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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON MOTIVO DEL XXV ANIVERSARIO DEL
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Aula del Sínodo
Miércoles, 11 de octubre de 2017

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Señores Cardenales,
Queridos Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
Señores Embajadores,
Ilustrísimos Profesores,
hermanos y hermanas:

Los saludo cordialmente y le agradezco a Mons. Fisichella sus amables palabras.

La celebración del vigésimo quinto aniversario de la Constitución apostólica Fidei depositum, con la que san Juan Pablo II, a los treinta años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, promulgó el Catecismo de la Iglesia Católica, es una oportunidad significativa para verificar el camino recorrido desde entonces. San Juan XXIII quiso y deseó el Concilio, no para condenar errores, sino sobre todo para hacer que la Iglesia lograra presentar con un lenguaje renovado la belleza de su fe en Jesucristo. «Es necesario –afirmaba el papa en su Discurso de apertura– que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico» (11 octubre 1962). «Deber nuestro –continuaba el Pontífice– no es sólo custodiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que desde hace veinte siglos recorre la Iglesia» (ibíd.).

«Custodiar» y «proseguir» es la tarea que le compete a la Iglesia, en razón de su misma naturaleza, para lograr que la verdad impresa en el anuncio del Evangelio por parte de Jesús alcance su plenitud hasta el fin de los tiempos. Se trata de una gracia concedida al Pueblo de Dios, pero también de una tarea y una misión de la que nos sentimos responsables, para anunciar de una manera nueva y más íntegra el Evangelio de siempre a los hombres de hoy. Con la alegría que brota de la esperanza cristiana, y provistos de la «medicina de la misericordia» (ibíd.), nos acercamos pues a los hombres y mujeres de nuestro tiempo para que descubran la riqueza inagotable de la persona de Jesucristo.

Al presentar el Catecismo de la Iglesia Católica, san Juan Pablo II afirmaba que un catecismo «debe tener en cuenta las declaraciones doctrinales que en el decurso de los tiempos el Espíritu Santo ha inspirado a la Iglesia. Y es preciso que ayude también a iluminar con la luz de la fe las situaciones nuevas y los problemas que en otras épocas no se habían planteado aún» (Const. ap. Fidei depositum, 3). Este Catecismo, por tanto, constituye un instrumento importante, no sólo porque presenta a los creyentes las enseñanzas de siempre, para crecer en la comprensión de la fe, sino también y sobre todo porque pretende que los hombres de nuestro tiempo, con sus nuevas y diversas problemáticas, se acerquen a la Iglesia, que se esfuerza por presentar la fe como la respuesta verdaderamente significativa para la existencia humana en este momento histórico particular. No basta, por tanto, con encontrar un lenguaje nuevo para proclamar la fe de siempre; es necesario y urgente que, ante los nuevos retos y perspectivas que se abren para la humanidad, la Iglesia pueda expresar esas novedades del Evangelio de Cristo que se encuentran contenidas en la Palabra de Dios pero aún no han visto la luz. Este es el tesoro de las «cosas nuevas y antiguas» del que hablaba Jesús cuando invitaba a sus discípulos a que enseñaran lo nuevo que él había instaurado sin descuidar lo antiguo (cf. Mt 13,52).

El evangelista Juan escribió una de las páginas más bellas de su Evangelio al transmitirnos la llamada «oración sacerdotal» de Jesús. Antes de afrontar su pasión y su muerte, Jesús se dirige al Padre manifestando su obediencia mediante el cumplimiento de la misión que se le había confiado. Sus palabras son un himno al amor, y contienen también la súplica para que los discípulos sean custodiados y protegidos (cf. Jn 17,12-15). De la misma forma, Jesús ora por los que más adelante creerán en él gracias a la predicación de sus discípulos, para que también ellos sean congregados y permanezcan unidos (cf. Jn 17,20-23). Con la expresión: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3), tocamos el culmen de la misión de Jesús.

Como se sabe, conocer a Dios no consiste en primer lugar en un ejercicio teórico de la razón humana sino en un deseo inextinguible inscrito en el corazón de cada persona. Es un conocimiento que procede del amor, porque hemos encontrado al Hijo de Dios en nuestro camino (cf. Carta enc. Lumen fidei, 28). Jesús de Nazaret camina con nosotros para introducirnos con su palabra y con sus signos en el misterio profundo del amor del Padre. Este conocimiento se afianza, día tras día, con la certeza de la fe de sentirse amados y, por eso, formando parte de un designio lleno de sentido. Quien ama busca conocer aún más a la persona amada para descubrir la riqueza que lleva en sí y que cada día se presenta como una realidad totalmente nueva.

Por este motivo, nuestro Catecismo se entiende a la luz del amor como experiencia de conocimiento, de confianza y de abandono en el misterio. El Catecismo de la Iglesia Católica, al delinear los puntos estructurales que lo componen, retoma un texto del Catecismo Romano, lo hace suyo, proponiéndolo como clave de lectura y de aplicación: «Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer; pero sobre todo debe resaltarse que el amor de Nuestro Señor siempre prevalece, a fin de que cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el amor, ni otro término que el amor» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 25).

En esta perspectiva, me gustaría referirme a un tema que debería ser tratado en el Catecismo de la Iglesia Católica de una manera más adecuada y coherente con estas finalidades mencionadas. Me refiero de hecho a la pena de muerte. Esta cuestión no se puede reducir al mero recuerdo de un principio histórico, sin tener en cuenta no sólo el progreso de la doctrina llevado a cabo por los últimos Pontífices, sino también el cambio en la conciencia del pueblo cristiano, que rechaza una actitud complaciente con respecto a una pena que menoscaba gravemente la dignidad humana. Hay que afirmar de manera rotunda que la condena a muerte, en cualquier circunstancia, es una medida inhumana que humilla la dignidad de la persona. Es en sí misma contraria al Evangelio porque con ella se decide suprimir voluntariamente una vida humana, que es siempre sagrada a los ojos del Creador y de la que sólo Dios puede ser, en última instancia, su único juez y garante. Jamás ningún hombre, «ni siquiera el homicida, pierde su dignidad personal» (Carta al Presidente de la Comisión Internacional contra la pena de muerte, 20 marzo 2015), porque Dios es un Padre que siempre espera el regreso del hijo que, consciente de haberse equivocado, pide perdón y empieza una nueva vida. Por tanto, a nadie se le puede quitar la vida ni la posibilidad de una redención moral y existencial que redunde en favor de la comunidad.

En los siglos pasados, cuando no se tenían muchos instrumentos de defensa y la madurez social todavía no se había desarrollado de manera positiva, el recurso a la pena de muerte se presentaba como una consecuencia lógica de la necesaria aplicación de la justicia. Lamentablemente, también en el Estado Pontificio se acudió a este medio extremo e inhumano, descuidando el primado de la misericordia sobre la justicia. Asumimos la responsabilidad por el pasado, y reconocemos que estos medios fueron impuestos por una mentalidad más legalista que cristiana. La preocupación por conservar íntegros el poder y las riquezas materiales condujo a sobrestimar el valor de la ley, impidiendo una comprensión más profunda del Evangelio. Sin embargo, permanecer hoy neutrales ante las nuevas exigencias de una reafirmación de la dignidad de la persona nos haría aún más culpables.

Aquí no estamos en presencia de ninguna contradicción con la enseñanza del pasado, porque la Iglesia siempre ha enseñado de manera coherente y autorizada la defensa de la dignidad de la vida humana, desde el primer instante de su concepción hasta su muerte natural. El desarrollo armónico de la doctrina, sin embargo, requiere que se deje de sostener afirmaciones en favor de argumentos que ahora son vistos como definitivamente contrarios a la nueva comprensión de la verdad cristiana. Además, como ya mencionaba san Vicente de Lerins: «Quizá alguien diga: ¿Ningún progreso de la religión es entonces posible en la Iglesia de Cristo? Ciertamente que debe haber progreso, y muy grande. ¿Quién podría ser tan hostil a los hombres y tan contrario a Dios que intentara impedirlo?» (Conmonitorium, 23.1: PL 50). Es necesario, por tanto, reafirmar que por grave que haya sido el delito cometido la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona.

«La Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 8). Durante el Concilio, los Padres no pudieron encontrar una expresión más afortunada para explicar de manera sintética la naturaleza y la misión de la Iglesia. No sólo con la «doctrina», sino también con la «vida» y con el «culto» se le ofrece a los creyentes la capacidad de ser Pueblo de Dios. Con una sucesión de verbos, la Constitución dogmática sobre la divina Revelación expresa la dinámica progresiva del proceso: «Esta Tradición progresa […] crece […] tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios» (ibíd.).

La Tradición es una realidad viva y sólo una mirada superficial puede ver el «depósito de la fe» como algo estático. La Palabra de Dios no puede ser conservada con naftalina, como si se tratara de una manta vieja que hay que proteger de la polilla. ¡No! La Palabra de Dios es una realidad dinámica, siempre viva, que progresa y crece porque tiende hacia un cumplimiento que los hombres no pueden detener. Esta ley del progreso, según la feliz formulación de san Vicente de Lerins: «Annis consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate» (Conmonitorium, 23.9: PL 50), pertenece a la peculiar condición de la verdad revelada en cuanto que es transmitida por la Iglesia, y no comporta de manera alguna un cambio de doctrina.

No se puede conservar la doctrina sin hacerla progresar, ni se la puede atar a una lectura rígida e inmutable sin humillar la acción del Espíritu Santo. «Dios, que muchas veces y en diversos modos habló en otros tiempos a los padres» (Hb 1,1), «habla sin intermisión con la Esposa de su amado Hijo» (Dei Verbum, 8). Estamos llamados a hacer nuestra esta «voz», mediante una actitud de «escucha religiosa» (ibíd., 1), para que nuestra vida eclesial progrese con el mismo entusiasmo de los comienzos, hacia esos horizontes nuevos a los que el Señor nos quiere llevar.

Gracias por este encuentro y por su trabajo; les pido que recen por mí y los bendigo de corazón. Gracias.

 



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