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JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA

CATEQUESIS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LOS OPERADORES DE MISERICORDIA

Plaza de San Pedro
Sábado 3 de septiembre de 2016

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Hemos escuchado el himno de la caridad que el apóstol Pablo escribió a la comunidad de Corinto, y que constituye una de las páginas más hermosas y más exigentes para el testimonio de nuestra fe (cf. 1 Co 13,1-13). San Pablo ha hablado muchas veces del amor y de la fe en sus escritos; sin embargo, en este texto se nos ofrece algo extraordinariamente grande y original. Él afirma que el amor, a diferencia de la fe y de la esperanza, «no pasará jamás» (v. 8): es para siempre. Esta enseñanza debe ser para nosotros una certeza inquebrantable; el amor de Dios no cesará nunca, ni en nuestra vida ni en la historia del mundo. Es un amor que permanece siempre joven, activo y dinámico, y que atrae hacia sí de un modo incomparable. Es un amor fiel que no traiciona, a pesar de nuestras contradicciones. Es un amor fecundo que genera y va más allá de nuestra pereza. En efecto, de este amor todos somos testigos. El amor de Dios nos sale al encuentro, como un río en crecida que nos arrolla pero sin aniquilarnos; más bien, es condición de vida: «Si no tengo amor, no soy nada», dice san Pablo (v. 2). Cuanto más nos dejamos involucrar por este amor, tanto más se regenera nuestra vida. Verdaderamente deberíamos decir con toda nuestra fuerza: soy amado, luego existo.

El amor del que nos habla el Apóstol no es algo abstracto ni vago; al contrario, es un amor que se ve, se toca y se experimenta en primera persona. La forma más grande y expresiva de este amor es Jesús. Toda su persona y su vida no es otra cosa que una manifestación concreta del amor del Padre, hasta llegar al momento culminante: «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5,8). Esto es amor. No son palabras, es amor. Del Calvario, donde el sufrimiento del Hijo de Dios alcanza su culmen, brota el manantial de amor que cancela todo pecado y que todo recrea en una vida nueva. Llevemos siempre con nosotros, de modo indeleble, esta certeza de la fe: Cristo «me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Esta es la gran verdad: Cristo me ha amado, y se ha entregado a sí mismo por mí, por ti, por ti, por ti, por todos, por cada uno de nosotros. Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios (cf. Rm 8,35-39). Por tanto, el amor es la expresión más alta de toda la vida y nos permite existir.

Ante este contenido tan esencial de la fe, la Iglesia no puede permitirse actuar como lo hicieron el sacerdote y el levita con el hombre abandonado medio muerto en el camino (cf. Lc 10,25-36). No se puede mirar para otro lado y dar la espalda para no ver muchas formas de pobreza que piden misericordia. Dar la espalda para no ver el hambre, la enfermedad, las personas explotadas…, es un pecado grave; es también un pecado moderno, un pecado actual. Nosotros cristianos no nos lo podemos permitir. No sería digno de la Iglesia ni de un cristiano «pasar de largo» y pretender tener la conciencia tranquila sólo porque se ha rezado o porque se ha ido el domingo a Misa. El Calvario es siempre actual; no ha desaparecido ni permanece sólo como un hermoso cuadro en nuestras iglesias. Ese vértice de com-pasión, del que brota el amor de Dios hacia la miseria humana, nos sigue hablando hoy, animándonos a ofrecer nuevos signos de misericordia. No me cansaré nunca de decir que la misericordia de Dios no es una idea bonita, sino una acción concreta. No hay misericordia sin obras concretas. La misericordia no es hacer un bien «de paso», es implicarse allí donde está el mal, la enfermedad, el hambre, tanta explotación humana. Y, además, la misericordia humana no será auténtica —humana y misericordia— hasta que no se concrete en el actuar diario. La admonición del apóstol Juan sigue siendo válida: «Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,18). De hecho, la verdad de la misericordia se comprueba en nuestros gestos cotidianos que hacen visible la acción de Dios en medio de nosotros.

Hermanos y hermanas, vosotros representáis el gran y variado mundo del voluntariado. Entre las realidades más hermosas de la Iglesia os encontráis vosotros que cada día, casi siempre de forma silenciosa y escondida, dais forma y visibilidad a la misericordia. Vosotros sois artesanos de misericordia: con vuestras manos, con vuestros ojos, con vuestro oído atento, con vuestra cercanía, con vuestras caricias… artesanos. Vosotros manifestáis uno de los deseos más hermosos del corazón del hombre: hacer que una persona que sufre se sienta amada. En las distintas condiciones de indigencia y necesidad de muchas personas, vuestra presencia es la mano tendida de Cristo que llega a todos. Vosotros sois la mano tendida de Cristo: ¿Lo habéis pensado? La credibilidad de la Iglesia pasa también de manera convincente a través de vuestro servicio a los niños abandonados, los enfermos, los pobres sin comida ni trabajo, los ancianos, los sintecho, los prisioneros, los refugiados y los emigrantes, así como a todos aquellos que han sido golpeados por las catástrofes naturales... En definitiva, dondequiera que haya una petición de auxilio, allí llega vuestro testimonio activo y desinteresado. Vosotros hacéis visible la ley de Cristo, la de llevar los unos los pesos de los otros (cf. Ga 6,2; Jn 13,24). Queridos hermanos y hermanas: vosotros tocáis la carne de Cristo con vuestras manos, no lo olvidéis. Tocáis la carne de Cristo con vuestras manos. Sed siempre diligentes en la solidaridad, fuertes en la cercanía, solícitos en generar alegría y convincentes en el consuelo. El mundo tiene necesidad de signos concretos de solidaridad, sobre todo ante la tentación de la indiferencia, y requiere personas capaces de contrarrestar con su vida el individualismo, el pensar sólo en sí mismo y desinteresarse de los hermanos necesitados. Estad siempre contentos y llenos de alegría por vuestro servicio, pero no dejéis que nunca sea motivo de presunción que lleva a sentirse mejores que los demás. Por el contrario, vuestra obra de misericordia sea humilde y elocuente prolongación de Jesucristo que sigue inclinándose y haciéndose cargo de quien sufre. De hecho, el amor «edifica» (1 Co 8,1) y, día tras día, permite a nuestras comunidades ser signo de la comunión fraterna.

Hablad al Señor de esto. Llamadlo. Haced como ha hecho la hermana Preyma, como nos ha contado la hermana: ha tocado a la puerta del sagrario. Qué valiente. El Señor nos escucha: llamadlo. Señor, mira esto. Mira cuánta pobreza, cuánta indiferencia, cuánto se mira para otro lado. «Esto, no me concierne a mí, no me importa». Hablad con el Señor: «Señor, ¿por qué? Señor, ¿por qué? ¿Por qué soy tan débil y tú me has llamado a este servicio? Ayúdame, dame fuerza y humildad». El núcleo de la misericordia es este diálogo con el corazón misericordioso de Jesús.

Mañana, tendremos la alegría de ver a Madre Teresa proclamada santa. Lo merece. Este testimonio de misericordia de nuestro tiempo se añade a la innumerable lista de hombres y mujeres que han hecho visible con su santidad el amor de Cristo. Imitemos también nosotros su ejemplo, y pidamos ser instrumentos humildes en las manos de Dios para aliviar el sufrimiento del mundo, y dar la alegría y la esperanza de la resurrección. Gracias.

Antes de daros la bendición, os invito a todos a rezar en silencio por tantas, tantas personas que sufren; por tanto sufrimiento, por todos los que viven excluidos de la sociedad. Rezad también por tantos voluntarios como vosotros, que salen al encuentro de la carne de Cristo para tocarla, curarla, experimentarla cercana. Y rezad también por tantos, tantos que ante la miseria miran para otra parte y en el corazón sienten una voz que les dice: «No me concierne, no me importa». Recemos en silencio.

Y recemos también a la Virgen: Dios te salve…

 



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