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VISITA PASTORAL DEL PAPA FRANCISCO A GÉNOVA

ENCUENTRO CON SACERDOTES Y CONSAGRADOS

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Catedral de San Lorenzo
Sábado 27 de mayo 2017

[Multimedia]


 

Papa Francisco:

Hermanos y hermanas, os invito a rezar juntos por nuestros hermanos coptos egipcios que fueron asesinados porque no querían renegar de la fe. Junto a ellos, a sus obispos, a mi hermano Teodoro, os invito a rezar juntos en silencio y después un avemaría. [Silencio - “avemaría”] Y no olvidemos que hoy los mártires cristianos son más que en tiempos antiguos, que los primeros tiempos de la Iglesia. Son más.

Don Andrea Carcasole:

Soy vicepárroco de la parroquia de San Bartolomé de la Certosa aquí en Génova, que es una parroquia de 12 mil habitantes. Le pedimos hoy los criterios para vivir una intensa vida espiritual en nuestro ministerio que, en la complejidad de la vida moderna y de las tareas también administrativas, tiende a hacernos vivir dispersos y fragmentados.

Papa Francisco:

Gracias Don Andrea por la pregunta. Yo diré que cuanto más imitemos el estilo de Jesús, mejor haremos nuestro trabajo de pastores. Este es el criterio fundamental: el estilo de Jesús. ¿Cómo era el estilo de Jesús como pastor? Siempre en camino. Los Evangelios, con los matices propios de cada uno, pero siempre nos hacen ver a Jesús en camino, en medio de la gente, la “multitud” dice el Evangelio. Distingue bien el Evangelio los discípulos, la multitud, los doctores de la ley, los saduceos, los fariseos... Distingue el Evangelio: es interesante. Y Jesús estaba en medio de la multitud. Si nosotros imaginamos cómo era el horario de la jornada de Jesús, leyendo los Evangelios podemos decir que la mayor parte del tiempo lo pasaba en la calle. Esto quiere decir cercanía a la gente, cercanía a los problemas. No se escondía. Después, por la noche, muchas veces se escondía para rezar, para estar con el Padre. Y estas dos cosas, esta forma de ver a Jesús, en la calle y en oración, ayuda mucho a nuestra vida cotidiana, que no está en camino, está con prisas. Son cosas diferentes. De Jesús se dice que quizá iba un poco con prisas cuando iba hacia la Pasión: “con decisión” fue a Jerusalén. Pero esta costumbre, esta forma “enloquecida” de vivir siempre mirando el reloj —“tengo que hacer esto, esto, esto...”— no es una forma pastoral, Jesús no hacía esto. Jesús nunca estaba parado. Y, como todos los que caminan, Jesús estaba expuesto a la dispersión, a ser “fragmentado”. Por eso me gusta la pregunta, porque se ve que nace de un hombre que camina y no es estático. No debemos tener miedo del movimiento y de la dispersión de nuestro tiempo. Pero el miedo más grande en el que tenemos que pensar, que podemos imaginar, es una vida estática: una vida del sacerdote que tiene todo bien resuelto, todo en orden, estructurado, todo está en su sitio, los horarios —a qué hora se abre la secretaría, la iglesia se cierra a tal hora...—. Yo tengo miedo del sacerdote estático. Tengo miedo. También cuando es estático en la oración: yo rezo de tal a tal hora. ¿Pero no te entran ganas de ir a pasar con el Señor una hora más para mirarlo y dejarte mirar por Él? Esta es la pregunta que yo haría al sacerdote estático, que tiene todo perfecto, organizado... Yo diría que una vida así, tan estructurada, no es una vida cristiana. Quizá ese párroco es un buen empresario, pero yo me pregunto: ¿es cristiano? O al menos ¿vive como cristiano? Sí, celebra la misa, ¿pero el estilo es un estilo cristiano? O quizá es un creyente, un buen hombre, vive en gracia de Dios, pero con un estilo de empresario. Jesús siempre ha sido un hombre de calle, un hombre de camino, un hombre abierto a las sorpresas de Dios. Sin embargo, el sacerdote que tiene todo planificado, todo estructurado, generalmente está cerrado a las sorpresas de Dios y se pierde esta alegría de la sorpresa del encuentro. El Señor te toma cuando no te lo esperas, pero estás abierto. Un primer criterio es no tener miedo de esta tensión que nos toca vivir: nosotros estamos en camino, el mundo es así. Es un signo de vida, de vitalidad: un padre, una madre, un educador está siempre expuesto a esto y vive la tensión. Un corazón que ama, que se da, siempre vivirá así: expuesto a esta tensión. Y alguno puede también tener la fantasía de decir: “Ah, yo me haré sacerdote de clausura, monja de clausura, y así no tendré esta tensión”. Pero también los padres del desierto iban al desierto para luchar más. Esa lucha, esa tensión.

Y yo creo que tenemos que pensar sobre esto en algunos aspectos. Si miramos a Jesús, los Evangelios nos hacen ver dos momentos, que son fuertes, que son el fundamento. Dije esto al inicio y lo repito ahora: el encuentro con el Padre y el encuentro con las personas. La mayoría de las personas con las que se encontraba Jesús eran gente que tenía necesidad, gente necesitada —enfermos, endemoniados, pecadores—, también gente marginada, leprosos. Y el encuentro con el Padre. En el encuentro con el Padre y con los hermanos, allí se da esta tensión: todo se debe vivir en esta clave del encuentro. Tú, sacerdote, tú te encuentras con Dios, con el Padre, con Jesús en la eucaristía, con los fieles: te encuentras. No hay un muro que impida el encuentro; no hay una formalidad demasiado rígida que impida el encuentro. Por ejemplo, la oración: tú puedes estar una hora delante del Tabernáculo, pero sin encontrar al Señor, rezando como un loro. ¡Pero tú así pierdes el tiempo! La oración: si tú rezas, reza y encuentra al Señor, permanece en silencio, déjate mirar por el Señor; di una palabra al Señor, pide algo. Quédate en silencio, escucha qué dice, qué te hace sentir... Encuentro. Y con la gente lo mismo. Nosotros sacerdotes sabemos cuánto sufre la gente cuando viene a pedirnos un consejo o cualquier cosa. “¿Qué pasa?... Sí, sí, pero ahora no tengo tiempo, no...”. Deprisa, no en camino, deprisa, esta es la diferencia. Eso que está parado y eso que va deprisa nunca se encuentran. Conocí un buen sacerdote que tenía una gran genialidad: fue un profesor de literatura de alto, altísimo nivel, porque él era un poeta y conocía bien las letras. Y cuando se jubiló —es un religioso— pidió a su provincial que lo mandara a un parroquia de las villas miserias, con los pobres pobres. Para tener esta servicio, un hombre de esa cultura, fue allí realmente con ganas de encontrar —era un hombre de oración—; de continuar encontrando a Jesús y encontrar un pueblo que no conocía: el pueblo de los pobres; fue con mucha generosidad. Este hombre pertenecía a la comunidad donde yo estaba, la comunidad religiosa. Y el provincial le dijo: “un día a la semana ve a la comunidad”. Y él venía a menudo, hablaba con todos nosotros, se confesaba, aprovechaba y volvía. Un día me dijo: “Pero estos teólogos... les falta algo”. Yo le dije: “¿Qué les falta?”. “Por ejemplo, el profesor de eclesiología, debe hacer dos tesis nuevas”. “¿Ah sí, cuáles?”. Y él decía así: “El pueblo de Dios, la gente en la parroquia, es ontológicamente pesada, es decir que cansa, y metafísicamente, esencialmente olímpico”. ¿Qué quiere decir “olímpico”? Qué hace lo que quiere; tú puedes darle un consejo, pero luego se verá... Y cuando tú trabajas con la gente, la gente te cansa, y a veces también te harta un poco. ¡Pero es el Pueblo de Dios! Piensa en Jesús, que lo tiraban de una parte y de la otra. Piensa en Jesús, en esa vez en la que estaba en la calle y decía: “¿Pero quién me ha tocado?” — “Pero Maestro, ¿qué dices? Mira cuánta gente hay a tu alrededor”. “Alguien me ha tocado” — “Pero mira...”. Siempre la gente cansa. Dejarse cansar por la gente; no defender demasiado la propia tranquilidad. Voy al confesionario: hay fila, y después yo tenía idea de salir... No la misa, sino una cosa que se podía hacer o no hacer, eso es, entonces yo tenía en mente esto, miro el reloj y ¿qué hago? Es una opción: permanezco en el confesionario y sigo confesando hasta que termine, o digo a la gente: “Tengo otro compromiso, lo siento, hasta pronto”. Siempre encontrando a la gente. Pero este encuentro con la gente es muy morficante, ¡es una cruz! Encontrar a la gente es una cruz, quizá estarán en la parroquia una, dos, diez personas —ancianas— que te preparan un postre y te lo llevan, buenas... ¡Pero cuántos dramas tienes que ver! Y esto cansa el alma y te lleva a la oración de intercesión.

Yo diría estas dos cosas, en esta tensión. Es muy importante. Y uno de los signos de que no se está yendo por el buen camino es cuando el sacerdote habla demasiado de sí mismo, demasiado: de las cosas que hace, que le gusta hacer... es autorreferencial. Es un signo que ese hombre no es un hombre de encuentro, como mucho es un hombre del espejo, le gusta reflejarse a sí mismo; necesita llenar el vacío del corazón hablando de sí mismo. Sin embargo el sacerdote que lleva una vida de encuentro, con el Señor en la oración y con la gente hasta el final del día, está “destrozado”, san Luigi Orione decía “como un trapo”. Y uno puede decir: “Pero, Señor, necesito otras cosas...”. ¿Estás cansando? Ve adelante. Ese cansancio es santidad, siempre que haya oración. De otra forma, podría ser también un cansancio de autorreferencialidad. Debéis, vosotros sacerdotes, examinaros sobre esto: ¿soy hombre de encuentro? ¿Soy hombre de tabernáculo? ¿Soy hombre de calle? ¿Soy hombre “de oído”, que sabe escuchar? O cuando empiezan a decirme las cosas, respondo enseguida: “Sí, sí, las cosas son así y así...”. ¿Me dejo cansar por la gente? Este era Jesús. No hay fórmulas. Jesús tenía una clara conciencia de que su vida era para los otros: para el Padre y para los otros, no para sí mismo. Se daba, se daba: se daba a la gente, se daba al Padre en la oración. Y su vida la ha vivido en clave de misión: “Yo soy enviado por el Padre para decir estas cosas...”.

Una cosa que no nos ayuda es la debilidad en la diocesanidad. Pero de esto hablaré respondiendo a otra pregunta.

Nos hará bien, hará bien a todos los sacerdotes recordar que solamente Jesús es el Salvador, no hay otros salvadores. Y quizá pensar que Jesús nunca, nunca, se ha unido a las estructuras, sino que siempre se unía a las relaciones. Si un sacerdote ve que en su vida su conducta está demasiado unida a las estructuras, algo no va bien. Y Jesús esto no lo hacía, Jesús se unía a las relaciones. Una vez escuché a un hombre de Dios —creo que introducirán la causa de beatificación de este hombre— que decía: “En la Iglesia se debe vivir ese dicho: “mínimo de estructuras por el máximo de vida, y nunca el máximo de estructuras por el mínimo de vida”. Sin relaciones con Dios y con el prójimo, nada tiene sentido en la vida de un sacerdote. Harás carrera, irás a ese lugar, a ese otro; a esa parroquia que te gusta o a una terna para ser obispo. Harás carrera. Pero, ¿el corazón? Permanecerá vacío, porque tu corazón está unido a las estructuras y no a las relaciones, las relaciones esenciales: con el Padre, con Dios, con Jesús y con las personas. Esta es un poco la respuesta sobre los criterios que quiero daros. “Pero, Padre, usted no es moderno... Estos criterios son antiguos...”. ¡Así es la vida, hijo! ¡Son los viejos criterios de la Iglesia que son modernos, ultramodernos!

Don Pasquale Revello:

Soy un párroco. Trabajo en Recco, una bonita ciudad en el mar, en la parroquia de San Juan Bautista: 7.000 habitantes. Quisiéramos vivir mejor la fraternidad sacerdotal tan aconsejada por nuestro cardenal arzobispo y promovida con encuentros diocesanos, vicariales, peregrinaciones, retiros y ejercicios espirituales, semanas de comunidad. ¿Nos puede dar alguna indicación?

Papa Francisco:

Gracias, don Pasquale. ¿Cuántos años tiene usted?

Don Pasquale:

81 cumplidos.

¡Somos de la misma edad! Pero le confieso algo: escuchándole hablar así, ¡hubiera pensado que tiene 20 años menos! Fraternidad: es una bonita palabra, pero no se cotiza en la bolsa de valores. Es una palabra que no se cotiza en la bolsa de valores. Es muy difícil, la fraternidad, entre nosotros. Es un trabajo de todos los días, la fraternidad presbiteral. Quizá sin darnos cuenta, pero corremos el riesgo de crear esa imagen del sacerdote que sabe todo, no necesita que le digan nada más: “Yo sé todo, sé todo”. Hoy los niños dirían: “¡Este es un sacerdote google o wikipedia!”. Sabe todo. Y esta esta una realidad que hace mal a la vida presbiterial: la autosuficiencia. Este tipo de sacerdote dice: “¿Por qué perder tiempo en reuniones?... Y cuántas veces estoy en reuniones y está hablando el hermano sacerdote, y yo estoy en órbita en mis pensamientos, pienso en las cosas que tengo que hacer mañana...”. Yo hago la pregunta: “¿Sabéis que desde el próximo año crecerá la aportación del 8 por mil para los sacerdote?” entonces, “la órbita” baja enseguida, porque ¡hay algo que ha tocado el corazón! ¿Esto te interesa? ¿Y eso que dice ese sacerdote joven o ese sacerdote viejo o ese sacerdote de mediana edad, no te interesa? Una bonita pregunta para hacerse: en las reuniones, cuando me siento un poco lejos de lo que está diciendo el otro, o no me interesa, preguntarme: “Pero ¿por qué no me interesa esto? ¿Qué es lo que me interesa? ¿Dónde está la puerta para llegar al corazón de ese hermano sacerdote que está hablando y diciendo de su vida, que es riqueza para mí?”. ¡Es una verdadera ascesis la de la fraternidad sacerdotal! La fraternidad. Escucharse, rezar juntos...; y después una buena comida juntos, hacer fiesta juntos... para los sacerdotes jóvenes, un partido de fútbol juntos... ¡Esto hace bien! Hace bien. Hermano. La fraternidad, tan humana. Hacer con los sacerdotes del presbiterio lo que hacía con mis hermanos: este es el secreto. Pero está el egoísmo; debemos recuperar el sentido de la fraternidad que... sí, se habla pero no ha entrado todavía en el corazón de los presbíteros, no ha entrado profundamente. En algunos un poco, en algunos menos, pero debe entrar más. Lo que sucede al otro, me afecta; lo que dice el hermano, puede decirlo también para ayudarme a resolver un problema que yo tengo. “Pero ese piensa de forma diferente a mí...”. ¡Escúchalo! Y toma lo que te sirve. Los hermanos son riqueza los unos para los otros. Y esto es lo que abre el corazón: recuperar el sentido de la fraternidad. Es una cosa muy seria. Nosotros sacerdotes, nosotros obispos, no somos el Señor. No. El Señor es Él. Nosotros somos los discípulos del Señor, y debemos ayudarnos los unos a los otros. También pelear, como peleaban los discípulos cuando se preguntaban quién era el más grande de ellos. También pelear. Es bonito también escuchar discusiones en las reuniones sacerdotales, porque si hay discusión hay libertad, hay amor, hay confianza, ¡hay fraternidad! No tener miedo. Más bien, es necesario tener miedo de lo contrario: no decir las cosas, para después, detrás: “¿Has escuchado qué ha dicho este tonto? ¿ Has escuchado que idea extravagante?”. La murmuración, el “despellejarse” el uno al otro, la rivalidad... Os diré una cosa... He pensado tres veces si puedo decirla o no. Sí, la puedo decir. No sé si debo decirla, pero la puedo decir. Vosotros sabéis que para hacer el nombramiento de un obispo se pide información a los sacerdotes y también a los fieles, a las consagradas sobre este sacerdote, y allí, en el cuestionario que manda el nuncio, se dice: “esto es secreto”. No se puede decir a nadie, pero este sacerdote es un posible candidato a convertirse en obispo. Y se piden informaciones. Algunas veces se encuentran verdaderas calumnias y opiniones que, sin ser calumnias graves, devalúan al sacerdote; y se entiende enseguida que detrás hay rivalidad, celos, envidia... Cuando no hay fraternidad sacerdotal, hay —es dura la palabra— hay traición: se traiciona al hermano. Se vende al hermano. Para ir arriba yo. Se “despelleja” al hermano. Pensad, haced un examen de conciencia sobre esto. Os pregunto: ¿cuántas veces he hablado bien, he escuchado bien, en una reunión, hermanos sacerdotes que piensan distinto o que no me gustan? ¿Cuántas veces, apenas han empezado a hablar, he cerrado los oídos? ¿Y cuántas veces les he criticado, “desplumado”, “despellejado” a escondidas? El enemigo grande contra la fraternidad sacerdotal es este: la murmuración por envidia, por celos o porque no me va bien, o porque piensa de otra manera. Y por tanto es más importante la ideología de la fraternidad; es más importante la ideología de la doctrina... ¿Pero a dónde hemos llegado? Pensad. La murmuración o el juzgar mal a los hermanos es un “mal de clausura”: cuanto más encerrados estamos en nuestros intereses, más criticamos a los demás. Y nunca tener ganas de tener la última palabra: la última palabra será la que sale sola, o la dirá el obispo; pero yo digo la mía y escucho la de los demás.

Después cuando hay sacerdotes enfermos, físicamente enfermos, vamos a visitarles, les ayudamos... Pero peor, cuando están enfermos psíquicamente; y cuando están enfermos moralmente. ¿Hago penitencia por ellos? ¿Rezo por ellos? ¿Trato de acercarme para ayudar, para hacerles ver la mirada misericordiosa del Padre? ¿O voy enseguida donde otro amigo mío para decirle: “¿sabes? He sabido que aquel esto, aquel lo otro...?”. Y lo “ensucio” todavía más. Pero si ese pobrecito ha caído víctima de satanás, ¿también tú quieres aplastarlo? Estas cosas no son fábulas: esto sucede, esto pasa. Y además otra cosa que puede ayudar es saber que ninguno de nosotros es el todo. Todos somos parte de un cuerpo, del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, de esta Iglesia particular. Y quien pretende ser el todo, tener siempre razón o tener ese lugar o ese otro, se equivoca. Pero esto se aprende desde el seminario. Sé que aquí hay superiores de los seminarios, formadores, padres espirituales. Esto es muy importante. Un buen arzobispo vuestro, el cardenal Canestri, decía que la Iglesia es como un río: lo importante es estar dentro del río. Si estás en el centro o más a la derecha o más a la izquierda, pero dentro del río, esto es una variedad lícita. Lo importante es estar dentro del río. Muchas veces nosotros queremos que el río se estreche solo por nuestra parte y condenamos a los otros... esto no es fraternidad. Todos dentro del río. Todos. Esto se aprende en el seminario. Y yo aconsejo a los formadores: si vosotros veis un seminarista bueno, inteligente, que parece bueno, es bueno pero es un hablador [cotilla], expulsadle. Porque después esta será una hipoteca para la fraternidad presbiteral. Si no se corrige, expulsadle. Desde el inicio. Hay un refrán, no sé como se dice en italiano: “Cría cuervos y te comerán los ojos”. Si en el seminario tu crías “cuervos” que “chismorrean”, destruirán cualquier presbiterio, cualquier fraternidad en el presbiterio. Y después hay muchas pruebas: el párroco y el vice-párroco, por ejemplo. A veces están de acuerdo de forma natural, son del mismo temperamento; pero muchas veces son diferentes, muy diferentes, porque en el río uno está en esta parte y el otro en la otra parte: pero todos dentro del río. Haced un esfuerzo para entenderos, para amaros, para hablaros... Lo importante es estar dentro del río. Y lo importante es no chismorrear del otro, y buscar la unidad. Y debemos encender las luces, las riquezas, los dones, los carismas de cada uno. Esto es importante. Los Padres del desierto nos enseñaron mucho sobre esto: sobre la fraternidad, el perdón, la ayuda. Una vez fueron a ver a Abba Pafnuzio algunos monjes: estaban preocupados por un pecado que había cometido uno de sus hermanos, y se dirigieron a él para pedir ayuda. Pero, antes de ir, habían cotilleado entre ellos, bastante. Y Abba Pafnuzio, después de haberles escuchado, dijo: “Sí, yo he visto en la orilla del río un hombre que estaba en el barro hasta las rodillas. Y algunos hermanos querían ayudarle, y le han hecho ir hacia abajo hasta el cuello”. Hay algunas “ayudas” que lo que buscan es destruir y no ayudar: están solo disfrazadas de ayuda. En la murmuración, siempre sucede esto. Algo que nos ayudará mucho, cuando nos encontremos ante los pecados o cosas feas de nuestros hermanos, cosas que buscan romper la fraternidad, es hacernos la pregunta: “¿Cuántas veces yo he sido perdonado?”. Esto ayuda. Gracias Don Pasquale. Y gracias por su juventud.

Madre Rosangela Sala, presidente USMI Ligure:

Soy del Instituto de las hermanas de la Inmaculada y represento la parte femenina de la vida consagrada de Liguria. Sabemos que usted ha vivido una larga experiencia de consagración vivida en situaciones diferentes y con diferentes roles. ¿Qué puede decirnos para que podamos vivir nuestra vida con creciente intensidad respecto al carisma, al apostolado y en nuestra diócesis, que es la Iglesia?

Gracias, Madre. Yo a la Madre Rosangela la conozco desde hace años... Es una buena mujer, pero tiene un defecto. ¿Puedo decirlo? ¡Conduce a 140! [ríe, ríen]. Le gusta ir rápido, pero es buena. Usted ha dicho una palabra que me gusta mucho, me gusta mucho: la diocesanidad. Más que una palabra, es una dimensión que me gustaría unir con las preguntas precedentes. Una dimensión de nuestra vida de Iglesia, porque la diocesanidad es lo que nos salva de la abstracción, del nominalismo, de una fe un poco gnóstica o solamente que “vuela por el aire”. La diócesis es esa porción del Pueblo de Dios que tiene un rostro. En la diócesis está el rostro del Pueblo de Dios. La diócesis ha hecho, hace y hará historia. Todos estamos incluidos en la diócesis. Y esto nos ayuda para que nuestra fe no sea teórica, sino práctica. Y vosotras consagradas y consagrados, sois un regalo para la Iglesia, porque cada carisma, cada uno de los carismas es un regalo para la Iglesia, para la Iglesia universal. Pero siempre es interesantes ver cómo cada uno de los carismas nacen en un lugar concreto y muy unido a la vida de esa diócesis concreta. Los carismas no nacen en el aire, sino en un lugar concreto. Después el carisma crece, crece, crece y tiene un carácter muy universal; pero al principio, siempre tiene una concreción. Es bonito recordar cómo no haya un carisma sin una experiencia fundadora concreta. Y que normalmente no está unida a una misión universal, sino a una diócesis, a un lugar concreto. Después se hace universal, pero al principio, en las raíces... Pensemos en los franciscanos. Si uno dice: “Soy franciscano”, ¿cuál es el lugar que viene a la mente? ¡Asís! ¡Enseguida! “¡Pero somos universales!”. Sí, estáis por todos lados, es verdad, pero está el origen concreto. Y vivir intensamente el carisma es querer encarnarlo en un lugar concreto.

El carisma debe ser encarnado: nace en un lugar concreto y después crece y continúa encarnándose en lugares concretos. Pero siempre es necesario buscar dónde ha nacido, cómo ha nacido el carisma, en qué ciudad, en qué barrio, con qué fundador, qué fundadora, cómo se ha formado... Y esto nos enseña a amar a la gente de los lugares concretos, amar gente concreta, tener ideales concretos: la concreción la da la diocesanidad. La concreción de la Iglesia la da la diocesanidad. Y esto no quiere decir matar el carisma, no. Esto ayuda al carisma a hacerse más real, más visible, más cercano. Y después, de vez en cuando —cada seis años normalmente— los consagrados se reúnen en capítulo, y provienen de las diferentes “concreciones”, y esto hace crecer al instituto. Pero siempre con la raíz en la diocesanidad: en las diferentes diócesis, donde este carisma ha nacido y donde ha ido. Esta es la concreción. Cuando la universalidad de un instituto religioso, que crece y va y va, se olvida de incluirse en los lugares concretos, en las diócesis concretas, esta orden religiosa al final se olvida de dónde ha nacido, del carisma fundador. Se universaliza a modo de de las Naciones Unidas, por ejemplo. “Sí, hacemos una reunión universal, todos juntos...”. Pero no está esa concreción de la diocesanidad: dónde ha nacido el carisma y dónde ha ido después y si se ha incluido en esas Iglesias particulares. ¡No existen institutos religiosos voladores! Y si alguno tiene esta pretensión, terminará mal. Siempre las raíces en la diócesis. Y aquí está la no fácil relación entre los religiosos consagrados y los obispos. Ahora se está trabajando en un nuevo proyecto para hacer de nuevo el documento Mutuae relationes, que tiene 40 años, y es el momento de revisarlo. Porque siempre hay conflictos, también conflictos de crecimiento, conflictos buenos, y también algunos no tan buenos. Pero esto es importante: un carisma que tenga la intención de no tomar en serio el aspecto de la diocesanidad y se refugia solamente en los aspectos ad intra, esto le llevará a una espiritualidad autorreferencial y no universal como la Iglesia de Jesucristo.

Esta palabra me ha gustado mucho, Madre: diocesanidad. Donde el carisma ha nacido y donde se inserta su crecimiento.

Un segundo aspecto que me gustaría subrayar es la disponibilidad. Una disponibilidad a ir donde hay más riesgo, donde hay más necesidad, donde se necesita más. No para cuidar de sí mismos: para ir a donar el carisma e insertarse donde hay más necesidad. La palabra que uso a menudo es periferias, pero yo digo todas las periferias, no solo las de la pobreza, todas. También esas del pensamiento, todas. Insertarse en ellas. Y estas periferias son el reflejo de los lugares donde ha nacido el carisma primordial. Y cuando digo disponibilidad, digo también revisión de las obras. Es verdad, a veces se hacen revisiones porque no hay personal y se debe hacer. Pero también cuando hay personal, cuando hay gente, preguntarse: ¿nuestro carisma es necesario en esta diócesis? ¿O será más necesario en otra parte y a este lugar podrá venir otro carisma a ayudar? Estar disponibles a ir más allá, siempre más allá: el “Deus semper maior”. Siempre ir más allá, más allá... Estar disponibles y no tener miedo de los riesgos; con la prudencia del gobierno, pero... Esto es importarte, estas dos cosas, diría: diocesanidad y disponibilidad. Diocesanidad como referencia al nacimiento, y también disponibilidad para crecer e insertarse en la diócesis. Diría esto, retomando su palabra, diocesanidad. Gracias.

Padre Andrea Caruso, O.F.M. Cap.:

Soy sacerdote de la orden de los hermanos menores capuchinos de Liguria. Esta es la pregunta: ¿cómo vivir y afrontar el descenso general de vocaciones a la vida sacerdotal y a la vida consagrada?

Se dice de los franciscanos que se reúnen siempre, y se dice: “Cuando no están en capítulo, están en versículo”. Siempre están en alguna reunión, están reunidos.

Por tanto el descenso [de las vocaciones]. Hay un problema demográfico: el descenso demográfico en Italia. Nosotros estamos bajo cero, y si no hay chicos y chicas jóvenes, no habrá vocaciones. Era más fácil en tiempo de familias más numerosas tener vocaciones. Hay un descenso que es también consecuencia del descenso demográfico. No es la única razón, pero esta tenemos que tenerla presente. Es más fácil convivir con un gato o con un perro que con los hijos. Porque yo me aseguro el amor programado, porque no son libres, yo les crío hasta un cierto punto, hay una relación, me siento acompañado o acompañada con el gato, con el perro, y no con los hijos. Uno de mis asistentes, que tiene tres [hijos] me dice esto [ríe]. Sí, es verdad. En cada época, debemos ver las cosas que suceden como un paso del Señor: hoy el Señor pasa entre nosotros y nos plantea esta pregunta: “¿Qué sucede?” ¿Qué sucede? El descenso es verdad. Pero yo me hago otra pregunta: ¿qué nos dice o nos está pidiendo el Señor, ahora? La crisis vocacional es una crisis que afecta a toda la Iglesia, todas las vocaciones: sacerdotales, religiosas, laicales, matrimoniales... Piensa en la vocación al matrimonio, que es tan bonita. No se casan, los jóvenes; viven juntos, prefieren eso. Es una crisis transversal, y debemos pensar las cosas así. Es una crisis que toca a todos, también la vocación matrimonial. Una crisis transversal. Y como tal es un tiempo para preguntarse, para preguntar al Señor y preguntarnos a nosotros: ¿qué debemos hacer? ¿qué debemos cambiar? Afrontar los problemas es algo necesario; y aprender de los problemas es algo obligatorio. Y nosotros tenemos que aprender también de los problemas. Buscar una respuesta que no sea una respuesta reductiva, que no sea una respuesta “de conquista”.

Algo feo que ha sucedido en la Iglesia aquí en Italia —estoy hablando de los años noventa, más o menos—: algunas congregaciones que no tenían casas en Filipinas, iban y traían aquí a las chicas, las han “mimado” y las jóvenes venían. Buenas chicas, buenas... Después, la mayoría lo dejaba. Yo recuerdo, en el Sínodo de 1994, una carta pastoral de los obispos de Filipinas que prohibían hacer esto, y las congregaciones que no tienen casas en Filipinas no pueden hacer esto. Primero. Segundo: la formación inicial se debe hacer en el país [de origen], después se puede ir a otro país, pero la formación inicial, en el propio país. Y recuerdo como si fuera hoy, creo que era en el “Corriere della Sera”, el gran titular: “La trata de novicias”. Fue un escándalo. También en algunos países latinoamericanos. Estoy pensando en una congregación... Tomaban el autobús e iban a ciertos lugares pobres, y convencían a las chicas para venir a Buenos Aires y hacerse novicias, y venían. Y después las cosas no iban bien. Y aquí, en Italia —en Roma— este es un dato de hace 15 años, he sabido de algunas congregaciones que iban a los países ex-comunistas de Europa central en busca de vocaciones, chicas, países pobres... Venían, pero no tenían vocación, pero no querían volver; algunas encontraban un trabajo y otras, pobrecillas, terminaban en la calle.

Es difícil el trabajo vocacional, pero se debe hacer. Es un desafío. Debemos ser creativos, en el trabajo vocacional. El otro día estuvieron en una reunión —antes de vuestro capítulo en la provincia de las Marcas, vinieron a verme. Casi todos. A hacer una especie de pre-capítulo con el Papa. ¡Muchos jóvenes! “¿Cómo tenéis tantas vocaciones?” — “No lo sé, tratamos de vivir la vida como la quería san Francisco”. La fidelidad al carisma fundador. Y cuando hay congregaciones que son fieles al carisma fundador, pero con ese amor que hace ver la actualidad que tiene ese carisma, la belleza, eso atrae. Y después el testimonio. Si nosotros queremos consagrados, consagradas, sacerdotes, debemos dar testimonio de que somos felices, que estamos felices. Y que terminamos nuestra vida felices por la elección que Jesús ha hecho de nosotros. El testimonio de alegría, también en la forma de vivir. Hay consagrados, consagradas, sacerdotes, obispos cristianos, pero viven como paganos. Un joven, una joven de hoy mira y dice: “¡No, así yo no quiero!”. Y esto empuja fuera a la gente. Después, es importante la conversión pastoral y misionera. Una de las cosas que los jóvenes de hoy buscan mucho es la misionariedad. El celo apostólico: ver en el testimonio también un gran celo apostólico, que uno no vive para sí mismo, que vive para los otros, que da la vida, da la vida. Una vez —lo supe apenas ordenado obispo, en el año ‘92— supe que una congregación de monjas del lugar de donde era, en el barrio, en la zona de Buenos Aires donde yo era obispo auxiliar, estaban reformando la casa de las hermanas. Tenían un colegio muy rico, muy rico. Tenían dinero. Y tenían razón: la casa de las hermanas debía ser un poco reformada. La habían hecho bien: también con el baño privado. Está bien —pensé yo— si es una cosa austera, hoy también una comodidad moderna es importante, no hay problema... Pero al final hicieron un edificio de lujo, para las monjas. Y también —estoy hablando de 1992, hoy sería más comprensible, no lo sé, no estaría bien, pero no escandalizaría tanto— en cada una de las habitaciones de las hermanas, una televisión. ¿Cuál fue el resultado? Desde las dos hasta las cuatro de la tarde no encontrabas una monja en el colegio: cada una estaba en su habitación viendo la telenovela. La mundanidad. La mundanidad espiritual. Y la gente, los jóvenes piden testimonio de autenticidad, de celo apostólico, de armonía con el carisma. Y también nosotros darnos cuenta de que con estos comportamientos somos nosotros mismos los que provocamos ciertas crisis vocacionales. Hemos sido nosotros mismos. Es necesaria una conversión pastoral, una conversión misionera. Os invito a tomar esa parte de la Evangelii gaudium que habla de esto, sobre la necesaria conversión misionera, y este es un testimonio que atrae vocaciones.

Después, las vocaciones están, Dios las da. Pero si tú —sacerdote o consagrado o monja— estás siempre ocupado, no tienes tiempo de escuchar a los jóvenes que viene, que no vienen... “Sí, sí, mañana...”. ¿Por qué? Los jóvenes son “aburridos”, vienen siempre con las mismas preguntas... Si tú no tienes tiempo, ve a buscar a otra persona que pueda escuchar. Escucharles. Y después, los jóvenes están siempre en movimiento: es necesario ponerles en el camino misionero. Cuatro días de vacaciones: os invito, vamos a hacer una pequeña misión a ese lugar, a ese pueblo, o vamos a limpiar una escuela de ese pueblo que está sucia.. Y los jóvenes van enseguida. Y haciendo estas cosas, el Señor les habla. El testimonio. Esta es la clave. Esta es la clave.

¿Qué piensa un joven cuando ve un sacerdote, un consagrado o una consagrada? Lo primero que piensa, si tiene algún movimiento del Espíritu: “Yo quisiera ser como esa, como ese”. Allí está la semilla. Nace del testimonio. “¡Yo nunca quisiera ser como ese!”. Es el antitestimonio. El testimonio se hace sin palabras.

Y termino con una anécdota. En la zona de Buenos Aires, donde era obispo auxiliar, hay muchos hospitales, pero en todos hay monjas. Y en uno, que estaba cerca de la vicaría, había tres monjas alemanas, muy ancianas, enfermas, de una congregación que no tenían gente para enviar. Y la madre general, con un buen sentido, las llamó de nuevo: fue una decisión prudente, tomada con la oración, hablando con el obispo... una cosa bien hecha. Y un sacerdote dijo: “Yo conozco a la madre general de un instituto coreano de Seúl, de la Sagrada Familia de Seúl. Puedo escribirla”. Escribió. “Vale, vale”. Al final, después de cuatro meses, llegaron tres hermanas coreanas. Llegaron un lunes —por decir— el martes arreglaron un poco sus cosas, y el miércoles fueron a las plantas del hospital. Coreanas, sin una palabra de español. Algunos días después, los enfermos estaban todos felices: “¡Pero que hermanas más buenas! ¡Pero que bonito, lo que dicen!” — “¿Pero cómo —digo— lo que dicen, si no hablan una palabra de español?” — “No, no, pero es la sonrisa, te toman de la mano, te dan una caricia...”. ¡El lenguaje de los gestos! ¡Pero sobre todo el lenguaje del testimonio del amor! Mira, también sin palabras, tú puedes atraer a la gente. El testimonio es decisivo en las vocaciones: es decisivo.

¡Gracias por lo que hacéis! ¡Muchas gracias! Os pido rezar por mí. Os doy las gracias por vuestra vida consagrada, por vuestra vida presbiterial. Y adelante, adelante, que ¡el Señor es grande y nos dará hijos y nietos en nuestras congregaciones y en nuestras diócesis!

Gracias.

Y ahora os doy la bendición, ¡e id adelante con valentía! Y me gustaría saludar a los cuatro que han tenido la valentía de hacer las preguntas.

 



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