaciones, para que den frutos maduros. Ellas son un «diamante en bruto», que hay que trabajar con cuidado, respeto de las personas y paciencia, para que brillen en medio del pueblo de Dios. La formación, por tanto, no es un acción unilateral, con el que alguien transmite nociones, teológicas o espirituales. Jesús no dijo a quienes llamaba: «ven, te explico», «sígueme, te enseño»: ¡no!; la formación que Cristo ofrece a sus discípulos se realiza, por el contrario, a través de un «ven y sígueme», «haz como yo hago», y este es el método que también hoy la Iglesia quiere adoptar para sus ministros. La formación de la que hablamos es una experiencia discipular, que acerca a Cristo y permite configurarse cada vez más con Él.

Precisamente por eso, ella no puede ser una tarea que se termina, porque los sacerdotes jamás dejan de ser discípulos de Jesús, de seguirlo. A veces avanzamos rápidamente, otras veces nuestro paso es incierto, nos detenemos y podemos también caer, pero siempre permaneciendo en el camino. Por lo tanto, la formación en cuanto discipulado acompaña toda la vida del ministro ordenado y concierne totalmente a su persona, intelectual, humana y espiritualmente. La formación inicial y la permanente se distinguen porque requieren modalidades y tiempos diversos, pero son las dos mitad de una realidad sola, la vida del discípulo clérigo, enamorado de su Señor y constantemente en su seguimiento.

Un parecido itinerario de descubrimiento y valoración de la vocación tiene un fin preciso: la evangelización. Toda vocación es para la misión y la misión de los ministros ordenados es la evangelización, en todas sus formas. Ella parte en primer lugar del «ser», para luego traducirse en un «hacer». Los sacerdotes están unidos en una fraternidad sacramental, por lo tanto, la primera forma de evangelización es el testimonio de fraternidad y de comunión entre ellos y con el obispo. De una semejante comunión puede surgir un fuerte impulso misionero, que libra a los ministros ordenados de la cómoda tentación de estar más preocupados del consentimiento del otro y del propio bienestar en lugar de estar animados por la caridad pastoral, por el anuncio del Evangelio, hasta las más remotas periferias.

En esta misión evangelizadora, los presbíteros están llamados a acrecentar la conciencia de ser pastores, enviados para estar en medio de su rebaño, para hacer presente al Señor a través de la Eucaristía y para dispensar su misericordia. Se trata de «ser» sacerdotes, no limitándose a «hacer» los sacerdotes, libres de toda mundanidad espiritual, conscientes de que es su vida la que evangeliza aún antes que sus obras. Qué hermoso es ver sacerdotes alegres con su vocación, con una serenidad de fondo, que los sostiene incluso en los momentos de fatiga y dolor. Y esto no sucede nunca sin la oración, la del corazón, ese diálogo con el Señor... que es el corazón, por decir así, de la vida sacerdotal. Tenemos necesidad de sacerdotes, faltan vocaciones. El Señor llama, pero no es suficiente. Y nosotros obispos tenemos la tentación de escoger sin discernimiento a los jóvenes que se presentan. ¡Esto es un mal para la Iglesia! Por favor, se necesita estudiar bien el itinerario de una vocación. Examinar bien si él es del Señor, si ese hombre está sano, si ese hombre es equilibrado, si ese hombre es capaz de dar vida, de evangelizar, si ese hombre es capaz de formar una familia y renunciar a ello para seguir a Jesús. Hoy hemos tenido muchos problemas, y en muchas diócesis, por este error de algunos obispos de escoger a los que llegan a veces expulsados de los seminarios o de las casas religiosas porque tienen necesidad de sacerdotes. ¡Por favor! tenemos que pensar en el bien del pueblo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, los temas que estáis tratando en estos días de Asamblea son de gran importancia. Una vocación cuidada mediante una formación permanente, en la comunión, se convierte en un fuerte instrumento de evangelización, al servicio del pueblo de Dios. Que el Señor os ilumine en vuestras reflexiones, os acompañe también mi bendición. Y por favor, os pido que recéis por mí y por mi servicio a la Iglesia. Gracias.

 


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