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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DE LA POLICÍA PENITENCIARIA, DEL PERSONAL DE LA ADMINISTRACIÓN PENITENCIARIA
Y DEL DEPARTAMENTO DE JUSTICIA
JUVENIL Y DE COMUNIDAD

Plaza de San Pedro
Sábado, 14 de septiembre de 2019

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días.

Os doy la bienvenida y agradezco al Jefe del Departamento de Administración Penitenciaria sus palabras.

Me gustaría dirigirme a vosotros con tres simples palabras. En primer lugar, quiero dar las gracias a la Policía Penitenciaria y al personal administrativo. Gracias porque vuestro trabajo es invisible, a menudo difícil e insatisfactorio, pero esencial. Gracias por todas las veces que vivís vuestro servicio no sólo como una vigilancia necesaria, sino como un apoyo a los débiles. Sé que no es fácil, pero cuando, además de ser custodios de la seguridad, sois una presencia cercana para los que han caído en las redes del mal, os convertís en constructores del futuro: sentáis las bases para una coexistencia más respetuosa y, por tanto, para una sociedad más segura. Gracias porque, al hacerlo, os convertís día tras día en tejedores de justicia y esperanza. Gracias a vosotros.

Hay un pasaje en el Nuevo Testamento, dirigido a todos los cristianos, que creo que es particularmente adecuado para vosotros. Así dice la Carta a los Hebreos: «Acordaos de los presos, como si estuvierais con ellos encarcelados» (Hb 13,3). Os encontráis en esta situación, al cruzar el umbral de tantos lugares de dolor cada día, al pasar tanto tiempo entre pabellones, mientras os esforzáis en garantizar la seguridad sin faltar nunca al respeto por el ser humano. Por favor, no olvidéis el bien que podéis hacer todos los días. Vuestro comportamiento, vuestras actitudes, vuestra mirada son preciosos. Vosotros sois personas que, ante una humanidad herida y a menudo devastada, reconocéis, en nombre del Estado y de la sociedad, su dignidad que no se puede suprimir. Por tanto, os doy las gracias por ser no sólo vigilantes, sino sobre todo por ser los custodios de las personas que se os han confiado, para que, al tomar conciencia del mal hecho, acojan las perspectivas de renacimiento para el bien de todos. Estáis llamados a ser puentes entre la cárcel y la sociedad civil: con vuestro servicio, ejerciendo la justa compasión, podéis superar los miedos mutuos y el drama de la indiferencia. Gracias.

También me gustaría deciros que no os desmotivéis, incluso entre las tensiones que pueden surgir en los centros de detención. En vuestro trabajo, todo lo que os hace sentir cohesionados es de gran ayuda: en primer lugar el apoyo de vuestras familias, que están cerca de vosotros en vuestras fatigas. Y luego el aliento mutuo, el compartir entre colegas, que permiten enfrentar juntos a las dificultades y ayudan a superar las deficiencias. Entre ellas, pienso en particular en el problema del hacinamiento en las cárceles ―es un problema grave―, que aumenta en todos una sensación de debilidad, si no de agotamiento. Cuando las fuerzas disminuyen, la desconfianza aumenta. Es esencial garantizar unas condiciones de vida decentes; de lo contrario, las cárceles se convierten en polvorines de rabia, en lugar de en lugares de recuperación.

Una segunda palabra es para los capellanes, las religiosas, los religiosos y los voluntarios: vosotros sois los portadores del Evangelio dentro de los muros de las cárceles. Me gustaría deciros: adelante. Adelante, cuando os adentráis en las situaciones más difíciles con la única fuerza de una sonrisa y un corazón que escucha, la sabiduría de escuchar, adelante con el corazón que escucha. Adelante cuando os cargáis con los pesos de los demás y los lleváis a la oración. Adelante cuando, en contacto con la pobreza que encontráis, veis vuestra propia pobreza. Es algo bueno, porque es esencial reconocerse ante todo necesitados de perdón. Entonces las propias miserias se convierten en receptáculos de la misericordia de Dios; entonces, como perdonados, os convertís en testigos creíbles del perdón de Dios. De lo contrario, se corre el riesgo de llevar allí a uno mismo y su presunta autosuficiencia ¡Tened cuidado! Adelante, porque con vuestra misión ofrecéis consuelo. Y es muy importante no dejar solo al que se siente solo.

También quisiera dedicaros una frase de la Escritura, que la gente murmuraba contra Jesús al verlo ir a casa de Zaqueo, un publicano acusado de injusticia y robo. El Evangelio de Lucas dice así: «¡Ha entrado en la casa de un pecador!» (Lc 19,7). El Señor fue, no se detuvo frente a los prejuicios de los que creen que el Evangelio está destinado a la “gente bien”. Por el contrario, el Evangelio pide ensuciarse las manos. ¡Gracias porque os ensuciáis las manos! Y ¡adelante! Adelante pues, con Jesús y en el signo de Jesús, que os llama a ser sembradores pacientes de su palabra (cf. Mt 13, 18-23), buscadores incansables de lo perdido, anunciadores de la certeza de que cada uno es precioso para Dios, pastores que ponen sobre sus frágiles hombros a las ovejas más débiles (cf. Lc 15, 4-10). Adelante con generosidad y alegría: con vuestro ministerio consoláis el corazón de Dios.

Por último, una tercera palabra, que me gustaría dirigir a los prisioneros. Es la palabra coraje. Jesús mismo os la dice : “Coraje” .Esta palabra se deriva de corazón. Coraje, porque estáis en el corazón de Dios, sois preciosos a sus ojos y, aunque os sintáis perdidos e indignos, no os desaniméis. Vosotros, los detenidos. Sois importantes para Dios, que quiere hacer maravillas en vosotros. También para vosotros una frase de la Biblia. La Primera Carta de San Juan dice: «Dios es más grande que nuestro corazón» (1Jn 3,20). Nunca os dejéis encerrar en la celda oscura de un corazón desesperado, no cedáis a la resignación. Dios es más grande que cualquier problema y os espera para amaros. Poneos ante el Crucificado, ante la mirada de Jesús: ante Él, con sencillez, con sinceridad. De ahí, de la humilde valentía de los que no se mienten a sí mismos, renace la paz, florecen de nuevo la confianza de ser amados y la fuerza para seguir adelante. Me imagino mirándoos y viendo en vuestros ojos desilusiones y frustración mientras en el corazón sigue latiendo la esperanza, a menudo ligada a la memoria de vuestros seres queridos. Coraje, no sofoquéis nunca la llama de la esperanza. Siempre mirando al horizonte del futuro: siempre hay un futuro de esperanza, siempre.

Queridos hermanos y hermanas, reavivar esta llama es el deber de todos. Corresponde a cada sociedad alimentarla, garantizar que la pena no comprometa el derecho a la esperanza, y que se garanticen las perspectivas de reconciliación y reintegración. Al mismo tiempo que se corrigen los errores del pasado, no se puede borrar la esperanza en el futuro. La cadena perpetua no es la solución de los problemas ―lo repito, la cadena perpetua no es la solución de los problemas―, sino un problema a resolver. Porque si se encierra en una celda la esperanza, no hay futuro para la sociedad. ¡Que nunca se prive del derecho de empezar de nuevo! Vosotros, queridos hermanos y hermanas, con vuestro trabajo y vuestro servicio sois testigos de este derecho: el derecho a la esperanza, el derecho a volver a empezar. Os renuevo mi agradecimiento. Adelante, coraje, con la bendición de Dios, custodiando a los que os han sido confiados. Rezo por vosotros y también os pido que recéis por mí. Gracias.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 14 de septiembre de 2019.

 



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