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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO
a MARSELLA
para la conclusión de los "Encuentros del Mediterráneo"

22 - 23 de septiembre de 2023

ORACIÓN MARIANA CON EL CLERO DIOCESANO

SALUDO DEL SANTO PADRE

Basílica “Notre Dame de la Garde” (Marsiglia)
Viernes, 22 de septiembre de 2023

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Queridos hermanos y hermanas: Bon après-midi! [¡Buenas tardes!]

Me alegra comenzar mi visita compartiendo con ustedes este momento de oración. Agradezco al cardenal Jean-Marc Aveline las palabras de bienvenida y saludo a S.E. Mons. Eric de Moulins-Beaufort, a los hermanos obispos, a los padres rectores y a todos ustedes, sacerdotes, diáconos y seminaristas, consagradas y consagrados que trabajan en esta arquidiócesis con generosidad y compromiso para construir una civilización del encuentro con Dios y con el prójimo. ¡Gracias por su presencia y su servicio, y gracias por sus oraciones!

He llegado a Marsella siguiendo a las huellas de grandes cristianos: santa Teresa del Niño Jesús, Carlos de Foucauld, Juan Pablo II y tantos otros, que han venido aquí como peregrinos para encomendarse a Notre Dame de la Garde. Pongamos bajo su manto los frutos de los Encuentros del Mediterráneo, junto con los anhelos y las esperanzas de vuestros corazones.

En la lectura bíblica, el profeta Sofonías nos ha exhortado a la alegría y a la confianza, recordando que el Señor nuestro Dios no está lejos; está aquí, cerca de nosotros, para salvarnos (cf. 3,17). Es un mensaje que nos remite, en cierto sentido, a la historia de esta basílica y a lo que representa. Ésta, en efecto, no fue fundada para recordar un milagro o una aparición particular, sino sencillamente porque, desde el siglo XIII, el santo Pueblo de Dios buscó y encontró aquí, en la colina de La Guardia, la presencia del Señor a través de los ojos de su Santa Madre. Por eso, desde hace siglos los marselleses —especialmente los que navegan sobre las olas del Mediterráneo— suben aquí a rezar. Ha sido el Santo Pueblo fiel de Dios que ha ―uso la palabra― “ungido” este santuario, este lugar de oración. El Santo Pueblo de Dios que, como dice el Concilio, es infalible in credendo.

Aún hoy, para todos, la Bonne Mère es protagonista de un tierno “cruce de miradas”. Por una parte, la de Jesús, a quien ella siempre nos muestra y cuyo amor se refleja en sus ojos ―el gesto auténtico de la Virgen es: «Hagan todo lo que Él les diga», indicar a Jesús―: Por otra parte, las miradas de tantos hombres y mujeres de toda edad y condición, que ella recoge y presenta a Dios, como hemos recordado al inicio de esta oración al poner a sus pies un cirio encendido. Así pues, en la encrucijada de pueblos que es Marsella, es precisamente sobre este cruce de miradas que quisiera reflexionar con ustedes, porque en él me parece que se expresa bien la dimensión mariana de nuestro ministerio. En efecto, también nosotros, sacerdotes, consagrados, diáconos, estamos llamados a hacer sentir a la gente la mirada de Jesús y, al mismo tiempo, llevar a Jesús la mirada de los hermanos. Un intercambio de miradas. En el primer caso somos instrumentos de misericordia; en el segundo, instrumentos de intercesión.

La primera mirada es la de Jesús que acaricia al hombre. Es una mirada que va de arriba hacia abajo, pero no para juzgar, sino para levantar a quien está caído. Es una mirada llena de ternura, que se transparenta en los ojos de María. Y nosotros, llamados a transmitir esta mirada, tenemos que abajarnos, sentir compasión ―subrayo esta palabra: compasión. No olvidemos que el estilo de Dios es el de la cercanía, la compasión y la ternura―, tenemos que hacer nuestra «la paciente y alentadora benevolencia del Buen Pastor, que no reprocha a la oveja perdida, sino que la carga sobre sus hombros y hace fiesta por su retorno al redil (cf. Lc 15,4-7)» (Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 41). A mí me gusta pensar que el Señor no hace el gesto de señalar con el dedo para juzgar, sino el de tender la mano para levantar.

Hermanos, hermanas, aprendamos de esta mirada, no dejemos que pase un día sin hacer memoria del momento en que la hemos recibido sobre nosotros, y hagámosla nuestra, para ser hombres y mujeres de compasión. Cercanía, compasión, ternura. No lo olvidemos. Ser compasivos significa hacernos cercanos y tiernos. Abramos las puertas de las iglesias y de las casas parroquiales, pero sobre todo las del corazón, para mostrar el rostro de Nuestro Señor a través de nuestra mansedumbre, amabilidad y hospitalidad. Que quien se les acerque no encuentre distancias y juicios, sino el testimonio de una humilde alegría, más fructífera que cualquier capacidad ostentosa. Que los heridos de la vida encuentren un puerto seguro, una acogida, en vuestra mirada, un aliento en vuestro abrazo, una caricia en vuestras manos, capaces de enjugar lágrimas. Aun en las numerosas ocupaciones de cada día, no dejen, por favor, que decaiga el calor de la mirada paterna y materna de Dios. Y a los sacerdotes les pido, por favor: ¡en el sacramento de la penitencia perdonen siempre, perdonen! Sean generosos como Dio es generoso con nosotros. ¡Perdonen! Pues con el perdón de Dios se abren muchos caminos en la vida. Es hermoso hacer esto concediendo su perdón a los hombres con generosidad, siempre, siempre, para romper las cadenas del pecado, por medio de la gracia, y liberarlos de bloqueos, remordimientos, rencores y miedos que no pueden vencer solos. Es hermoso redescubrir con admiración, a cualquier edad, la alegría de iluminar las vidas, en los momentos alegres y tristes, con los sacramentos; y transmitir en el nombre de Dios esperanzas inesperadas: su cercanía que consuela, su compasión que cura, su ternura que conmueve. Cercanía, compasión, ternura. Estén cerca de todos, especialmente de los más frágiles y menos afortunados, y que no les falte nunca a los que sufren vuestra cercanía atenta y discreta. Así crecerán en ellos, pero también en ustedes, la fe que anima el presente, la esperanza que abre al futuro y la caridad que dura para siempre. Este es el primer movimiento: llevar a los hermanos la mirada de Jesús. En la vida existe una sola situación en la que es lícito mirar a una persona de arriba para abajo: cuando tratamos de aferrarla de la mano para levantarla. En las demás situaciones, sería un pecado de soberbia. Miren a las personas caídas, que con la mano ―consciente o inconscientemente―, les piden que las levanten. Tómenlas de la mano y levántenlas: es un gesto muy hermoso, un gesto que no se puede hacer sin ternura.

Y luego, tenemos la segunda mirada, la de los hombres y las mujeres que se dirigen a Jesús. Como María, que en Caná recogió y presentó al Señor las preocupaciones de dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,3), también ustedes están llamados a hacerse, para los demás ―hombres y mujeres para los demás―, voz que intercede (cf. Rm 8,34). Entonces el rezo del Breviario, la meditación cotidiana de la Palabra, el rosario y cualquier otra oración —les recomiendo especialmente la de adoración—. Nosotros hemos perdido un poco el sentido de la adoración; debemos recuperarlo —se los encargo—. Todas estas oraciones irán repletas de los rostros de quienes la Providencia pone en vuestro camino. Llevarán con ustedes los ojos, las voces, los interrogativos de todos ellos a la Mesa eucarística, al Sagrario o al silencio de vuestra habitación, donde el Padre ve (cf. Mt 6,6). Ustedes serán su eco fiel, como intercesores, como “ángeles en la tierra”, mensajeros que llevan todo «delante de la gloria del Señor» (Tb 12,12).

Y quisiera resumir esta breve meditación llamando vuestra atención sobre tres imágenes de María que se veneran en esta basílica. La primera es la gran imagen que se eleva sobre su cima, que la representa mientras sostiene al Niño Jesús que bendice; por eso, como María llevemos la bendición y la paz de Jesús a todas partes, a toda familia y a cada corazón. ¡Siembren paz! Es la mirada de la misericordia. La segunda imagen se encuentra debajo de nosotros, en la cripta. Es la Vierge au bouquet, regalo de un laico generoso. También ella lleva al Niño Jesús en un brazo, y nos lo muestra, pero en la otra mano, en lugar del cetro, sostiene un ramo de flores. Nos hace pensar cómo María, modelo de la Iglesia, mientras nos presenta a su Hijo, también nos presenta a nosotros a Él, como un ramo de flores en el que cada persona es única, es hermosa y valiosa a los ojos del Padre. Es la mirada de intercesión. Esto es muy importante: la intercesión. La primera era la mirada de misericordia de la Virgen; esta, es la mirada de intercesión. En fin, la tercera imagen es la que vemos aquí en el centro, sobre el altar, que impacta por el resplandor que irradia. También nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos Evangelio vivo en la medida en que lo damos, saliendo de nosotros mismos, reflejando su luz y su belleza con una vida humilde, alegre y rica de celo apostólico. Que en esto nos inspiren los numerosos misioneros que partieron desde esta atalaya para anunciar la buena noticia de Jesucristo al mundo entero.

Queridos amigos, llevemos a los hermanos la mirada de Dios, llevemos a Dios la sed de los hermanos, difundamos la alegría del Evangelio. Esta es nuestra vida y es increíblemente hermosa, a pesar de las fatigas y las caídas, y también de nuestros pecados. Recemos juntos a la Virgen, que nos acompañe, que nos proteja. Y ustedes, por favor, recen por mí.



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