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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMUNIDAD DE LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA

Sala del Consistorio
Jueves 25 de junio de 2015

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Queridos hermanos:

Os acojo al final de un año de estudios y de vida comunitaria. Demos gracias al Señor por este tiempo que os ha concedido para formaros y crecer juntos en el servicio a la Iglesia. Expreso mi profundo agradecimiento al presidente, monseñor Giampiero Gloder, así como a todos los que, en diversas funciones y de varias formas, colaboran en vuestra formación cultural y espiritual, y al desarrollo ordenado y sereno de vuestra vida en la Academia. De buen grado aprovecho esta ocasión para agradeceros por haber puesto vuestra vida a disposición de la Iglesia y de la Santa Sede, y os animo a proseguir con alegría y serenidad el camino emprendido, que no es fácil. Quiero destacar algunos puntos de este camino vuestro.

Ante todo, vuestra misión. Os preparáis para representar a la Santa Sede ante la comunidad de las naciones y en las Iglesias locales a las que seréis destinados. La Santa Sede es la sede del obispo de Roma, la Iglesia que preside en la caridad, que no se sienta en el vano orgullo de sí, sino en la valentía diaria de la condescendencia, o sea del despojamiento, de su Maestro. La verdadera autoridad de la Iglesia de Roma es la caridad de Cristo, no hay otra. Esta es la única fuerza que la hace universal y creíble para los hombres y el mundo; esta es el corazón de su verdad, que no erige muros de división y exclusión, sino que se transforma en puente que construye la comunión y llama a la unidad del género humano; esta es su potencia secreta, que alimenta su esperanza tenaz, invencible, a pesar de las derrotas momentáneas.

No se puede representar a alguien sin reflejar sus rasgos, sin evocar su rostro. Jesús dice: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). No estáis llamados a ser altos funcionarios de un Estado, una casta superior que se preserva a sí misma y es apreciada en las reuniones mundanas, sino a ser custodios de una verdad que sostiene desde lo profundo a quienes la proponen, y no lo contrario. Es importante que no os dejéis aridecer por los continuos traslados, más bien, hay que cultivar raíces profundas, conservar la memoria viva de por qué se ha emprendido el propio camino, no dejarse vaciar por el cinismo, ni consentir que se desvanezca el rostro de Aquel que está en la raíz del propio itinerario, o que se confunda la voz que ha dado origen al propio camino.

«Acuérdate de Jesucristo» (2 Tm 2, 8), decía Pablo a su discípulo. No perder la memoria de Jesucristo, que está precisamente al inicio de vuestro camino. La preparación específica que os ofrece la Academia está orientada a hacer crecer las realidades que encontraréis, amándolas incluso en la poquedad que quizá muestren. En efecto, os preparáis para convertiros en «puentes», pacificando e integrando en la oración y en el combate espiritual las tendencias a imponerse a los demás, la supuesta superioridad de la mirada que impide el acceso a la esencia de la realidad, la pretensión de saber ya bastante. Para hacer esto es necesario no trasladar al ámbito en el que se actúa los propios esquemas de comprensión, los propios parámetros culturales, el propio bagaje eclesial.

El servicio al que seréis llamados requiere garantizar la libertad de la Sede apostólica, que, para no traicionar su misión ante Dios y por el verdadero bien de los hombres, no puede dejarse aprisionar por las lógicas de los grupos de presión, ser rehén de la repartición contable de las camarillas, contentarse con la repartición entre cónsules, someterse a los poderes políticos y dejarse colonizar por los pensamientos fuertes de turno o por la hegemonía ilusoria de la corriente dominante. Estáis llamados a buscar, en las Iglesias y en los pueblos en medio de los cuales ellas viven y sirven, el bien que hay que promover. Para realizar del mejor modo posible esta misión es indispensable deponer la actitud de juez y ponerse el traje del pedagogo, de aquel que es capaz de hacer salir de las Iglesias y de sus ministros las potencialidades de bien que Dios no deja de sembrar.

Os exhorto a no esperar el terreno preparado, sino a tener la valentía de ararlo con vuestras manos —sin tractores u otros medios más eficaces de los que jamás podremos disponer—, a fin de disponerlo para la siembra, esperando, con la paciencia de Dios, la cosecha, de la que quizá no os beneficiéis vosotros; a no pescar en las peceras o en los criaderos, sino a tener el valor de alejaros de los márgenes de seguridad de cuanto ya se conoce y echar las redes y las cañas de pesca en zonas menos obvias, sin adaptarse jamás a comer pescados preconfeccionados por otros.

La misión del representante pontificio requiere la búsqueda de pastores auténticos, con la inquietud de Dios y con la perseverancia mendicante de la Iglesia que, sin cansarse, sabe que existen, porque Dios no permite que falten. Buscad, guiados no por prescripciones externas, sino por la brújula interior con la que se orienta la propia vocación de pastor, con la medida exigente que se debe aplicar a sí mismo para no extraviarse en la decadencia. Buscad a hombres de Dios, paternos con aquellos que les han sido encomendados; hombres insatisfechos del mundo, conscientes de su «penultimidad» y de la certeza íntima de que, siempre y comoquiera que sea, seguirá necesitando cuanto parece despreciar.

Queridos hermanos: La misión que un día estaréis llamados a desempeñar os llevará a todas las partes del mundo. A Europa, que necesita despertarse; a África, sedienta de reconciliación; a América Latina, hambrienta de alimento e interioridad; a América del Norte, determinada a redescubrir las raíces de una identidad que no se define a partir de la exclusión; a Asia y Oceanía, desafiadas por la capacidad de fermentar en la diáspora y dialogar con la vastedad de culturas ancestrales.

Al dejaros estas reflexiones, os agradezco vuestra visita, tan agradable, y os exhorto a no dejaros desanimar por las dificultades que encontraréis inevitablemente. Estad seguros de la ayuda y del apoyo del Señor, que siempre es fiel. Os prometo acompañaros con mi oración, pero también os pido, por favor, que recéis por mí. Que la Virgen os siga en vuestro camino y en vuestra preparación, os enseñe el profundo amor a la Iglesia que será tan necesario y proficuo en la misión que os espera. Toda vuestra vida está al servicio del Evangelio y de la Iglesia. ¡No lo olvidéis nunca!

Con estos deseos y estas exhortaciones, invoco sobre vosotros, sobre vuestros formadores y profesores, sobre las religiosas —gracias por estar aquí— y sobre todo el personal, la abundancia de los dones del Espíritu Santo, mientras os bendigo de todo corazón.

Podemos rezar juntos el Ángelus…

 



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