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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POSTSINODAL
ECCLESIA IN OCEANIA

DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LOS CONSAGRADOS Y A LAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
 
SOBRE JESUCRISTO Y LOS PUEBLOS DE OCEANÍA:
SEGUIR SU CAMINO
PROCLAMAR SU VERDAD
VIVIR SU VIDA

 

INTRODUCCIÓN

1. La Iglesia en Oceanía glorifica a Dios en los albores del tercer milenio y proclama al mundo su esperanza. Su agradecimiento a Dios dimana de la contemplación de los muchos dones que ha recibido, con inclusión de la riqueza de pueblos y culturas y de las maravillas de la creación. Pero, por encima de todo, está el inmenso don de la fe en Jesucristo «primogénito de toda criatura» (Col 1, 15). Durante el milenio pasado, la Iglesia en Oceanía acogió de todo corazón y guardó ese don de la fe, que transmitió fielmente a las nuevas generaciones. Por esta razón, la Iglesia entera alaba a la Santísima Trinidad.

Desde la antigüedad, los pueblos de Oceanía se emocionaban ante la presencia divina en los tesoros de la naturaleza y de la cultura. Pero sólo con la llegada de misioneros extranjeros durante la última mitad del segundo milenio supieron los nativos de Jesucristo, el Verbo humanado. Quienes emigraron de Europa y de otras regiones del mundo llevaron consigo su fe. Para todos, el Evangelio de Jesucristo, recibido con fe y vivido en la communio de la Iglesia, realizaba, superándolas, las más profundas expectativas del corazón humano. Es la Iglesia en Oceanía fuerte en la esperanza, ya que ha experimentado la infinita bondad de Dios en Cristo. Hasta hoy, el tesoro de la fe cristiana permanece invariado en su dinamismo y en sus perspectivas, ya que el Espíritu de Dios resulta siempre nuevo y sorprendente. La Iglesia diseminada por todo el mundo comparte la esperanza de los pueblos de Oceanía de que el futuro depare nuevos y aún más maravillosos dones de gracia a las tierras del Gran Océano.

2. Una ocasión auténticamente especial en la que la Iglesia en Oceanía pudo hablar de su gratitud y esperanza fue la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos, celebrada del 22 de noviembre al 12 de diciembre de 1998. Ya había sugerido yo su utilidad en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente, proponiéndola como una de la serie de asambleas continentales destinadas a preparar a la Iglesia para el nuevo milenio[1]. A los obispos de Oceanía uniéronse obispos de otros continentes y jefes de dicasterios de la Curia Romana. En ella participaron otros miembros de la Iglesia —entre ellos sacerdotes, laicos y personas consagradas—, así como delegados fraternos de otras Iglesias y Comunidades eclesiales. La Asamblea analizó y debatió la situación actual de la Iglesia en Oceanía con vistas a poder planificar con mayor eficacia su futuro. Además, centró la atención de la Iglesia universal en las esperanzas y en los retos, en las necesidades y oportunidades, en las lágrimas y dichas de ese amplio tapiz humano llamado Oceanía.

El encuentro en Roma de muchos obispos, reunidos con el Sucesor de Pedro y alrededor de éste, constituyó una espléndida ocasión para celebrar los dones de gracia que han producido tan abundante cosecha entre los pueblos de Oceanía. La fe en Jesucristo fue el fundamento y el punto focal de los participantes durante la oración y las discusiones. Los obispos y quienes los acompañaban se sintieron animados por la única fe en Cristo; todos se vieron inspirados y fortalecidos por la communio eclesial, que los unió y se expresó durante las jornadas de la Asamblea Sinodal de forma harto fuerte y conmovedora como auténtica unidad en la diversidad.

CAPÍTULO I

JESUCRISTO
Y LOS PUEBLOS DE OCEANÍA

«Pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (Mt 4, 18-20).

La persona de Jesús

La llamada

3. Durante la Asamblea Sinodal, la Iglesia universal llegó a ver con mayor claridad de qué forma el Señor Jesús sale al encuentro de los numerosos pueblos de Oceanía en sus tierras y en sus muchas islas. En verdad, es el Señor mismo quien los contempla con un amor que es a la vez reto y llamada. Como Simón Pedro y su hermano Andrés, se les invita a dejarlo todo, a dirigirse hacia a aquél que es Señor de la vida y a seguirlo. Han de abandonar no sólo las sendas del pecado, sino también los estériles caminos de cierta forma de pensar y actuar, para emprender el sendero de una fe cada vez más profunda y seguir al Señor con una fidelidad cada vez mayor.

El Señor ha convocado a su presencia a la Iglesia que está en Oceanía: se trata de una llamada que, como siempre, también implica un envío a la misión. El objetivo por el que se está con Jesús es caminar desde Jesús, contando siempre con su poder y su gracia. Cristo invita ahora a su Iglesia a compartir su misión con energía y creatividad nuevas. El Sínodo lo ha visto con toda claridad en la vida de la Iglesia en Oceanía.

Los obispos se alegraron al comprobar que en la vida de la Iglesia en Oceanía el Señor Jesús se ha revelado fiel a su promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La seguridad de su presencia da a los discípulos la fuerza y el valor necesarios para transformarse en «pescadores de hombres». Durante la Asamblea Especial, la presencia del Señor se experimentó en la oración, en la compartición de esperanzas y preocupaciones y en el vínculo de la communio eclesial. La fe en la presencia de Jesús en medio de su pueblo en Oceanía hará siempre posibles nuevos y maravillosos encuentros con él, y éstos serán germen de una nueva misión.

Cuando caminamos con el Señor, depositamos en él todas nuestras cargas, lo que nos da la fuerza de cumplir la misión que nos encomienda. El, que de nosotros toma, se entrega a su vez a nosotros; carga con nuestra debilidad y nos otorga su fuerza: éste es el gran misterio del discípulo y del apóstol. Ciertamente, Cristo actúa con nosotros y en nosotros mientras «remamos mar adentro», como ahora debemos hacer. Cuando los tiempos se revelan difíciles y avaros de promesas, el Señor mismo nos estimula a «echar las redes una vez más» (cf. Lc 5, 1-11)[2]. No podemos desobedecer.

Presentar a Jesucristo

4. La preocupación central de la Asamblea Sinodal consistía en hallar vías adecuadas para presentar hoy a los pueblos de Oceanía a Jesucristo como Señor y Salvador. Pero, ¿en qué consiste esa nueva manera de presentarlo que debería atraer a un mayor número de personas a encontrarse con él y a creer en él? En las intervenciones de los Padres sinodales han quedado reflejados los retos y las dificultades, pero también las esperanzas y las posibilidades suscitadas por este interrogante.

En el curso de la historia, gracias a los extraordinarios esfuerzos misioneros y pastorales de la Iglesia, los pueblos de Oceanía se han encontrado con Jesucristo, que no deja de llamarlos a la fe y que les da la vida nueva. En los tiempos de la colonización, el clero católico y los religiosos se apresuraron a fundar instituciones para ayudar a las personas que arribaban a Australia y a Nueva Zelanda a conservar y reforzar su fe. Misioneros llevaron el Evangelio a los habitantes nativos de Oceanía, invitándolos a creer en Cristo y a hallar su morada auténtica en su Iglesia. Numerosas personas respondieron a la llamada, se hicieron seguidoras de Cristo y comenzaron a vivir conforme a su palabra. El Sínodo no dudó de que la Iglesia, la communio de los creyentes, constituye ahora una realidad palpitante de vida entre muchos pueblos de Oceanía. Hoy Jesús vuelve a dirigirles su amorosa atención, llamándolos a una fe aún más honda y a una vida en él aún más rica. Por ello los obispos no pudieron dejar de preguntarse: ¿cómo puede ser la Iglesia instrumento eficaz de Jesucristo, que quiere ahora encontrarse con los pueblos de Oceanía de maneras nuevas?

Jesucristo: Pastor, Profeta y Sacerdote

5. En su amor infinito al mundo, Dios entregó a su Hijo único para que fuera el Dios-con-nosotros. Despojándose él mismo para ser como nosotros, Jesús nació de la Virgen María en sencillez y pobreza. Y aun totalmente pobre y humillado en la cruz, Jesús sigue siendo el Hijo amado de Dios, el Salvador del mundo en toda su humillación y pobreza[3]. Cuando Cristo moró entre nosotros, proclamó la Buena Nueva de la llegada del Reino de Dios, Reino de paz, de justicia y de verdad. Muchos, especialmente entre los pobres, los menesterosos y los excluidos, lo siguieron, mientras que gran parte de los poderosos de este mundo contra él se alzaron. Lo condenaron y lo clavaron a la cruz. Esta muerte infame, recibida por el Padre como sacrificio de amor por la salvación del mundo, abrió el camino a la gloriosa resurrección por el poder del amor del Padre. Jesús fue constituido, pues, Rey del universo, Profeta para todas las gentes, y Sumo Sacerdote del santuario eterno. El es Profeta, Sacerdote y Rey no sólo para quienes lo siguen, sino también para todos los pueblos de la tierra. Ofrécelo el Padre como Camino, Verdad y Vida a todos los hombres y mujeres, a todas las familias y comunidades, a todas las naciones y a todas las generaciones.

Como Hijo de David, Jesús no sólo es Rey, sino también Buen Pastor de quienes escuchan su voz. Conoce y ama a quienes lo siguen[4]; es el Pastor supremo de nuestras almas y el Pastor de todos los pueblos; guía a la Iglesia con el poder del Espíritu Santo, que reside plenamente en él y que él exhala sobre sus discípulos (cf. Jn 20, 22). El Espíritu conduce con la fuerza del amor, desde lo hondo, llegando al corazón y a la mente de los pueblos de Oceanía y libertándolos para que vivan esa vida plena para la que fueron creados.

Como Palabra que es de Dios, Jesús es el Profeta universal, la revelación total de Dios[5]. El es la verdad, e invita a las personas a creer en él y a compartir su vida. Su Espíritu conduce al bautizado por una peregrinación diaria hacia nuevas profundidades de esa verdad. Impulsados por el Espíritu Santo, los Padres del Sínodo debatieron acerca de muchas preocupaciones que surgen de su experiencia pastoral y de su amor al Pueblo de Dios. No fue posible hallar todas las respuestas durante las jornadas del Sínodo, ya que muchas cuestiones necesitan reflexión, experiencia y oración adicionales; con todo, en su búsqueda de iluminación, los obispos compartieron hondamente y profesaron la convicción de que la verdad de la salvación sólo puede hallarse en Jesucristo, y que su Espíritu ofrece alivio y orientación a quienes a él acuden con sus problemas y sus cargas.

El Señor crucificado y resucitado es el Sumo Sacerdote que se ofrece a sí mismo al Padre como sacrificio eterno para la vida del mundo. El dio la vida por todos y sigue colmando a sus seguidores de su misma vida, de forma especialísima a través de los sacramentos. En su oración, las oraciones de todos los creyentes llegan al Padre. Mediante el Espíritu Santo, él los hace capaces de vivir una existencia de íntima unión con Dios y de una caridad más generosa hacia sus hermanos y hermanas, especialmente para con los pobres y necesitados. Las discusiones del Sínodo han puesto de relieve que, al presentar a Jesús, la Iglesia debe demostrar su propio amor compasivo a un mundo que necesita sanar. Todos los bautizados están llamados a ser el pueblo sacerdotal de Dios a imagen de Jesús, Sumo Sacerdote, y, como pueblo sacerdotal, se les exige que a todos se acerquen con misericordia, especialmente a los indigentes, a los alejados, a quienes se encuentran extraviados. Si a ellos se acerca y les ofrece la vida en nombre de Jesús, la Iglesia de hoy en Oceanía será sacramento de la justicia y de la paz de Dios[6].

Los pueblos de Oceanía

Espacio y tiempo

6. El Sínodo no ha reconocido tan sólo la unicidad de un área cuya amplitud constituye casi un tercio de la superficie terrestre, sino también la gran variedad de pueblos indígenas, cuya gozosa aceptación del Evangelio de Jesucristo resulta evidente por su celebración entusiástica del mensaje de salvación[7]. Dichos pueblos forman una porción única de Humanidad en una región única del planeta. Geográficamente, incluye Oceanía el continente australiano, muchas islas, grandes y pequeñas, y amplias extensiones marítimas. Mar y tierra, agua y suelo se aúnan de innumerables formas, impresionando con frecuencia a la vista con su esplendor y belleza. Aun siendo Oceanía amplísima desde el punto de vista geográfico, su población es relativamente reducida y está repartida de forma irregular, pese a incluir gran cantidad de pueblos indígenas y de inmigrantes. Para muchos de ellos la tierra es de capital importancia: terreno fértil o desiertos, variedad de plantas y animales, su abundancia o escasez. Otros, aun viviendo en la tierra firme, dependen en mayor medida de los ríos y del mar. El agua les permite desplazarse de isla a isla, de costa a costa. La gran variedad de lenguas —700 tan sólo en Papúa Nueva Guinea— y las grandes distancias entre islas y zonas hacen de las comunicaciones un desafío especial para toda la región. En muchas zonas de Oceanía, viajar por mar o por aire resulta más útil que desplazarse por tierra. Las comunicaciones pueden seguir siendo todavía lentas y difíciles como en épocas pasadas, si bien en la actualidad en muchas zonas la información se transmite de forma instantánea gracias a la nueva tecnología electrónica[8].

La nación más grande de Oceanía, tanto en extensión como en población, es Australia, en la que los aborígenes han vivido durante miles de años, desplazándose por extensas zonas del territorio y viviendo en profunda armonía con la naturaleza. Descubierta y colonizada por europeos que la bautizaron con el nombre de Tierra del Sur del Espíritu Santo (Terra Australis de Spiritu Sancto), Australia se ha vuelto muy occidental en sus modelos culturales y en su estructura social. Hondamente implicada en los avances científicos, tecnológicos y sociales de Occidente, es en la actualidad una nación ampliamente urbanizada, moderna y secularizada, a la que sucesivas migraciones de Europa y de Asia han contribuido a transformar en sociedad multicultural. Los australianos son pues «un pueblo singular, fruto del encuentro de hombres tan diversos por su nacionalidad, por su lengua, por su cultura»[9].

La fe cristiana la trajeron los inmigrantes procedentes de Europa. Muchos sacerdotes y religiosos se les unieron, y su celo pastoral y labor educativa les ayudó a vivir la vida cristiana en una tierra nueva y extranjera. Personas autóctonas llamadas al sacerdocio y a la vida religiosa, junto con muchos laicos, dieron su indispensable aportación al crecimiento de la Iglesia en Australia y al cumplimiento de su misión. Entre ellos destacó una extraordinaria consagrada, la Beata Mary MacKillop, fallecida en 1909, a quien tuve la dicha de beatificar en 1995. En aquella ocasión recordé que «la Iglesia, al declararla “Beata”, dice que la santidad invocada por el Evangelio es australiana de la misma manera que ella era australiana»[10]. La relación de la Iglesia con los aborígenes y los habitantes de las islas del Estrecho de Torres no deja de ser importante, si bien difícil debido a injusticias pasadas y presentes y a diferencias culturales. Más allá de estos retos, la Iglesia en Australia se encuentra ante muchos «desiertos»[11] modernos, semejantes a los de otros países de Occidente.

Los habitantes originarios de Nueva Zelanda, una isla-Estado, eran los maoríes, que llamaron a su país Aotearoa, «Tierra de la Gran Nube Blanca». La colonización y la sucesiva inmigración han hecho de la nación una sociedad bicultural, en la que la integración entre maoríes y cultura occidental sigue siendo un reto acuciante. Fueron misioneros extranjeros los que en un principio anunciaron el Evangelio al pueblo maorí. Después, cuando los colonos europeos acudieron en gran número, llegaron también sacerdotes y religiosos que contribuyeron a sostener y desarrollar la Iglesia. Los modernos avances han hecho de Nueva Zelanda una sociedad más urbana y secularizada, en la que la Iglesia se enfrenta a desafíos parecidos a los de Australia. Aunque entre los católicos existe una «toma de conciencia creciente de pertenencia a la Iglesia», resulta igualmente cierto que en general «el sentido de Dios y de su amorosa Providencia ha disminuido». Semejante «sociedad secularizada debe confrontarse de nuevo con todo el Evangelio de salvación en Jesucristo»[12].

Papúa Nueva Guinea es la más extensa de las naciones melanesias. Se trata de una sociedad preferentemente cristiana con muchas y diferentes lenguas locales y gran riqueza de culturas. Como otras islas-Estado de Melanesia, consiguió la independencia política en tiempos bastante recientes, y desde entonces su historia se ha visto marcada por luchas con vistas a una democracia estable, por la justicia social y por un desarrollo equilibrado e integral de sus gentes. Tales luchas en Papúa Nueva Guinea y en otras partes de Melanesia se han visto recientemente caracterizadas por violencia y por movimientos separatistas, lo que ha afectado gravemente a sus pueblos e instituciones. Mucho es lo que han hecho los líderes de la Iglesia y numerosos cristianos para traer la paz y la reconciliación, y ello debe lógicamente continuar en una situación que sigue siendo harto inestable.

Las islas-Estado de Polinesia y de Micronesia son relativamente pequeñas, cada una de ellas con su propia lengua y cultura indígenas. También ellas se ven enfrentadas a presiones y retos en un mundo contemporáneo que ejerce una fuerte influencia en sus sociedades. Sin perder su identidad o abandonar los valores tradicionales, desean tomar parte en el desarrollo que se deriva de la interacción más directa y compleja con otros pueblos y culturas, lo que se está revelando un equilibrio delicado en sociedades tan pequeñas y vulnerables, algunas de las cuales han de medirse con un porvenir muy incierto, no sólo por las masivas migraciones, sino también por la elevación del nivel del mar debido al aumento de la temperatura de la tierra. Para dichos Estados, el cambio climático es algo más que una mera cuestión de carácter económico.

Misión y cultura

7. Desde el siglo XVI, cuando los misioneros procedentes de fuera llegaron por vez primera a Oceanía, los isleños escucharon y acogieron el Evangelio de Jesucristo. Entre quienes iniciaron y continuaron la tarea misionera hubo santos y mártires que no constituyen tan sólo la mayor gloria del pasado de la Iglesia en Oceanía, sino también su fuente más segura de esperanza para el futuro. Destacan entre esos testigos de la fe san Pedro Chanel, martirizado en 1841 en la isla de Futuna; los beatos Diego Luis de San Vitores y Pedro Calungsod, asesinados juntos en 1672 en Guam; el beato Giovanni Mazzucconi, martirizado en 1851 en la isla de Woodlark, y el beato Pedro To Rot, asesinado en Nueva Bretaña en 1945 a finales de la segunda guerra mundial. Junto con muchos otros, estos héroes de la fe cristiana contribuyeron, cada uno a su manera, a «implantar» la Iglesia en las islas de Oceanía. ¡Que su recuerdo jamás caiga en el olvido! ¡Que no cesen de interceder por los amados pueblos por los que derramaron su sangre!

Cuando los misioneros llevaron por vez primera el Evangelio a los aborígenes y a los maoríes o a las islas-Estado, se encontraron con pueblos que ya poseían un sentido de lo sagrado tan antiguo como profundo. Prácticas y ritos religiosos formaban parte integrante de la vida diaria e impregnaban totalmente sus culturas. Los misioneros llevaron la verdad del Evangelio, que a nadie resulta ajena; empero, en ocasiones, algunos trataron de imponer elementos que resultaban culturalmente ajenos a aquellos pueblos. Ahora se hace necesario un discernimiento esmerado para distinguir lo que pertenece al Evangelio y lo que no le pertenece, lo que es esencial y lo que lo resulta menos. Semejante tarea —digámoslo francamente— se ha vuelto aún más difícil debido al proceso de colonización y de modernización, que ha desdibujado las lindes entre lo indígena y lo importado.

Los pueblos tradicionales de Oceanía forman un mosaico de muchas culturas diferentes: aborigen, melanesia, polinesia y micronesia. Desde los tiempos de la colonización, también la cultura occidental ha conformado la región. En años recientes, también las culturas asiáticas se han incorporado al panorama cultural, especialmente en Australia. Cada grupo cultural, diferente en magnitud y en fuerza, tiene sus propias tradiciones y su experiencia de integración en una nueva tierra. Van desde sociedades con fuertes características tradicionales y comunitarias a sociedades de carácter principalmente occidental y moderno. En Nueva Zelanda, y aún más en Australia, las políticas de inmigración coloniales y poscoloniales han reducido a los indígenas a una minoría en su propia tierra y a un grupo cultural expropiado de numerosas maneras.

Una de las características más destacadas de los pueblos de Oceanía es su fuerte sentido comunitario y solidario en la familia y en la tribu, en la aldea o en el vecindario. Ello significa que las decisiones se toman por consenso conseguido mediante un proceso de diálogo, a menudo largo y complejo. Movido por la gracia de Dios, el natural sentido comunitario de estos pueblos los ha hecho receptivos al misterio de la communio que en Cristo se les ofrece. La Iglesia en Oceanía da muestra de un espíritu real de cooperación, que se extiende a las diferentes comunidades cristianas y a todas las personas de buena voluntad. También el hondo respeto a la tradición y a la autoridad forma parte de las culturas tradicionales de Oceanía. De aquí el sentido de solidaridad de la generación actual con quienes la precedieron, y la autoridad excepcional atribuida a los padres y a los jefes tradicionales.

La variedad cultural de Oceanía no escapa al proceso mundial de modernización, cuyos efectos son positivos y negativos a un tiempo. Verdad es que los tiempos modernos han asignado un perfil nuevo y más elevado a los valores humanos positivos, como son el respeto a los derechos inalienables de la persona, la introducción de procedimientos democráticos en la administración y en el gobierno, el rechazo de la pobreza estructural como condición inmutable, la repulsa al terrorismo, a la tortura y a la violencia como medios para inducir cambios políticos, el derecho a la educación, a la atención sanitaria y a la vivienda para todos. Estos valores, con frecuencia enraizados en el cristianismo —si bien no de forma explícita— están influyendo positivamente en Oceanía, y la Iglesia no puede dejar de hacer todo lo que esté en su poder para alentar dicho proceso.

No obstante, la modernización también produce efectos negativos en la región, donde las sociedades tradicionales luchan por mantener su identidad al entrar en contacto con las sociedades occidentales secularizadas y urbanizadas, como también con la creciente influencia cultural de los inmigrantes asiáticos. Los obispos han hablado, por ejemplo, de una disminución gradual del sentido religioso natural, que ha desorientado la vida y la conciencia moral de las personas. Gran parte de Oceanía —especialmente Australia y Nueva Zelanda— ha entrado en una época caracterizada por una secularización creciente. En la vida civil, la religión —y de forma especial el cristianismo— queda marginada y tiende a considerarse como un hecho estrictamente privado del individuo, con poca relevancia en la vida pública. A veces, las convicciones religiosas y los datos de la fe ven negada su legítima función de formar la conciencia de las personas.

Análogamente, la Iglesia y otros organismos religiosos tienen una voz reducida en los asuntos públicos. En el mundo contemporáneo, una tecnología más avanzada, un mayor conocimiento de la naturaleza y de los comportamientos humanos, y los avances políticos y económicos de todo el globo plantean interrogantes nuevos y difíciles a los pueblos de Oceanía. Al presentar a Jesucristo como el Camino, la Verdad y la Vida, la Iglesia ha de responder en formas nuevas y eficaces a estos interrogantes morales y sociales, sin permitir de manera alguna que su voz se vea reducida al silencio o que su testimonio quede marginado.

La Asamblea especial del Sínodo

El tema

8. Como resultado de las sugerencias del Consejo Presinodal, que trató de registrar las preocupaciones de los obispos de Oceanía, el tema escogido para la Asamblea Especial para Oceanía fue: «Jesucristo y los pueblos de Oceanía: seguir su camino, proclamar su verdad, vivir su vida». Dicho argumento se inspira en las palabras del Evangelio de Juan con las que Jesús se presenta a sí mismo como el Camino, la Verdad y la Vida (cf. 14, 6). Este tema recuerda la invitación que Jesús hace extensiva a todos los pueblos de Oceanía: éstos quedan invitados a salir a su encuentro, a creer en él y a proclamarlo Señor de todos. También recuerda que la Iglesia en Oceanía está reunida como Pueblo de Dios que camina peregrino hacia el Padre. Por medio del Espíritu Santo, el Padre llama a los creyentes, individual y comunitariamente, a caminar por la senda por la que Cristo caminó, a anunciar a todas las naciones la verdad revelada por Jesús, a vivir en plenitud la existencia que Jesús vivió y que sigue compartiendo con nosotros.

Este tema resulta especialmente apropiado para la Iglesia en Oceanía hoy, ya que los pueblos del Pacífico están luchando por su unidad e identidad; entre ellos aflora la preocupación por la paz, por la justicia y por la integridad de la creación, y muchos van en busca de un significado de vida. Sólo aceptando a Jesucristo como Camino los pueblos de Oceanía hallaran lo que buscan, aquello por lo que están luchando. El camino de Cristo no puede recorrerse sin un sentido ardiente de la misión; y el centro mismo de la misión de la Iglesia es la proclamación de Jesucristo como Verdad viva, verdad revelada, verdad explicada, comprendida y acogida en la fe, verdad transmitida a las nuevas generaciones. La verdad de Cristo siempre es mayor que nosotros, mayor que nuestros corazones, ya que dimana de la profundidad de la Santísima Trinidad, y es una verdad que exige a la Iglesia responder a los problemas y a los desafíos de hoy en día. A la luz del Evangelio, descubrimos a Jesús como Camino. La vida de Cristo también se ofrece como gracia sanadora, que impulsa a la Humanidad a ser lo que el Creador quiso que fuera. Vivir la existencia de Jesucristo implica un hondo respeto a toda vida; implica además una espiritualidad viva y una moralidad auténtica, fortalecida por la Palabra de Dios en la Escritura y celebrada en los Sacramentos de la Iglesia. Cuando los cristianos viven la vida de Cristo con una fe más profunda, su esperanza se hace más fuerte y su caridad más resplandeciente. Este era el objetivo del Sínodo y es el objetivo de esa nueva evangelización para la que el Espíritu convoca a la Iglesia universal.

La experiencia

9. Resultó providencial que la Asamblea sinodal comenzara en la solemnidad de Cristo Rey, cuando la Iglesia celebra a Jesús como el Señor, en el que el Reino de Dios queda fundado en todo el mundo y en toda la historia. Durante el período de la Asamblea se vio cada vez más patente que era Cristo quien abría camino, quien reinaba en medio de la Asamblea. Las liturgias de apertura y de clausura incluyeron signos y símbolos tomados de las culturas de las islas del Pacífico como expresión de fe y de respeto. Con una mezcla única, esas ceremonias manifestaron la unidad en la diversidad de la fe y del culto católicos, y mostraron de forma admirable cómo la fe católica alcanza las más lejanas costas del Gran Océano y cómo todos encuentran su casa en la Iglesia católica. Como simbólico intercambio de dones, las liturgias expresaron la honda communio vigente entre la Iglesia de Roma y las Iglesias locales de Oceanía. Los obispos aportaron su amplia gama de experiencias y tesoros culturales y, a su vez, quedaron reforzados en el vínculo de la communio local y universal, cosa que fue para ellos de gran consolación y aliento con vistas al futuro.

Las características distintivas de la Iglesia en Oceanía aconsejaron la convocatoria de una Asamblea Sinodal separada. Los obispos de Oceanía están organizados en cuatro Conferencias, que juntas constituyen la Federación de Conferencias de Obispos Católicos de Oceanía (FCBCO). El número de obispos es relativamente pequeño, lo que permitió al Sínodo reunir a todos los obispos en activo, quienes representaban a todas las Iglesias particulares. Para muchos de los participantes se trató de un auténtico descubrimiento de los dones religiosos, de las culturas y de las historias de los pueblos de Oceanía. De esta forma tomaron mayor conciencia de las mercedes, a menudo ocultas o no reconocidas, que el Señor ha otorgado a su Iglesia: esto también fue motivo de gran aliento. El diálogo y el discernimiento del Sínodo abrieron los ojos del corazón y del alma para descubrir qué puede hacerse para vivir la fe cristiana de manera más plena y eficaz. Muchas fueron las razones para alabar y dar gracias a Dios por los tesoros descubiertos o nuevamente valorizados.

Para los obispos, fue la Asamblea una experiencia de hermandad y communio alrededor de la Sede de Pedro. Al celebrarse en el Vaticano, permitió a todos los asistentes «sentirse como en casa» junto al Obispo de Roma; además, permitió al Obispo de Roma «sentirse como en casa» junto a ellos y escuchar cuánto apreciaron esa experiencia única de universalidad de la Iglesia. El sentido de unidad y fidelidad permitió superar las grandes distancias geográficas y culturales entre Roma y Oceanía, y dicha experiencia fue uno de los dones que Cristo en su bondad quiso otorgar durante el Sínodo.

También entre ellos experimentaron los obispos un sentido nuevo y mayor de identidad y communio. Muchos de ellos se encuentran separados por largas distancias, y la comunicación regular no resulta fácil. Para toda la Iglesia, la diversidad de culturas en Oceanía constituye un desafío constante a trabajar con vistas a una mayor unidad. Los obispos desean fortalecer su communio y ayudar a los pueblos de Oceanía a colaborar de forma más eficaz. Las Iglesias locales de esa región del mundo constituyen parte única de la Iglesia universal, por lo que comprenden que pueden y deben contribuir con sus dones especiales a la Iglesia entera. Oro para que, gracias al Sínodo, los obispos de Oceanía sientan más que nunca su pertenencia mutua y también su pertenencia plena, junto con sus Iglesias particulares, a la Iglesia universal, a la que enriquecen de especial manera [13].

Fue significativo que la Asamblea sinodal se desarrollara durante la preparación inmediata al gran Jubileo del año 2000. La Bula que anunciaba el Jubileo, Incarnationis mysterium, fue promulgada durante el período de sesiones del Sínodo[14], y la misma Asamblea constituyó para la Iglesia en Oceanía una ocasión de prepararse para el don del Año Santo. Ciertamente la Asamblea ayudó a las Iglesias del Pacífico a celebrar el Jubileo con un compromiso nuevo a aportar reconciliación y paz, con mayor conciencia que nunca de que «la Iglesia, habiendo recibido de Cristo el poder de perdonar en su nombre, es en el mundo la presencia viva del amor de Dios que se inclina sobre toda debilidad humana para acogerla en el abrazo de su misericordia» [15]. Sería un fruto espléndido del Jubileo que la Iglesia en Oceanía, fortalecida de muchas maneras por la experiencia del Sínodo, siguiera poniendo en ejecución las intuiciones y los llamamientos del Jubileo siguiendo la pauta sugerida por la Carta apostólica Novo millennio ineunte. El Jubileo, al tiempo que proclamó las profundidades infinitas de la misericordia de Dios revelada en Cristo, suscitó también nuevas energías para la tarea de afrontar los retos que el Sínodo identificó y debatió[16]. «En el amor que perdona, [Dios] anticipa los cielos nuevos y la tierra nueva» [17]: ¡Ojalá la visión del nuevo cielo y de la nueva tierra no deje jamás de atraer con mayor intensidad a los pueblos de Oceanía a semejante novedad de vida!

 

CAPÍTULO II

CAMINAR POR LA SENDA DE JESUCRISTO EN OCEANÍA

«Pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron» (Mt 4, 21-22).

La Iglesia como «communio»

Misterio y don

10. Caminando a orillas del mar de Galilea, Jesús llamó a la gente a emprender el camino del discipulado. La llamó a su seguimiento, a caminar tras sus huellas. «Es, pues, este mismo camino recorrido por el mismo Cristo, el que a impulsos del Espíritu de Cristo, la Iglesia debe recorrer, la Iglesia, es decir, todos nosotros, unidos como un cuerpo que recibe su influjo vital de Jesús, el Señor» [18]. El camino de Jesús siempre es la senda de la misión; él invita ahora a sus seguidores a proclamar nuevamente el Evangelio a los pueblos de Oceanía para que la cultura y la predicación del Evangelio se unan de forma que los enriquezca mutuamente y la Buena Nueva sea escuchada, creída y vivida con mayor profundidad. Dicha misión arraiga en el misterio de la comunión.

El Concilio Ecuménico Vaticano II escogió el término communio como especialmente indicado para expresar el misterio profundo de la Iglesia[19], y la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de 1985 nos hizo aún más conscientes de la communio como corazón auténtico de la Iglesia. Por ello también los Padres del Sínodo declararon que la Iglesia es esencialmente misterio de comunión, pueblo hecho uno en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esta compartición de la vida con la Santísima Trinidad «es fuente e inspiración de toda relación cristiana y de toda forma de comunidad cristiana»[20]. Semejante comprensión constituyó el substrato doctrinal y espiritual de toda deliberación del Sínodo, y se ve «completada e ilustrada en la concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios y comunidad de los discípulos. La Iglesia como comunión reconoce la igualdad de pertenencia de todos los fieles laicos, religiosos y ministros ordenados. La comunión queda forjada y animada por los dones ministeriales y carismáticos del Espíritu Santo»[21].

La communio de la Iglesia es don de la Santísima Trinidad, cuya profunda vida íntima se participa admirablemente a la Humanidad; es fruto de la iniciativa amorosa de Dios cumplida en el misterio pascual de Cristo, mediante el cual la Iglesia participa de la divina communio de amor del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). El día de Pentecostés, la Pascua de Cristo tuvo cumplimiento con la efusión del Espíritu, que nos dio las primicias de nuestra herencia, la participación en la vida del Dios Uno y Trino, que nos hace capaces de amar «como Dios nos amó» (1 Jn 4, 11).

La Iglesia particular y universal

11. Durante la Asamblea Sinodal, los obispos tomaron en una especial acepción el concepto de Iglesia como communio, acentuando los aspectos de pertenencia y relación interpersonal, basados en la concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios. Expresa y vive de forma especial la communio eclesial la Iglesia particular reunida alrededor del obispo, del que las personas son cooperadoras en la misión[22]. Como pastor, cada obispo tiende a fomentar esta communio mediante su propio ministerio, que es una compartición de la función pastoral, profética y sacerdotal de Cristo. La señal y el efecto de esta communio queda descrita en los Hechos de los Apóstoles: «En el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo» (4, 32). Los Padres sinodales vislumbraron una expresión muy práctica de dicho espíritu en la preparación de un plan pastoral diocesano en colaboración con los fieles y sus asociaciones. Ello permitirá que el plan surja de la espiritualidad de la communio promovida por el Concilio Vaticano II[23].

La communio entre las Iglesias particulares se basa en la unidad de la fe, del Bautismo y de la Eucaristía, pero también en la unidad del episcopado. Incluye a todas las Iglesias particulares a través de sus obispos respectivos, unidos al Obispo de Roma, cabeza visible de la Iglesia. «El colegio episcopal unido al Sucesor de Pedro ofrece una expresión autorizada de esta comunión eclesial»[24]. Esta unidad del episcopado se perpetúa a lo largo de los siglos mediante la sucesión apostólica; en toda época es el fundamento de la identidad de la Iglesia, constituida por Cristo sobre Pedro y sobre el colegio apostólico. El Sucesor de Pedro es en verdad «el permanente principio de unidad y el visible fundamento» de la Iglesia[25]. El mismo Señor encargó a Pedro y a sus sucesores que dieran firmeza a sus hermanos (cf. Lc 22, 32) y que apacentaran a la grey de Dios (cf. Jn 21, 15-17). «Existe entre nosotros un vínculo que expresa de forma personal y colegial la comunión —la koinonía— que caracteriza toda la vida de la Iglesia […] Juntos, en el colegio episcopal, compartimos el ministerio de promover la unidad del Pueblo de Dios en la fe y en la caridad»[26]. El Sínodo ha expresado la esperanza de que la relación entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal —de manera especial la Santa Sede— refleje y edifique la communio, y de que dicha relación se desarrolle con el debido respeto tanto al ministerio petrino de la unidad como a las Iglesias particulares[27]. Las Iglesia locales en Oceanía reconocen compartir la communio con la Iglesia universal, lo que constituye para ellas motivo de alegría. Pese a la amplitud de las diferentes culturas y a las grandes distancias propias de Oceanía, los obispos locales son conscientes de estar unidos entre sí y con el Obispo de Roma, lo que consideran un gran don. «Entre el Sucesor de Pedro y los sucesores de los demás Apóstoles existe verdaderamente una profunda unión espiritual y pastoral: es nuestra colegialidad affectiva et effectiva. Ojalá encontremos siempre los caminos para apoyarnos mutuamente en nuestros esfuerzos, unidos en la edificación de la Iglesia y para vivir esta comunión en el servicio y en la fe»[28]. Como hermanos en el colegio episcopal, los Padres sinodales han sido inequívocos a la hora de expresar el deseo de reforzar su unión con el Obispo de Roma[29], quien, por su parte, se ha visto a su vez emocionado y alentado por dicho deseo.

Enriquecimiento mutuo

12. La Conferencia Episcopal es signo e instrumento de colegialidad y comunión entre los obispos, «santa armonía de fuerzas, en orden al bien común de las Iglesias»[30] que contribuye de muchas maneras a la concreta realización del espíritu de colegialidad. Existen muchas áreas en las que las Conferencias Episcopales han instaurado relaciones fructíferas. El intercambio de dones es característico de muchas zonas de Oceanía, y puede servir como modelo de relaciones positivas entre los obispos de Oceanía y otros. Semejante modelo anima a un intercambio de dones espirituales que promueva relaciones de amor, respeto y confianza recíprocos. Bases para un diálogo abierto son la participación y la consulta como expresiones prácticas de la communio que caracteriza a la Iglesia.

Las Iglesias orientales católicas llegaron a Oceanía en época relativamente reciente y se han asentado como expresión valiosa de catolicidad en varias áreas de Oceanía, especialmente en Australia. «Mediante sus tradiciones y su historia única, dan testimonio significativo de la diversidad y unidad de la Iglesia universal»[31]. En el Sínodo ha quedado patente la toma de conciencia, por parte de las Iglesias orientales católicas, de la generosidad de la Iglesia católica latina en Oceanía. A lo largo de los años, a menudo en situaciones difíciles, obispos, sacerdotes y parroquias han brindado la hospitalidad de sus iglesias y escuelas, y los vínculos de amistad y colaboración prosiguen en todos los niveles. Y sin embargo esas Iglesias son vulnerables debido al número relativamente pequeño de sus fieles y a las grandes distancias que las separan de sus Iglesias madres, por lo que sus fieles pueden sentirse impulsados o tentados a asimilarse a la Iglesia latina prevaleciente. Pero el Sínodo también ha dicho con claridad que los obispos latinos de Oceanía están deseosos de apreciar, comprender y promover las tradiciones, la liturgia, la disciplina y la teología de las Iglesias orientales católicas. Importa pues que entre los católicos latinos exista una mayor conciencia y comprensión de las riquezas de las Iglesias orientales católicas.

El reto para la Iglesia en Oceanía consiste en alcanzar una comprensión más profunda de la communio local y universal y una mayor realización de sus implicaciones prácticas. Mi antecesor Pablo VI resumió ese reto en los siguientes términos: «La primera comunión, la primera unidad, es la de la fe. La unidad en la fe es necesaria y fundamental […] El segundo aspecto de la comunión católica es el de la caridad […] Debemos practicar una caridad más consciente y eficaz en orden a los aspectos eclesiales»[32]. Los pueblos de Oceanía poseen instintivamente un fuerte sentido de la comunidad, pero se requiere la unidad de la fe si se pretende superar el conflicto y el odio con la reconciliación y el amor. En las culturas más occidentalizadas de la región, las instituciones sociales se encuentran sometidas a presión, y las personas anhelan una vida más digna del ser humano. Allí donde el individualismo amenaza con erosionar el edificio de la sociedad humana, la Iglesia se ofrece como sacramento que sana, como hogar de communio que da respuestas a las necesidades más profundas del corazón. Este don lo precisan ahora los pueblos de Oceanía.

Comunión y misión

Llamada a la misión

13. La Iglesia en Oceanía ha recibido el Evangelio de generaciones anteriores de cristianos y de misioneros que llegaron de allende el océano. El Sínodo rindió homenaje a los numerosos misioneros —sacerdotes, consagrados, consagradas y laicos— que se entregaron para llevar el Evangelio a Oceanía[33]; sus sacrificios han producido, gracias a Dios, mucho fruto. Al aceptar la plenitud de la redención en Cristo, los pueblos de Oceanía han hallado un formidable símbolo en la bóveda celeste nocturna, en la que la Cruz del Sur sigue siendo luminosa señal de la gracia y de las bendiciones de un Dios que a todos abraza [34]. La generación cristiana actual está llamada y enviada a realizar una nueva evangelización entre los pueblos de Oceanía, una nueva proclamación de la permanente verdad evocada por el símbolo de la Cruz del Sur. Este llamamiento a la misión plantea grandes retos, pero abre también nuevos horizontes, llenos de esperanza e incluso de cierto sentido de la aventura.

La llamada a la misión se dirige a todo miembro de la Iglesia. Toda la Iglesia es misionera, «porque la actividad misionera […] es parte integrante de su vocación»[35]. Algunos miembros de la Iglesia son enviados a pueblos que jamás oyeron hablar de Jesucristo, y su misión sigue siendo vital, como siempre; pero muchos más se envían al mundo que está cerca de sus casas, y los Padres sinodales insistieron en subrayar la misión de los laicos en la Iglesia. En la familia, en el lugar de trabajo, en las escuelas, en las actividades comunes, todo cristiano puede ayudar a llevar la Buena Nueva al mundo en el que vive.

Una comunidad cristiana jamás debe limitarse a ser un lugar confortable para sus miembros. Los Padres del Sínodo quisieron animar a las comunidades locales a trascender sus preocupaciones inmediatas para llegar a los demás. La parroquia como comunidad no puede aislarse de las realidades que la rodean. La comunidad cristiana debe prestar atención a los problemas de la justicia social y al hambre espiritual de la sociedad. Lo que Jesús ofrece a sus seguidores ha de compartirse con todos los pueblos de Oceanía, cualquiera que sea su situación, ya que sólo en él se halla la plenitud de la vida.

Retos

14. Los Padres del Sínodo manifestaron con energía el deseo de que Jesucristo sea escuchado y comprendido por las personas encomendadas a su pastoral desvelo, e incluso por muchas más; vieron la necesidad de alcanzar a quienes abrigan esperanzas y deseos insatisfechos; a quienes son cristianos sólo en el nombre y a quienes se han alejado de la Iglesia, tal vez por experiencias dolorosas. Debería acometerse todo esfuerzo para sanar esas heridas y devolver al redil a la oveja descarriada.

En especial, los Padres sinodales quisieron llegar al corazón de los jóvenes, muchos de los cuales buscan la verdad y la felicidad; esta búsqueda puede manifestar la experiencia de atracciones y alicientes del mundo contemporáneo, algunos de los cuales resultan claramente destructivos. Ello puede sembrar confusión entre los jóvenes y puede privarles del conocimiento de los valores auténticos y de dónde puede hallarse la verdadera felicidad. El gran reto y la gran oportunidad consisten en ofrecerles el don de Jesucristo en la Iglesia, pues sólo semejantes dones podrán satisfacer su intenso deseo. Pero Cristo debe presentarse de manera adecuada a la nueva generación, que refleja los rápidos cambios de la cultura en la que vive.

A veces se considera a la Iglesia católica como portadora de un mensaje irrelevante, que no atrae o no convence, pero no podemos permitir que tales pretensiones socaven nuestra confianza, pues hemos hallado la perla de gran valor (cf. Mt 13, 46). Y sin embargo no hay motivo para la complacencia. La Iglesia está retada a interpretar la Buena Nueva para los pueblos de Oceanía conforme a las necesidades y circunstancias actuales de éstos. Debemos presentar a Cristo ante el mundo de manera que dé esperanza a los muchos que sufren la miseria, la injusticia o la pobreza. Es el misterio de Cristo misterio de vida nueva para quienes se encuentran sumidos en la necesidad o en el dolor, para las familias deshechas o para las personas que están sin trabajo, marginadas, heridas en el alma o en el cuerpo, enfermas o esclavas de la droga, y para quienes han perdido el camino. Este misterio de gracias, el mysterium pietatis, es el corazón mismo de la Iglesia y de su misión.

Una Iglesia de participación

15. Las comunidades católicas de Oceanía confían cada vez más en lo que pueden ofrecer a la Iglesia universal y, a su vez, la Iglesia se alegra por los dones especiales que esas comunidades aportan. Muchas de ellas están implicadas en actividades misioneras en Oceanía y más allá, en las islas del Pacífico y en Papúa Nueva Guinea, así como en el Sudeste asiático y en otros lugares más lejanos. Iglesias particulares, fundadas por misioneros, están enviando a su vez misioneros, lo que constituye señal inequívoca de madurez. Han comprendido el mensaje misionero que el Papa Pablo VI envió, al tiempo que a los samoanos, a los católicos del mundo: «Escuchad la llamada para convertiros en heraldos de la Buena Nueva de la salvación»[36]. Se ha realizado el deseo que expresé a los obispos de la CEPAC en Suva en 1986, es decir que «las Iglesias instituidas por misioneros puedan, a su vez, enviar misioneros a otras naciones»[37]. No obstante, algunas diócesis de Oceanía han de seguir dependiendo de la solidaridad de otras Iglesias particulares, y no debería permitirse que la falta de recursos frene su generosidad en el cumplimiento de la misión que tienen encomendada. La compartición de los recursos por el bien de todos constituye un deber solemne de la vida cristiana y, en ocasiones, una necesidad urgente de la misión cristiana.

En muchas islas de Oceanía los catequistas han de auxiliar a los ministros ordenados en su labor misionera o pastoral. En Australia y en Nueva Zelanda, los catequistas enseñan la fe en la comunidad local, especialmente a los niños y a los catecúmenos, y «son testigos directos, evangelizadores insustituibles, que representan la fuerza básica de las comunidades cristianas»[38]. Estos operadores laicos resultan con frecuencia eficientes porque viven y actúan al lado de las personas en la vida diaria y porque «dan y siguen dando una aportación realmente insustituible a la misión de la Iglesia»[39]. En muchas islas no sólo se educa a los catequistas a enseñar, sino también a dirigir a la comunidad en la oración y a evangelizar más allá de los límites de la comunidad católica.

Frecuentemente, en las culturas tradicionales, la fe se comunica mejor de forma oral, con relatos, con la predicación, con la oración vocal, con cantos y danzas. Para dirigir y desarrollar este tipo de actividades se precisan cursos específicos, planificaciones y retiros. La tarea consiste ahora en presentar a Jesucristo a quienes experimentan una debilitación de la fe debida a las presiones de la secularización y del consumismo; tienden ellos a considerar a la Iglesia como una más de las numerosas instituciones de la sociedad moderna que influyen en el pensamiento y en el comportamiento de las personas. Ante semejante situación, la Iglesia necesita líderes y teólogos bien preparados para presentar de forma convincente a Jesucristo a los pueblos de Oceanía.

Produjo alegría el oír, durante la Asamblea, a muchos obispos hablar de los programas de renovación cristiana de sus diócesis y de la profundización en la fe que dichos programas ofrecen a sus fieles. Uno de los aspectos extraordinarios de esos programas es la implicación de muchos laicos. Todos estamos agradecidos al Señor por los diversos dones que ha dado a los laicos, tanto hombres como mujeres, para cumplir su misión: no se trata tan sólo de una llamada a la acción y al servicio, sino también de una invitación a la oración [40]. Los laicos y sus pastores quedan alentados a proseguir con renovada energía y a predicar a Jesucristo a su pueblo con nueva convicción. Las comunidades católicas en Oceanía ya están efectuando grandes esfuerzos para alcanzar a los demás tanto con las palabras como con los hechos; los Padres sinodales expresaron sincero aprecio por dichos esfuerzos y fuerte apoyo a quienes están dispuestos a ofrecerse para actuar en la misión de la Iglesia. Me asocio a su oración para que estos obreros de la viña del Señor encuentren satisfacción y alegría en la labor a la que el mismo Dios los ha llamado.

Muchos otros retos aguardan a los miembros de la Iglesia, especialmente a quienes tienen encomendada una responsabilidad pastoral. Conscientes de los límites de todo esfuerzo humano, los Padres del Sínodo, lejos de desanimarse, han recordado la afirmación tan sencilla como enérgica del Señor. Al enviar a los Apóstoles a predicar la Buena Nueva a todas las naciones, el Resucitado les dice: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La promesa del Señor ha sido fuente de esperanza nueva para los obispos cuando consideraban los muchos retos aún por afrontar en el intento de predicar a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, y han invitado a todos los católicos de Oceanía a unirse a ellos en esta esperanza.

El Evangelio y la cultura

Inculturación

16. Los Padres sinodales han subrayado con frecuencia la importancia de la inculturación con vistas a una vida auténticamente cristiana en Oceanía. El proceso de inculturación constituye la forma gradual mediante la cual el Evangelio se encarna en las diferentes culturas. Hay que tener presente que algunos valores culturales deben transformarse y purificarse si queremos que encuentren lugar en una cultura auténticamente cristiana. Por otra parte, en varias culturas los valores cristianos arraigan fácilmente. La inculturación nace del respeto tanto al Evangelio como a la cultura en la que aquél se ve anunciado y acogido. Dicho proceso se inició en Oceanía cuando los inmigrantes llevaron la fe cristiana desde sus tierras de procedencia. Para los pueblos indígenas de Oceanía, la inculturación significó un nuevo diálogo entre el mundo que habían conocido y la fe a la que habían llegado. Como resultado, Oceanía depara muchos ejemplos de expresiones culturales específicas en las áreas de la teología, de la liturgia y en la utilización de símbolos religiosos[41]. Los Padres del Sínodo vieron una inculturación adicional de la fe cristiana como el camino principal hacia la plenitud de la communio eclesial.

La inculturación auténtica de la fe cristiana se basa en el misterio de la Encarnación: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn 3, 16). El Hijo de Dios asumió la carne, «nacido de una mujer» (Ga 4, 4), en un tiempo y en un lugar específicos. Para preparar tan relevante acontecimiento, escogió Dios a un pueblo con una cultura especial, y dirigió su historia por el camino hacia la Encarnación. Lo que Dios hizo en el pueblo escogido reveló lo que quería hacer en favor de toda la Humanidad, de todo pueblo y cultura. La Escritura nos narra la historia de Dios que actúa en medio de su pueblo; nos narra sobre todo la historia de Jesucristo, por medio del cual el mismo Dios entró en el mundo y en sus numerosas culturas. En todo lo que dijo e hizo, pero especialmente en su muerte y resurrección, Jesús reveló el amor divino a la Humanidad. Desde el hondón de la historia humana, el acontecer de Jesús no habla tan sólo a las personas de su tiempo y cultura, sino también a las de toda época y cultura. El es para siempre el Verbo encarnado por el mundo; es el Evangelio que se llevó a Oceanía; es el Evangelio que ahora debe ser nuevamente anunciado.

El Verbo encarnado no resulta ajeno a ninguna cultura, y ha de predicarse a todas las culturas. «El proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio»[42]. Así como el Verbo encarnado entró en la historia y habitó entre nosotros, también el Evangelio entra profundamente en la vida y cultura de quienes oyen, escuchan y creen. La inculturación, la «encarnación» del Evangelio en las diferentes culturas, condiciona la misma manera de predicar, concebir y vivir el Evangelio[43]. La Iglesia enseña la verdad inmutable de Dios, enfocada a la historia y a la cultura de un pueblo específico. Por ello en cada cultura la fe cristiana ha de vivirse de forma especial. Los Padres sinodales se mostraron convencidos de que la Iglesia, en el esfuerzo de presentar a Jesucristo de manera eficaz a los pueblos de Oceanía, debe respetar toda cultura y jamás pedir a las personas que renuncien a ella. La Iglesia invita a todos los pueblos a expresar la palabra viva de Jesús en formas que hablen a su inteligencia y a su corazón[44]. «El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma»[45]. Resulta vital que la Iglesia se inserte plenamente en la cultura y desde dentro lleve adelante el proceso de purificación y de transformación[46].

Una inculturación auténtica del Evangelio posee un dúplice aspecto: por un lado, toda cultura propone valores y formas positivas que pueden enriquecer la manera de anunciar, concebir y vivir el Evangelio; por otro, el Evangelio desafía a las culturas y exige que algunos valores y formas cambien[47]. Precisamente como el Hijo de Dios se hizo carne excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15), así la fe cristiana acoge y fomenta todo aquello que es auténticamente humano y rechaza lo pecaminoso. El proceso de inculturación implica al Evangelio y a la cultura en «un diálogo que incluye la identificación de lo que es y de lo que no es de Cristo»[48]. Toda cultura necesita verse purificada y transformada por los valores revelados en el misterio pascual[49]. Así, los valores y las formas positivas que se encuentran en las culturas de Oceanía enriquecen la manera de anunciar, comprender y vivir el Evangelio[50]. El Evangelio «es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos»[51].

Transformadas por el Espíritu de Cristo, dichas culturas alcanzan esa plenitud de vida por la que sus más hondos valores siempre anhelaron y a la que sus pueblos siempre aspiraron. En realidad, sin Cristo ninguna cultura humana puede llegar a ser lo que realmente es.

La situación actual

17. En tiempos recientes, la Iglesia ha alentado calurosamente la inculturación de la fe cristiana. A este propósito, el Papa Pablo VI, al visitar Oceanía, insistió en que el catolicismo «no solamente no ahoga cuanto hay de bueno y de original en toda forma de cultura humana, sino que acepta, respeta y valora el genio de todo pueblo, y reviste de variedad y de belleza la única vestidura inconsútil de la Iglesia de Cristo»[52]. Con parecidas palabras me dirigí yo a los aborígenes de Australia al reunirme con ellos: «El Evangelio de nuestro Señor Jesucristo habla todas las lenguas. Aprecia y abraza a todas las culturas. Las sostiene en todas las cosas humanas y si es necesario las purifica. El Evangelio exalta y enriquece siempre y en todas partes las culturas con el mensaje revelado por un Dios amoroso y misericordioso»[53]. Los Padres sinodales pidieron que la Iglesia en Oceanía desarrolle una comprensión y una presentación de la verdad de Cristo que arranque de las tradiciones y culturas de la región. En zonas de misión, se insta a todos los misioneros a operar en armonía con los cristianos indígenas para asegurar que la fe y la vida de la Iglesia se expresen en formas legítimas adecuadas a cada cultura[54].

Desde los tiempos de la llegada de los primeros inmigrantes y de los misioneros, la Iglesia en Oceanía se ha visto inevitablemente sumida en un proceso de inculturación en el seno de las numerosas culturas de la región, que con frecuencia conviven una al lado de otra. Atentos a los signos de los tiempos, los Padres del Sínodo reconocieron «que muchas culturas, cada una a su manera, proporcionan elementos que ayudan [a la Iglesia] a comprender y a expresar mejor el Evangelio de Jesucristo»[55].

Para dirigir este proceso resulta necesaria la fidelidad a Cristo y a la Tradición auténtica de la Iglesia. Una inculturación genuina de la fe cristiana ha de llevarse a cabo en todo caso bajo la dirección de la Iglesia universal. Aun permaneciendo completamente fieles al espíritu de la communio, las Iglesias particulares deberían tratar de expresar la fe y la vida de la Iglesia en formas legítimas, adecuadas a las culturas indígenas. Nuevas expresiones y formas deberán verse comprobadas y aprobadas por las autoridades competentes. Una vez aprobadas, estas formas auténticas de inculturación facilitarán a los pueblos de Oceanía experimentar en su peculiar manera la vida abundante ofrecida por Jesucristo[56].

Los Padres sinodales expresaron el deseo de que los futuros sacerdotes, diáconos y catequistas tuvieran plena familiaridad con la cultura de las personas a las que prestan su servicio. Para llegar a ser buenos líderes cristianos deberían ser educados según modalidades que no los separen del contexto en el que vive la gente común, ya que están llamados al servicio de una evangelización inculturada, mediante una labor pastoral solícita que permita a la comunidad cristiana acoger, vivir y transmitir la fe en la propia cultura, en armonía con el Evangelio y en comunión con la Iglesia universal[57].

Como visión prospectiva, los Padres del Sínodo evocaron el ideal de muchas culturas de Oceanía que puedan formar una civilización valiosa y característica, inspirada en la fe en Jesucristo. Junto con ellos, oro con fervor para que todos los pueblos de Oceanía descubran el amor de Cristo, Camino, Verdad y Vida, para que experimenten y edifiquen juntos esa civilización del amor y de la paz que el mundo del Pacífico siempre ha deseado.

 

CAPÍTULO III

ANUNCIAR LA VERDAD DE JESUCRISTO EN OCEANÍA

«En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente» (Lc 5, 1-3).

Una nueva evangelización

Evangelización en Oceanía

18. Es la evangelización la misión de la Iglesia de proclamar al mundo la verdad de Dios revelada en Jesucristo. Los Padres sinodales se alegraron mucho de que la communio constituyera el tema y objetivo de cualquier evangelización en Oceanía [58] y la base de toda planificación pastoral. En la evangelización manifiesta la Iglesia su íntima comunión y actúa como un cuerpo único, esforzándose por llevar a toda la Humanidad a la unidad en Dios mediante Cristo. Todo bautizado tiene la responsabilidad de anunciar el Evangelio con palabras y actos en el mundo en el que vive[59]. Todos han de escuchar el Evangelio en Oceanía: creyentes o no creyentes, nativos e inmigrantes, ricos y pobres, jóvenes y ancianos; todos tienen derecho a escuchar el Evangelio, lo que significa que los cristianos tienen el solemne deber de compartirlo con ellos. Hoy es precisa una nueva evangelización, para que cada uno pueda escuchar, comprender y creer en la misericordia de Dios, destinada, en Cristo Jesús, a todos los pueblos.

Durante la Asamblea Especial, los obispos compartieron su valioso bagaje de experiencias pastorales y el de las personas con las que operan más de cerca; por ello juntos pudieron discernir nuevas perspectivas para el futuro de la Iglesia en Oceanía. Muchos de ellos hablaron del peso del aislamiento, de la necesidad de atravesar grandísimas distancias y de la vida en ambientes inhóspitos. Al mismo tiempo, también comunicaron experiencias muy positivas de la lozanía de la fe y de la communio, cuando las personas acogen el Evangelio y descubren el amor de Dios. También hablaron los obispos de las esperanzas y los temores, de las realizaciones y las desilusiones, del crecimiento y del declive de las Iglesias particulares en Oceanía. Algunos percibieron que la Iglesia como tal se encuentra en Oceanía ante una encrucijada que exige importantes opciones futuras. Eran conscientes de que las nuevas circunstancias en el continente lanzan importantes retos, y que ha llegado la hora de una «re-presentación» del Evangelio a los pueblos del Pacífico, para que éstos puedan escuchar la Palabra de Dios con fe renovada y encontrar una vida más abundante en Cristo. Pero, con vistas a ello, han coincidido en la necesidad de nuevos caminos y métodos de evangelización, inspirados en una fe, en una esperanza y en un amor más profundos hacia el Señor Jesús.

Como primer paso de la necesaria «renovación de la mente» (cf. Rm 12, 2), los obispos hablaron de manera muy positiva de los numerosos esfuerzos por la aplicación de las directrices del Concilio Vaticano II. Insistieron en que éstas deben ponerse por obra de manera gradual, lo que implica la necesidad de otras iniciativas para fortalecer la fe de quienes se han vuelto débiles y también la de presentar dicha fe de manera más convincente a la sociedad en general. La invitación a la renovación es una llamada a anunciar al mundo la verdad de Jesucristo dando testimonio de él incluso hasta el sacrificio supremo del martirio. Precisamente a ello está llamada la Iglesia en Oceanía, y ésta fue la razón fundamental de la celebración de la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos[60].

Habida cuenta de la situación de Oceanía, la llamada de Dios puede fácilmente dejar de oírse debido a la transformación global que influye en la identidad cultural y en las instituciones sociales de la región. Temen algunos que estos cambios puedan socavar los cimientos de la fe y conducir a una extenuación del espíritu y al desaliento. Ante ello, hemos de recordarnos a nosotros mismos que el Señor nos da la fuerza para superar semejantes tentaciones. La fe en él es como casa edificada sobre roca: «Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7, 25). Con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está preparando para una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de Cristo: «Ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el día de la salvación» (2 Co 6, 2).

Muchos Padres sinodales se han hecho eco de la preocupación acerca de la consideración pública de la fe cristiana en Oceanía, observando que ésta ejerce menor influencia en temas que atañen al bien común, a la moralidad pública y a la administración de la justicia, al estado del matrimonio y de la familia, o al mismo derecho a la vida. Algunos obispos han comunicado que a veces incluso los católicos ponen en tela de juicio la enseñanza de la Iglesia. En la medida en que esto responde a la verdad, sorprende poco el hecho de que la voz de la Iglesia influya menos en la vida pública.

Los retos de la modernidad y de la posmodernidad los experimentan todas las Iglesias particulares en Oceanía, pero con especial vigor las que viven en sociedades alcanzadas en mayor medida por la secularización, el individualismo y el consumismo. Muchos obispos han individuado las señales de una debilitación de la fe y de la práctica católica en la vida de las personas en la medida en que éstas aceptan una visión completamente secular como criterio de juicio y de comportamiento. A este propósito, ya el Papa Pablo VI alertó a los creyentes observando que «existe […] un riesgo de reducir todo a un humanismo terreno, olvidado de la dimensión moral y espiritual de la vida, y de no preocuparse ya de la relación necesaria del hombre con el Creador»[61]. La Iglesia ha de cumplir con su misión evangelizadora en un mundo cada vez más secularizado. El sentido de Dios y de su amorosa Providencia ha disminuido en muchos, incluso en sectores enteros de la sociedad. La indiferencia práctica hacia las verdades y los valores religiosos ensombrece el rostro del amor de Dios. Por ello «entre las prioridades de un renovado compromiso de evangelización se ha podido observar un retorno al sentido de lo sagrado, a una conciencia de la centralidad de Dios en la globalidad de la experiencia humana»[62]. La nueva evangelización constituye una prioridad para la Iglesia en Oceanía. En cierto sentido, la misión de la Iglesia resulta sencilla y clara: proponer una vez más a la sociedad humana todo el Evangelio de la salvación en Cristo Jesús. Ella está enviada al mundo contemporáneo, a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, «a anunciar el Evangelio […] para no hacer ineficaz la cruz de Cristo. El mensaje de la cruz […] fuerza de Dios» (1 Co 1, 17-18)[63].

Los agentes de la evangelización

19. Tal y como lo fueron los Apóstoles, los obispos son enviados a sus diócesis como primeros testigos del Resucitado. Unidos alrededor del Sucesor de Pedro, forman un órgano colegial responsable de la difusión del Evangelio en el mundo. Durante la Asamblea Especial para Oceanía, los obispos reconocieron ser ellos mismos los primeros llamados a una vida y a un testimonio cristianos renovados. El mayor estudio de la Escritura y de la Tradición, alimentado por la oración, los llevará a un conocimiento y a un amor a la fe más hondos. De esa manera, como pastores de sus pueblos, contribuirán con eficacia aún mayor a la labor de la nueva evangelización[64]. Como los Hechos de los Apóstoles claramente atestiguan, es característica peculiar de la misión apostólica sustentada por el Espíritu Santo el valor de anunciar «con valentía la Palabra de Dios» (4, 31). Esta valentía les fue dada como respuesta a la oración de toda la comunidad: «Da a tus siervos valentía para anunciar tu Palabra» (4, 29). Ese mismo Espíritu hace hoy a los obispos capaces de hablar con claridad y valentía ante una sociedad que necesita escuchar la palabra de la verdad cristiana. Los católicos de Oceanía siguen orando para que, como los Apóstoles, sus pastores sean testigos audaces de Cristo, y el Sucesor de Pedro se une a ellos en la oración.

Junto con los obispos, todos los fieles de Cristo —sacerdotes, consagrados y laicos— están llamados a proclamar el Evangelio. Su communio se expresa en un espíritu de colaboración, colaboración que por sí sola constituye poderoso testimonio del Evangelio. Los sacerdotes son los más estrechos colaboradores de los obispos, y constituyen para éstos la mayor ayuda en la labor de evangelización, especialmente en las comunidades parroquiales encomendadas a sus desvelos[65]. Ofrecen el sacrificio de Cristo por las necesidades de la comunidad, reconcilian con Dios y con la comunidad a los pecadores, fortalecen a los enfermos en su peregrinación hacia la vida eterna[66], haciendo con ello a toda la comunidad capaz de atestiguar el Evangelio en todo instante de la vida y en la muerte. Hombres y mujeres son, en la vida consagrada, signos vivientes del Evangelio. Los votos de pobreza evangélica, castidad y obediencia constituyen un itinerario seguro para alcanzar un conocimiento y un amor más profundos de Cristo; de esta intimidad con el Señor dimana su servicio consagrado en la Iglesia, lo que se ha revelado poderosa merced en Oceanía[67]. También los laicos tienen su papel específico en consagrar el mundo a Dios, y muchos de ellos alcanzan un sentido aún más profundo de su indispensable función en la misión evangelizadora de la Iglesia[68]. A través del testimonio de amor en el sacramento del matrimonio o la generosa dedicación de personas llamadas a una vida célibe, mediante la actividad en el mundo de cualquier género, los laicos pueden y deben ser fermento auténtico en cada rincón de la sociedad en Oceanía. Precisamente de ello depende en gran medida el éxito de la nueva evangelización.

Un nuevo anuncio de Cristo debe surgir de una renovación interior de la Iglesia, y toda renovación en el seno de la Iglesia debe tener a la misión como objetivo para no caer presa de una especie de introversión eclesial. Todo aspecto de la misión de la Iglesia en el mundo debe dimanar de una renovación procedente de la contemplación del rostro de Cristo[69]. Dicha renovación, a su vez, suscita nuevas estrategias pastorales. A este respecto, la Asamblea Especial invitó a las comunidades locales a contribuir a la nueva evangelización cultivando un espíritu de hermandad en sus liturgias y actividades sociales y apostólicas; acercándose a los católicos no practicantes o alejados; reforzando la identidad de las escuelas católicas; dando la oportunidad a los adultos de crecer en la fe mediante planes de estudio y de formación; enseñando y explicando la doctrina católica de forma eficaz a quienes se encuentran fuera de la comunidad cristiana y permitiendo que la doctrina social de la Iglesia influya en la vida civil de Oceanía[70]. Con estas y otras iniciativas semejantes, el Evangelio se presentará a la sociedad de manera más convincente y podrá influir con mayor profundidad en la cultura.

Los primeros cristianos fueron impulsados por el Espíritu Santo a creer en Cristo y a anunciarlo como único Redentor del mundo, enviado por el Padre. En todo tiempo el agente auténtico de la renovación y de la evangelización es el Espíritu Santo, que sin lugar a dudas no dejará de ayudar ahora a la Iglesia a encontrar, en una sociedad en vías de rápida transformación, las energías evangelizadoras y los métodos necesarios; y la nueva evangelización, por su parte, no dejará de producir maravillosos frutos del Espíritu Santo para los pueblos de Oceanía, tal y como acaeció a los primeros cristianos, cuando vieron al Resucitado y recibieron el don de su amor, que llega a ser más fuerte que la misma muerte.

La primacía del anuncio

20. El kerygma es la palabra de Dios anunciada con vistas a situar a la Humanidad en su justa relación con Dios mediante la fe en Cristo. Vemos en acción el poder del kerygma en la primera comunidad de Jerusalén: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los Apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). Esta es la esencia de la vida de la Iglesia, el fruto de la nueva evangelización. La adhesión a Jesucristo se manifiesta mediante la fe en su palabra proclamada por la Iglesia. Se pregunta San Pablo: «¿Cómo van a proclamar si no los envían?» (Rm 10, 15), y en verdad Cristo envió a los Apóstoles, cuya voz se difundió por «toda la tierra […] y hasta los límites del orbe» (cf. Sal 18[19], 5). Como «testigos de la verdad divina y católica»[71], los misioneros en Oceanía han viajado por tierra y por mar, atravesado desiertos e inundaciones, afrontado grandes dificultades culturales, para el cumplimiento de su excepcional labor. Inspirándose en la historia del nacimiento de la Iglesia en Oceanía, los Padres sinodales percibieron la necesidad de una predicación nueva y valiente del Evangelio en nuestros días.

La Iglesia se ve enfrentada a un doble reto al tratar de anunciar el Evangelio en Oceanía: por un lado las religiones y culturas tradicionales, por otro el moderno proceso de secularización. En ambos casos, el primero y más urgente deber es el anuncio de Cristo resucitado, anuncio que debe proponerse en un encuentro personal capaz de llevar al interlocutor a la conversión del corazón y a la solicitud del Bautismo[72]. Tanto al confrontarse con las religiones tradicionales como con una filosofía refinada, la Iglesia anuncia con palabras y hechos «la verdad en Cristo Jesús» (Ef 4, 21; cf. Col 1, 15-20). A la luz de dicha verdad, ofrece su propia aportación al debate acerca de los valores y principios éticos que cooperan en la felicidad de la vida humana y en la paz de la sociedad. La fe ha de presentarse siempre de manera racionalmente coherente, favoreciendo así su penetración en ámbitos cada vez más amplios de la experiencia humana. Y es que la fe lleva en sí la fuerza necesaria para forjar la misma cultura penetrando en sus motivaciones hasta su núcleo esencial. Alertada tanto por la tradición cristiana como por los cambios culturales contemporáneos, la palabra de la fe y de la razón debe acompañarse con el testimonio de vida, si se quiere que la evangelización produzca fruto. Sin embargo, por encima de todo, es preciso un anuncio sin miedo de Cristo, es precisa una «parresía de la fe»[73].

Evangelización y medios de comunicación

21. En el mundo contemporáneo, los medios de comunicación social resultan cada vez más poderosos agentes de la modernización, incluso en las zonas más remotas de Oceanía. Ejercen gran impacto en la vida de las personas, en su cultura, pensamiento moral o conducta religiosa, por lo que, cuando se emplean de manera indiscriminada, pueden surtir un efecto pernicioso en las culturas tradicionales. Los Padres del Sínodo invocaron una mayor toma de conciencia del poder de los medios, que «proporcionan una excelente oportunidad a la Iglesia de evangelizar y de construir la comunidad y la solidaridad»[74]. Realmente, los medios de comunicación proporcionan con frecuencia el único contacto que la Iglesia tiene con los no católicos o con la comunidad en el sentido más amplio del término, por lo que habrían de utilizarse de forma creativa y responsable[75].

Donde fuera posible, la Iglesia debería discurrir un plan pastoral de comunicaciones en ámbito nacional, diocesano y parroquial. La coordinación de los esfuerzos eclesiales resulta necesaria para asegurar mejor la preparación de quienes representan a la Iglesia en los medios[76], así como para alentar a laicos de fe comprobada a entrar en ese mundo como respuesta a una vocación. Constituye una señal de esperanza el que los cristianos que operan en los medios de comunicación estén demostrando su compromiso con los valores cristianos. Gracias a su ayuda, pueden producirse profesionalmente materiales y programas religiosos que reflejen valores humanos y morales, aun cuando la financiación de semejantes actividades constituya a menudo un problema. Un centro católico para los medios de comunicación para toda Oceanía podría ser una válida ayuda para el empleo de los medios de comunicación en el ámbito de la evangelización. También expresaron los obispos preocupación por los estándares de decencia en los medios de comunicación pública y denunciaron el nivel de violencia alcanzado por éstos[77]. Los responsables de la Iglesia deben colaborar en la redacción de un código de comportamiento ético para los medios de comunicación[78], y también las familias y los jóvenes necesitan asistencia para evaluar críticamente el contenido de los programas. Por ello resulta vital el papel de las instituciones educativas católicas en ayudar a las personas, especialmente a los jóvenes, a conseguir una comprensión crítica de los medios. La fe cristiana nos reta a transformarnos en oyentes, espectadores y lectores que saben escoger[79].

También expresaron preocupación los obispos por el empleo de la publicidad en los medios de comunicación, subrayando la gran influencia que ésta posee a la hora de alentar tanto al bien como al mal. El proceso de globalización y el creciente panorama monopolista en los medios de comunicación otorga a la publicidad un poder aún mayor sobre las personas. Con la fuerza de las imágenes y de las sugestiones, propaga a menudo una cultura consumista, que reduce a las personas a lo que poseen o pueden adquirir. Las induce a creer que nada hay más allá de lo que una economía de consumo puede ofrecer. «La mayor preocupación respecto a semejante poder es que, en su mayor parte, difunde ininterrumpidamente una ideología que choca frontalmente con la visión de la fe católica»[80].

El reto de la fe hoy

Catequesis

22. Su misión de «anunciar la verdad de Jesucristo» hoy en Oceanía llama a la Iglesia a renovar la catequesis, la instrucción y la formación en la fe. El impacto de los medios de comunicación en la vida de las personas ilustra hasta que punto una nueva realidad social demanda formas innovadoras de presentar la fe. Objetivo de la catequesis es educar a los niños, a los jóvenes y a los adultos en la fe, «que comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada generalmente de modo orgánico y sistemático, con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana»[81]. Los Padres sinodales propusieron un mayor compromiso tanto económico como personal para alcanzar también a los sujetos más fácilmente ignorados. La necesidad de cursos completos para adultos y muchachos con necesidades especiales, que no frecuentan escuelas católicas, exige especial atención y planificación sistemática. Entre todos los derechos humanos, resulta básica la libertad de religión, que incluye el derecho a ser instruido en la fe[82]. «Todo bautizado, por el hecho mismo de su Bautismo, tiene el derecho de recibir de la Iglesia una enseñanza y una formación que le permitan iniciar una vida verdaderamente cristiana»[83]. Ello requiere que gobiernos y autoridades educativas aseguren el respeto efectivo de ese derecho. «Donde se da colaboración auténtica entre el gobierno y la Iglesia con vistas a la institución y al funcionamiento de las escuelas, la educación de los niños y de los jóvenes del país se ve harto fomentada»[84]. Religiosos y religiosas, laicos y sacerdotes se han prodigado con este fin, a menudo mediante esfuerzos prodigiosos y muchos sacrificios. Su labor ha de consolidarse y extenderse para que todos los bautizados crezcan en la fe y en la comprensión de la verdad de Cristo.

Ecumenismo

23. Los Padres del Sínodo comprobaron que la división entre los cristianos constituye un gran obstáculo para la credibilidad del testimonio de la Iglesia. Expresaron su profundo deseo de que el escándalo de la división no continúe y de que se emprendan nuevos esfuerzos de reconciliación y diálogo para que el resplandor del Evangelio pueda irradiarse con mayor claridad.

En muchas zonas de misión de Oceanía, las diferencias entre Iglesias y Comunidades eclesiales produjeron en tiempos pasados competencias y contraposiciones. Recientemente, sin embargo, las relaciones han sido más positivas y fraternas. La Iglesia en Oceanía ha dado gran prioridad al ecumenismo, y ha proporcionado lozanía y apertura a las actividades ecuménicas. Se acogen favorablemente las ocasiones de «un diálogo de salvación»[85], orientado hacia una mayor comprensión y enriquecimiento recíprocos. El enérgico deseo de la unidad en la fe y en el culto constituye uno de los dones del Espíritu Santo a Oceanía[86], y la cooperación en las áreas de la caridad y de la justicia social es elocuente señal de fraternidad cristiana. El ecumenismo ha encontrado en Oceanía terreno fértil donde arraigar, ya que en muchos lugares las comunidades locales están estrechamente unidas. Un deseo aún mayor de unidad en la fe ayudará a mantener unidas dichas comunidades. El deseo de comunión más profunda en Cristo quedó simbolizado en el Sínodo por la presencia de delegados fraternos de otras Iglesias y Comunidades eclesiales. Sus aportaciones se revelaron alentadoras y útiles con vistas a promover avances hacia la unidad querida por Cristo.

En la actividad ecuménica resulta esencial que los católicos estén más preparados en el conocimiento de la doctrina, de la tradición y de la historia de la Iglesia, para que, comprendiendo con mayor profundidad su propia fe, sepan implicarse mejor en el diálogo y en la colaboración ecuménica. También se necesita un «ecumenismo espiritual», concebido como ecumenismo de oración y de conversión del corazón. La oración ecuménica fomentará una compartición de vida y de servicio gracias a la cual los cristianos harán juntos todo aquello que pueden hacer en las circunstancias actuales. Un «ecumenismo espiritual» puede también desembocar en un diálogo doctrinal, o en una consolidación de éste donde ya exista. Los Padres sinodales juzgaron muy útil disponer, para el uso común, de ediciones de la Escritura y de oraciones aceptadas en ámbito ecuménico; manifestaron, además, el deseo de que se preste mayor atención a las necesidades pastorales de familias cuyos miembros pertenecen a diferentes comunidades cristianas; por último, alentaron a las comisiones eclesiales a compartir, donde fuera posible, sus servicios sociales con otras comunidades cristianas. Bueno sería que los responsables cristianos actuaran de común acuerdo y publicaran declaraciones comunes acerca de problemas religiosos o sociales cuando semejantes declaraciones se revelaran necesarias y oportunas[87].

Grupos fundamentalistas

24. El ecumenismo necesita diferenciarse de la aproximación eclesial a grupos o movimientos religiosos fundamentalistas, algunos de los cuales son de inspiración cristiana. En algunas zonas de misión, preocupan a los obispos los efectos que dichos grupos o sectas están produciendo en la comunidad católica. Algunos de ellos basan sus ideas en una lectura de la Escritura que emplea con frecuencia imágenes apocalípticas, amenazas de un futuro lóbrego para el mundo y promesas de recompensas económicas para sus seguidores. Mientras que algunos de estos grupos resultan abiertamente hostiles a la Iglesia, otros desearían implicarse en el diálogo. En las sociedades más desarrolladas y secularizadas se da un creciente recelo hacia grupos cristianos fundamentalistas que atraen a los jóvenes lejos de la Iglesia e incluso de sus familias. Muchos movimientos variados ofrecen una especie de espiritualidad como presunto remedio a los efectos perjudiciales de una cultura tecnológica alienante, contra la cual las personas se sienten con frecuencia inermes. La presencia y la actividad de estos grupos y movimientos retan a la Iglesia a revitalizar su enfoque pastoral y a ser más acogedora para con los jóvenes y para quienes se encuentran en grave necesidad espiritual o material[88]. Además, se trata de una situación que requiere una mejor catequesis bíblica y sacramental y una formación espiritual y litúrgica adecuada. También se precisa una nueva apologética, conforme a la enseñanza de San Pedro de estar «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1 P 3, 15). Así los fieles confiarán más en su propia fe católica y quedarán menos expuestos a los halagos de estos grupos y movimientos, que a menudo acaban dando lo contrario de lo que prometían.

Diálogo interreligioso

25. Mayores ocasiones de desplazamiento y más fáciles posibilidades de inmigración han desembocado en encuentros inéditos entre las culturas del mundo, y a ello se debe la presencia en Oceanía de las grandes religiones no cristianas. Algunas ciudades poseen comunidades judías, constituidas por un número considerable de supervivientes del Holocausto, que pueden desempeñar un importante papel en las relaciones judeo-cristianas. En algunas zonas también existen comunidades musulmanas fundadas desde antiguo; en otras, comunidades hindúes, mientras que en otras se van fundando centros budistas. Resulta importante que los católicos conozcan mejor estas religiones, sus doctrinas, formas de vida y cultos. La tarea de la Iglesia resulta especialmente delicada donde padres pertenecientes a estas religiones matriculan a sus hijos en escuelas católicas.

La Iglesia en Oceanía debe estudiar con mayor esmero las religiones tradicionales de los pueblos indígenas para entrar con mayor eficacia en ese diálogo que requiere el anuncio cristiano. «El anuncio y el diálogo, cada uno en su propio ámbito, son considerados como elementos esenciales y formas auténticas de la única misión evangelizadora de la Iglesia. Ambos se orientan hacia la comunicación de la verdad salvífica» [89]. Para poder procurar un diálogo fructífero con estas religiones, la Iglesia necesita a expertos en filosofía, antropología, religiones comparadas, ciencias sociales y —sobre todo— en teología.

Esperanza para la sociedad

La enseñanza social de la Iglesia

26. La Iglesia considera el apostolado social como parte integrante de su misión evangelizadora con vistas a decir al mundo una palabra de esperanza; su compromiso en esta dirección puede reconocerse en la aportación que brinda al desarrollo humano, en la promoción de los derechos humanos, en la defensa de la vida humana y de su dignidad, en la justicia social y en la tutela del medio ambiente. Los Padres del Sínodo estaban profundamente unidos a su pueblo a la hora de expresar la determinación de actuar contra las injusticias, la corrupción, las amenazas a la vida y las nuevas formas de pobreza[90].

Hacia finales del siglo XIX, cuando la sociedad industrial y consumista daba sus primeros pasos, la Iglesia en Oceanía acogió favorablemente la enseñanza social pontificia sobre los derechos de los trabajadores al empleo y a un salario justo. En los países de Oceanía aún en vías de desarrollo, la doctrina social de la Iglesia ha sido bien recibida, especialmente después del Concilio Vaticano II, y los obispos la han enseñado de forma eficaz, amén de aplicarla a las cuestiones sociales del momento. Declaraciones de la Federación de Conferencias Episcopales de Oceanía, de Conferencias Episcopales y de obispos reflejan toda la gama de la enseñanza social de la Iglesia e ilustran cómo ésta ha procurado promover la causa de los pueblos indígenas y los derechos de las naciones más pequeñas, así como consolidar los vínculos de la solidaridad internacional. La Iglesia también ha ayudado a desarrollar formas democráticas de gobierno que respetan los derechos humanos, la autoridad de la ley y su justa aplicación.

Indudablemente, semejante compromiso en la justicia social y en la paz forma parte integrante de la misión de la Iglesia en el mundo [91]. Sin embargo, esta misión no depende del poder político. «La Iglesia […] se ocupa de los aspectos temporales del bien común a causa de su ordenación al supremo Bien, nuestro fin último»[92]. La doctrina social de la Iglesia debe enseñarse y ponerse por obra de forma aún más eficaz en Oceanía, especialmente mediante estructuras como las Comisiones «Justicia y Paz». Dicha doctrina social debe ser «presentada claramente a los fieles en términos comprensibles y testimoniada por un estilo de vida sencillo»[93]. Debe llevarse a cabo un análisis más incisivo de la injusticia económica y de la corrupción para que puedan proponerse medidas adecuadas para superarlas. Se anima a las organizaciones católicas implicadas en la acción en favor de la justicia a prestar atención a las nuevas formas de pobreza e injusticia y a ayudar a eliminar sus causas.

Derechos humanos

27. Los Padres sinodales han manifestado el deseo de que los pueblos de Oceanía se vuelvan cada vez más conscientes de la dignidad humana, dignidad basada en que todos han sido creados a imagen de Dios (cf. Gn 1, 26). El respeto a toda persona implica el respeto a los derechos inviolables, que proceden de la dignidad de la persona. Todos los derechos básicos preceden a la sociedad y deben verse reconocidos por ésta[94]. La falta de respeto a la dignidad o a los derechos de la persona se opone al Evangelio y destruye a la sociedad humana. La Iglesia anima a jóvenes y adultos a responder de forma eficaz a la injusticia y a la falta de respeto a los derechos humanos, algunos de los cuales en Oceanía se encuentran bajo amenaza o necesitan gozar de mayor respeto.

Entre ellos figuran el derecho al trabajo y al empleo, cuyo fin es que las personas puedan sustentarse, formar y educar una familia. Es el desempleo juvenil motivo de gran preocupación que en algunos países llega a incrementar la incidencia de suicidios entre la juventud. Los sindicatos pueden desempeñar un papel insustituible en la defensa de los derechos de los trabajadores. Los políticos, los responsables de la administración pública y la policía, para permanecer fieles a su misión, deben ser honrados y evitar la corrupción en cualquiera de sus formas, pues ésta siempre constituye una grave injusticia hacia los ciudadanos. Trabajando con los políticos, los hombres de negocios y los líderes de la sociedad, los responsables de la Iglesia pueden aportar una valiosa ayuda formulando directrices éticas de conducta en cuestiones que afecten al bien común y velar porque dichas directrices se lleven a la práctica.

Sin necesidad de ser expertos en la materia, los responsables eclesiales deben estar muy al corriente de los problemas económicos y de su impacto en la sociedad. Los Padres del Sínodo repitieron con claridad que «una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable»[95]; lo que se denomina «racionalismo económico»[96] es un principio que tiende cada vez más a dividir a los países ricos y los pobres, a comunidades e individuos. La naciones más pequeñas de Oceanía resultan especialmente vulnerables ante las políticas económicas basadas en una filosofía social de este tipo, caracterizada por la debilitación del sentido de la justicia distributiva y a la que le preocupa demasiado poco que cada uno tenga las cosas necesarias para su vida, así como un desarrollo humano integral. Resulta especialmente preocupante que las familias sufran con motivo de semejantes políticas económicas. Los obispos han indicado que otro fenómeno destructivo en Oceanía lo constituyen los juegos de azar, especialmente en casinos que prometen una solución tan rápida como espectacular de las dificultades económicas, mientras que en realidad dejan a las personas en una situación aún más grave y difícil.

Los pueblos indígenas

28. Unas políticas económicas injustas perjudican de especial manera a los pueblos indígenas, a las naciones jóvenes y a sus culturas tradicionales; es tarea de la Iglesia ayudar a las culturas indígenas a preservar su identidad y mantener sus tradiciones. El Sínodo ha alentado enérgicamente a la Santa Sede para que siga defendiendo la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas [97].

Un caso especial lo constituye el de los aborígenes australianos, cuya cultura lucha por la supervivencia. Durante muchos miles de años han procurado vivir en armonía con el ambiente —con frecuencia áspero— de su «gran país»; ahora, sin embargo, su identidad y cultura se encuentran gravemente amenazadas. Hay que decir, con todo, que más recientemente sus esfuerzos conjuntos encaminados a asegurar la supervivencia y obtener justicia han comenzado a dar fruto. Existe un dicho procedente de la vida en las selvas australianas que se ha citado en el aula del Sínodo: «Si permanecéis estrechamente unidos seréis como un árbol recto en medio de un incendio en el bosque que arde y consume la madera. Las hojas están secas y la robusta corteza queda rasgada y quemada; pero dentro del árbol la savia continúa corriendo, y bajo la tierra las raíces son todavía fuertes. ¡Como aquel árbol, habéis soportado las llamas y tenéis todavía el poder de renacer!»[98]. La Iglesia apoyará la causa de todos los pueblos indígenas que buscan un reconocimiento justo y equitativo de su identidad y derechos[99]. Los Padres sinodales manifestaron su apoyo a las aspiraciones de los pueblos indígenas con vistas a una solución justa de la compleja cuestión de la alienación de sus tierras[100].

Cada vez que la verdad se ha visto negada por gobiernos u organismos de éstos o incluso por comunidades cristianas, el mal producido a los pueblos indígenas debe reconocerse paladinamente. El Sínodo apoyó la institución de «Comisiones para la Verdad»[101] allí donde éstas puedan ayudar a resolver injusticias históricas y a promover la reconciliación en el más amplio seno de la sociedad o de la nación. El pasado no puede cambiarse, pero un reconocimiento honrado de injusticias pasadas puede desembocar en medidas y actitudes que ayuden a rectificar los efectos perjudiciales tanto para la comunidad indígena como para la sociedad en sentido más amplio. La Iglesia expresa hondo pesar y pide perdón allí donde sus hijos fueron o siguen siendo cómplices de semejantes errores. Conscientes de las vergonzosas injusticias infligidas a los pueblos indígenas de Oceanía, los Padres sinodales pidieron disculpas sin reservas por la parte que en ellas desempeñaron miembros de la Iglesia, especialmente cuando se separó con la fuerza a niños de sus familias[102]. Se invita a los gobiernos a procurar con mayor energía programas que mejoren las condiciones y niveles de vida de los grupos indígenas en los ámbitos vitales de la salud, la educación, el empleo y la vivienda.

Ayuda al desarrollo

29. Tal y como en la Iglesia primitiva cada comunidad cristiana estaba vinculada a otra por la hospitalidad brindada a los peregrinos, por la ayuda recíproca y por la compartición de recursos materiales y humanos, la solidaridad práctica entre las Iglesias particulares en Oceanía hace visible al mundo la communio. Muchas economías nacionales en Oceanía siguen dependiendo de la ayuda internacional y necesitan un apoyo económico continuo para su desarrollo. Mientras que la ayuda para el desarrollo socioeconómico la ofrecen con generosidad las agencias internacionales, la Iglesia encuentra dificultades a la hora de conseguir ayuda directa para sus proyectos pastorales, aun cuando muchos de éstos rebasan abundantemente los límites de la comunidad católica. Ante esta situación, el Sínodo recomendó que las agencias de apoyo relacionadas con la Iglesia revisen sus criterios y abran sus criterios a las obras apostólicas que constituyen un requisito previo y necesario con vistas al desarrollo social exigido para mejorar los niveles de vida[103].

Además, los Padres sinodales pidieron que la Iglesia extendida en las zonas más ricas de Oceanía «comparta sus recursos con las diferentes Iglesias particulares del Pacífico y coopere con éstas en la institución de vínculos con organismos de financiación»[104]. Tampoco puede la Iglesia en Oceanía permanecer indiferente ante el destino de las Iglesias más pobres de la cercana Asia cada vez que éstas se ven necesitadas de su ayuda y servicios. El Sínodo reconoce con gratitud las generosas aportaciones dinerarias y en recursos dadas por católicos para apoyar programas, y especialmente la labor del personal laico, comprometido en situaciones a veces harto difíciles con el fin de mejorar las condiciones humanas en Oceanía.

La santidad de la vida

30. En las sociedades más secularizadas y ricas de Oceanía el derecho a la vida se incluye entre los derechos que corren mayor peligro. Existe una profunda contradicción en ello, ya que se trata con frecuencia de sociedades que hablan con mucha insistencia de derechos humanos mientras contemporáneamente niegan el más básico de todos. ¿Tal vez no dijo el mismo Cristo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10)? En realidad, «el Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús»[105]. En el actual conflicto entre una «cultura de la vida» y una «cultura de la muerte», la Iglesia debe defender el derecho a la vida desde el momento de la concepción hasta el de la muerte natural, en toda fase de su desarrollo. Los valores morales y sociales que deberían plasmar a la sociedad se basan en la sacralidad de la vida creada por Dios. Presentar una clara visión acerca del origen de la Humanidad en el Dios creador y de su eterno destino ayudará a muchas personas a vislumbrar el valor auténtico de la vida. No es que la Iglesia quiera imponer su moral a otros; quiere más bien ser fiel a su misión de compartir la verdad plena acerca de la vida, enseñada por Jesucristo. La promoción de la sacralidad de la vida es una consecuencia de la comprensión cristiana de la existencia humana. Este mensaje ha de enseñarlo la Iglesia no sólo en el seno de la comunidad católica, sino, proféticamente, a la sociedad entera, para así anunciar el poder y la belleza del Evangelio de la vida.

En este punto, el testimonio de las instituciones sanitarias católicas se revela esencial, como lo es el de los medios de comunicación en la promoción del valor de la vida. Para presentar a la opinión pública la posición de la Iglesia en cuestiones bioéticas y sanitarias de forma clara y fiel, obispos, sacerdotes y expertos en derecho y medicina deben ser instruidos de manera adecuada[106]. Hay que promover la vida y defender su santidad contra toda amenaza de violencia en sus diferentes formas, especialmente la violencia contra los más débiles, es decir los ancianos, los moribundos, las mujeres, los niños, los discapacitados y los no nacidos.

El medio ambiente

31. Es Oceanía una región del mundo de gran belleza natural que ha logrado conservar áreas que permanecen invioladas. La región sigue ofreciendo hoy en día a los pueblos indígenas un lugar para vivir en armonía con la naturaleza y entre sí[107]. Como la creación quedó encomendada a la gestión del hombre, el mundo natural no es tan sólo un recurso destinado a explotarse, sino también una realidad que ha de ser objeto de respeto e incluso de veneración como don recibido de Dios. Es tarea de los seres humanos cuidar, preservar y cultivar los tesoros de la creación. Los Padres sinodales se dirigieron a los pueblos de Oceanía para que siempre se alegren de la gloria de la creación con espíritu de gratitud hacia el Creador.

Sin embargo, la belleza natural de Oceanía no ha quedado indemne de los perjuicios de la explotación humana. Los Padres sinodales exhortaron a los gobiernos y pueblos de Oceanía a tutelar ese medio ambiente sumamente valioso para las generaciones presentes y futuras[108]. Es responsabilidad específica suya asumir, en nombre de toda la Humanidad, la gestión del Océano Pacífico, que contiene más de la mitad de los recursos hídricos de la tierra. El buen estado de salud de este y de otros océanos resulta crucial para el bienestar de los pueblos, no ya tan sólo de Oceanía, sino también de todas las regiones del mundo.

Hay que proteger los recursos naturales de Oceanía de políticas perjudiciales por parte de algunas naciones industrializadas y de sociedades multinacionales cada vez más poderosas, políticas que pueden llevar a la deforestación, a la expoliación de la tierra, a la contaminación de los ríos mediante actividades mineras, a la pesca desmedida de especies rentables, o a la contaminación de los fondos marinos con desechos industriales o nucleares. La descarga de desechos nucleares en la zona constituye un peligro adicional para la salud de la población indígena. Importa sin embargo reconocer que la actividad industrial puede aportar grandes beneficios cuando se emprende con el debido respeto a los derechos y a la cultura de la población local y a la integridad del medio ambiente.

La actividad caritativa

Instituciones católicas

32. La historia de la Iglesia en Oceanía no puede narrarse silenciando las excepcionales aportaciones de la Iglesia en los campos de la educación, de la salud y del bienestar social. Las instituciones católicas permiten que la luz del Evangelio penetre culturas y sociedades, evangelizándolas como desde dentro. Gracias a la actividad de misioneros cristianos, antiguas formas de violencia cedieron el paso a prácticas inspiradas en la ley y la justicia. A través de la educación se han formado líderes cristianos y ciudadanos responsables, y valores morales cristianos han forjado la sociedad. Mediante los programas educativos, la Iglesia tiene como objetivo la formación integral de la persona, mientras contempla al mismo Cristo como plenitud de humanidad. El apostolado de la caridad da fe de la plenitud del amor cristiano, y ello no sólo con palabras, sino también con hechos. Este amor impulsa a las personas a interrogarse sobre su origen y a preguntarse por qué los cristianos se diferencian en sus valores y comportamientos[109]. Mediante esta caridad apostólica, Cristo alcanza la vida de los demás, conduciéndolos a una mayor percepción de lo que significa hablar de «civilización del amor»[110] y a comprometerse en su edificación.

La Iglesia se vale de la libertad religiosa existente en la sociedad para anunciar públicamente a Cristo y para compartir con abundancia su amor mediante la creación de instituciones en él inspiradas. El derecho de la Iglesia a fundar instituciones educativas, sanitarias y de servicios sociales se basa precisamente en esta libertad. El apostolado social de estas instituciones puede resultar más eficaz cuando los gobiernos no se limitan a tolerar semejante actividad, sino que cooperan en ese ámbito con las autoridades eclesiales, respetando de manera inequívoca las respectivas funciones y competencias.

La educación católica

33. Son los padres los primeros educadores de los hijos en lo que se refiere a los valores humanos y a la fe cristiana, y les asiste el derecho fundamental de escoger la educación adecuada para sus hijos. Las escuelas ayudan a los padres a ejercer este derecho ayudando a los alumnos a desarrollarse de la manera debida. En algunas situaciones, la escuela católica constituye el único contacto de los padres con la comunidad eclesial.

La escuela católica posee identidad eclesial, ya que forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia[111]; sin embargo, una de las características propias de la educación católica es que está abierta a todos, especialmente a los pobres y a los más vulnerables de la sociedad[112]. Resulta vital que la escuela y la parroquia colaboren y que la escuela se integre en el programa pastoral de la parroquia, especialmente en lo que se refiere a los sacramentos de la Penitencia, de la Confirmación y de la Eucaristía.

En la escuela primaria los docentes desarrollan el potencial de fe y de comprensión de los niños, que se desplegará en plenitud en años sucesivos. La escuela secundaria pone a disposición un medio privilegiado con el que «la comunidad católica proporciona a los alumnos una formación intelectual, profesional y religiosa»[113]; durante estos años, los estudiantes suelen alcanzar un mayor discernimiento acerca de su propia fe y vida moral, basando ambas en un conocimiento más personal de Jesucristo Camino, Verdad y Vida. Semejante fe, alimentada en la familia, en la escuela y en la parroquia mediante la oración y los sacramentos, se manifiesta en una vida moral sólida y recta. El gran reto para las escuelas católicas en una sociedad cada vez más secularizada estriba en presentar el mensaje cristiano de manera convincente y sistemática, teniendo presente que «la catequesis corre el riesgo de esterilizarse si una comunidad de fe y de vida cristiana no acoge al catecúmeno en cierta fase de su catequesis»[114]. Por ello los jóvenes han de integrarse de manera auténtica en la vida y actividad de la comunidad.

Los Padres del Sínodo quisieron reconocer la labor de los consagrados y consagradas —así como la de los laicos— que con tanta generosidad han empleado sus energías en el campo de la educación católica[115], fundando escuelas católicas y dotándolas de personal, enfrentándose con frecuencia a grandes dificultades y a enormes sacrificios. Su aportación a la Iglesia y a la sociedad civil en Oceanía ha sido inestimable. En el contexto de la educación actual, congregaciones religiosas, institutos y sociedades tienen plena razón para seguir apegados a su vocación. Consagrados y consagradas resultan necesarios en las instituciones educativas para dar testimonio radical de los valores del Evangelio con vistas a suscitarlos también en otros. Recientemente, la generosa respuesta de los laicos a las nuevas necesidades ha abierto nuevas perspectivas a la educación católica. Para los laicos implicados, la enseñanza es más que una profesión: es vocación a formar a alumnos, servicio seglar ampliamente extendido e indispensable para la Iglesia. Es la enseñanza siempre un reto, pero con la colaboración y el aliento de padres, sacerdotes y religiosos, la implicación del laicado en el campo de la educación católica puede constituir un valioso servicio al Evangelio y un camino de santificación cristiana tanto para el docente como para los alumnos.

La identidad y el éxito de la educación católica van inseparablemente unidos al testimonio de vida que brinda el cuerpo docente. Por ello recomendaron los obispos que «los responsables de la contratación de los profesores y los administradores de las escuelas católicas tengan en cuenta la vida de fe de sus contratados»[116]. Los operadores educativos que viven su fe con hondura serán agentes de una nueva evangelización si crean un clima positivo para desarrollar la fe cristiana y para alimentar espiritualmente a los alumnos encomendados a sus desvelos. Se vuelven especialmente eficaces cuando son católicos practicantes activos, dedicados a su comunidad parroquial, leales a la Iglesia y a su doctrina.

Hoy la Iglesia en Oceanía extiende su compromiso en campo educativo; laicos católicos diplomados reciben gran ayuda de institutos católicos superiores, de colegios mayores y de universidades de formación que los alimentan intelectualmente, los educan profesionalmente y los apoyan en su fe para que puedan hallar el lugar que les corresponde en la misión de la Iglesia en el mundo. Esta aventura de la educación académica superior está en sus inicios en Oceanía, y exige especiales dones de sabiduría y discernimiento para su desarrollo. Las universidades católicas son comunidades que reúnen a profesores de las diferentes ramas del saber humano; están comprometidas en la investigación, en la enseñanza y en otros servicios permaneciendo fieles a su misión cultural. Es su honor y responsabilidad consagrarse sin reservas a la causa de la verdad[117]. Están llamadas a observar los más elevados niveles de la investigación y de la enseñanza académica como servicio a la comunidad local, nacional e internacional. Por ello desempeñan una función vital en la sociedad y en la Iglesia al preparar a futuros profesionales y líderes que tomarán en serio sus propias responsabilidades cristianas. Los obispos consideraron esencial mantener un contacto especial con los universitarios y fomentar las cualidades directivas en quienes están implicados en el campo de la educación superior.

La investigación y la enseñanza en las instituciones educativas superiores deben ser portadoras de valores cristianos que hagan referencia a las artes y a las ciencias. La Iglesia necesita expertos en filosofía, en ética y en teología moral para que los valores humanos se comprendan de forma adecuada en una sociedad tecnológica cada vez más compleja; la unidad del conocimiento no puede estar completa si no se permite a la teología iluminar todo campo de investigación. Especial atención deberá prestarse a la elección y formación de profesores para operar en campo teológico. La Constitución apostólica Ex corde Ecclesiæ «indica que la mayoría de los profesores de las universidades católicas y de los demás institutos superiores han de ser católicos activos. Los responsables de su contratación han de escoger con esmero a profesores no sólo competentes en sus especialidades respectivas, sino también modelos para los jóvenes»[118]. La presencia de católicos activos en las instituciones educativas superiores resulta vital y constituye un auténtico servicio a la Iglesia y a la sociedad.

Sanidad

34. Jesús curó a los enfermos y consoló a los afligidos. Como Resucitado, continúa el ministerio de la curación y de la consolación a través de aquellos que llevan la misericordia de Dios a las personas débiles y dolientes. Este ministerio de la Iglesia en Oceanía constituye para muchas personas la prueba más visible y tangible del amor de Dios. La misión mesiánica de la misericordia[119], del sanar y del perdonar ha de proseguir sin tasa y procurarse de formas nuevas, correspondientes a las necesidades actuales.

La historia de la sanidad en Oceanía demuestra el estrecho vínculo existente entre ésta y la misión de la Iglesia, y cómo esta última cubre todos los aspectos curativos, incluso la prestación de los servicios médicos más sencillos en los más remotos lugares. La Iglesia está entre las primeras instituciones que se han prestado atención a quienes se veían abandonados por los demás, como es el caso de los leprosos y de los enfermos de VIH/SIDA; administra, además, hospitales de formación en los que los operadores sanitarios reciben una preparación de excelente nivel. Debido a la crisis actual del suministro y de la financiación de cuidados médicos en Oceanía, algunas instituciones están atravesando por graves dificultades, pero no puede permitirse que ello ponga en peligro el compromiso fundamental de la Iglesia en este ámbito.

La doctrina de la Iglesia acerca de la dignidad de la persona y de la santidad de la vida ha de explicarse a los legisladores y a los jueces, especialmente cuando se considera que sus pronunciamientos inciden en la sanidad, en la administración de los hospitales y en el suministro de servicios médicos. Hoy los hospitales e instituciones sanitarias católicas se encuentran en la vanguardia en la promoción por parte de la Iglesia de la vida humana desde el momento de la concepción hasta la muerte natural. Los Padres sinodales han reconocido el celo de las congregaciones religiosas que han fundado el sistema sanitario católico en Oceanía. La Iglesia y toda la sociedad tienen contraída con ellas una inmensa deuda de gratitud. Debe continuar su presencia en los hospitales junto a laicos preparados a operar con los diferentes institutos de vida consagrada conforme al espíritu de su carisma específico. Estas personas permiten que el Evangelio de la vida se proclame sin ambigüedades en una sociedad a menudo confusa respecto a los valores morales. Los Padres del Sínodo recomendaron que, para contrastar la influencia de una «cultura de la muerte», cada cristiano esté dispuesto a aportar su contribución específica para que el gran legado del servicio sanitario católico no peligre[120].

Las Universidades católicas deben desempeñar una liderazgo en la formación de profesionales sanitarios capaces de aplicar la doctrina católica a los nuevos retos que constantemente se presentan en campo médico. Hay que promover de todas las maneras posibles las asociaciones de médicos católicos, de enfermeras y de operadores sanitarios, y, donde éstas no existieran, instituirlas. Los administradores y el personal de las instituciones católicas precisan formación en la aplicación de los principios morales católicos a su vida profesional; se trata de una tarea delicada, toda vez que algunas de las personas implicadas en la actividad en hospitales católicos no conocen lo suficiente tales principios o no están de acuerdo con ellos. Sin embargo, cuando la doctrina católica se les presenta de forma adecuada, estas personas con frecuencia experimentan la paz que se deriva de vivir en armonía con la verdad y cooperan con prontitud.

La fe en la cruz redentora de Cristo otorga un significado nuevo a la enfermedad, al sufrimiento y a la muerte. Los Padres sinodales indicaron la necesidad de sostener a quienes poseen o administran estructuras que transmiten la compasión de Cristo a quienes sufren, especialmente a las personas discapacitadas, a los enfermos de VIH/SIDA, a los ancianos, a los moribundos, a los indígenas y a quienes viven en zonas aisladas[121]. Los Padres mostraron especial sensibilidad hacia quienes proporcionan dichos servicios en las zonas más remotas, como la jungla, las pequeñas islas o el «interior» australiano. Trabajando a menudo con pocos recursos y escaso apoyo económico, con su celo dan fuerte testimonio del amor de Dios al pobre, al enfermo o al abandonado. Sepan cuantos trabajan en hospitales cuidando de los ancianos u ofreciendo otras formas de curas sanitarias a los últimos de entre sus hermanos y hermanas (cf. Mt 25, 40), que la Iglesia estima mucho su dedicación y generosidad, y les da las gracias por estar en la vanguardia de la caridad cristiana.

Servicios sociales

35. Durante su vida terrenal, Jesús fue sensible a toda debilidad y aflicción humanas. «[Ponía] en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida temporal»[122]. Siguiendo las huellas del Señor, la misión caritativa de la Iglesia alcanza a los más necesitados: huérfanos, pobres, sin techo, abandonados y excluidos. Esta misión caritativa la desempeñan quienes se preocupan de los menesterosos tanto mediante iniciativas personales como a través de instituciones fundadas para auxiliar a las diversas necesidades en ámbito parroquial, diocesano, nacional o internacional.

No es éste lugar para una enumeración exhaustiva de los muchos servicios sociales que ofrece la Iglesia en Oceanía, algunos de los cuales, sin embargo, fueron mencionados en el Aula Sinodal. La Iglesia proporciona servicios de asesoramiento a sujetos con dificultades personales o sociales, tratando de reforzar a las familias con vistas a prevenir separaciones matrimoniales o divorcios o a paliar los efectos dolorosos de éstos. La alimentación de los pobres, la institución de centros de atención para diversas personas o el trabajo con los sin techo y con los «niños de la calle» constituyen tan sólo una pequeña parte del apostolado social de la Iglesia en Oceanía. De forma silenciosa y no invadente, algunos grupos parroquiales y asociaciones apostólicas actúan para remediar las heridas —a menudo ocultas— causadas por la pobreza en los suburbios o en las zonas rurales. Otros grupos ayudan a pacificar o reconciliar a clanes, tribus o a otros grupos en conflicto. Las mujeres, y especialmente las madres, pueden tener una eficacia extraordinaria en la promoción de formas pacíficas de solución de conflictos[123]. Las atenciones de la Iglesia se extienden también a las personas adictas al alcohol, a la droga o al juego, y a las víctimas de abusos sexuales. También mencionaron los Padres sinodales a los refugiados y a los demandantes de asilo, cuyo número va incrementándose y cuya dignidad humana exige que se les acoja y se les proporcionen atenciones adecuadas. Dado que los países de Oceanía dependen de los océanos y de los mares, los Padres del Sínodo expresaron preocupación por los marineros, que con frecuencia trabajan en duras condiciones y se ven sometidos a muchas privaciones.

Frecuentemente hay voluntarios que ofrecen tiempo, energías y servicios profesionales para estas formas de apostolado sin remuneración alguna. Quienes han escogido como forma de vida el amor que se sacrifica a sí mismo no van en pos de reconocimientos humanos o compensaciones, reconocimientos o compensaciones que, por otra parte, jamás resultarían adecuados. Su preocupación estriba en desempeñar su papel en la misión eclesial de anunciar la verdad de Jesucristo, de proceder por su camino y de vivir su vida. Estas personas resultan de vital importancia con vistas a cualquier planificación de una nueva evangelización de los pueblos de Oceanía. La fe vuelve a despertar mediante el anuncio de la Palabra de Dios y la esperanza se alimenta de la promesa de su Reino, pero la caridad la infunde el Espíritu Santo, «Señor y dador de vida».

CAPÍTULO IV

VIVIR LA VIDA DE JESUCRISTO EN OCEANÍA

«Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Rema mar adentro y echad las redes para pescar”. Simón contestó: “Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían» (Lc 5, 4-7).

Vida espiritual y sacramental

¡Espíritu Santo, ven!

36. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Cuando «la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14), Dios entró en la historia humana para que pudiéramos llegar a «participar del mismo ser de Dios» (2 P 1, 4). Vivir en Cristo implica una forma de vida renovada por el Espíritu Santo. San Pablo habla de vestirse «de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 24). La Iglesia en Oceanía ha sido dotada con muchos bienes por el Espíritu Santo. Pese a la gran diversidad de culturas y tradiciones, es una en la fe, en la esperanza y en la caridad, una en la doctrina y en la disciplina católica, una en la comunión con la Santísima Trinidad[124]. En esta comunión, todos están llamados a vivir la vida de Cristo en el contexto de su actividad diaria, a mostrar los espléndidos frutos del Espíritu (cf. Ga 5, 22-23) y a testimoniar el amor y la misericordia de Dios en el mundo.

Espíritu de interioridad

37. La Asamblea Especial subrayó la importancia fundamental, para la Iglesia en Oceanía, de la oración y la vida interior de unión con Cristo. Los indígenas han mantenido el gusto por el silencio, la contemplación y el sentido del misterio en la vida. La actividad frenética propia de la vida moderna, con todas sus presiones, hace indispensable que los cristianos vayan en busca del silencio orante y de la contemplación como condiciones y al mismo tiempo manifestaciones de una fe viva. Cuando Dios ya no ocupa el centro de la vida humana, la misma existencia se vuelve vacía y sin significado[125].

Los Padres del Sínodo han reconocido la necesidad de dar nuevo impulso y aliento a la vida espiritual de todos los fieles. El mismo Jesús con frecuencia se retiraba a un «descampado y allí [se ponía] a orar» (Mc 1, 35). Anota el evangelista: «Se hablaba de él cada vez más, y acudía mucha gente a oírlo y a que los curara de sus enfermedades. Pero él solía retirarse a despoblado para orar» (Lc 5, 15-16). La oración de Jesús constituye un ejemplo para nosotros, especialmente cuando nos vemos atenazados por las tensiones y responsabilidades propias de la vida diaria. Los Padres sinodales subrayaron con vigor la importancia de la vida de oración, considerando el hecho de que toda la región ha de enfrentarse al creciente impacto de la secularización y del materialismo; y para incitar a la vida interior han alentado la participación en la santa misa, la visita al Santísimo Sacramento, el Vía crucis, el rosario y demás ejercicios de devoción, así como la oración familiar [126]. La presencia en Oceanía de comunidades de vida contemplativa constituye un llamamiento especialmente enérgico a ese espíritu de interioridad que nos ayuda a experimentar la presencia de Dios en nuestro corazón. El espíritu de interioridad resulta también de capital importancia a la hora de inspirar y guiar las iniciativas pastorales, ya que proporciona la fuerza de un amor apostólico auténtico en el que el amor de Dios queda reflejado.

«Lectio divina» y Sagrada Escritura

38. La Iglesia «recomienda insistentemente a todos los fieles […] la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo (Flp 3, 8) […] Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el Hombre, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras”»[127]. La Palabra de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento resulta fundamental para todos los creyentes en Cristo, y es fuente inagotable de evangelización. La santidad de vida y la actividad apostólica eficaz nacen de la escucha constante de la Palabra de Dios. Una revalorización de la Escritura nos permite volver a las fuentes de nuestra fe y encontrarnos con la verdad de Dios en Cristo. La familiaridad con la Escritura se exige a todos los fieles, pero de especial manera a los seminaristas, sacerdotes y religiosos, a quienes procede alentar a comprometerse en la lectio divina como meditación serena y orante de la Escritura que permite que la Palabra de Dios hable al corazón humano. Esta forma de oración, privada o en grupo, ahondará su amor a la Biblia y se transformará en parte esencial y elemento vivificador de su vida diaria[128].

Por esta razón la Escritura debe resultar accesible a todos en Oceanía y estar traducida de manera fiel y esmerada al mayor número posible de lenguas vernáculas. Aunque ya se ha realizado una labor de traducción bíblica harto loable, mucho queda aún por hacer. No basta sin embargo con proporcionar a los numerosos grupos lingüísticos un texto bíblico que puedan leer; para ayudarles a comprender lo que leen se necesita una formación bíblica sólida y continuada de quienes están llamados a anunciar y enseñar la Palabra de Dios[129].

Liturgia

39. Los Padres del Sínodo reflexionaron mucho acerca de la importancia de la liturgia en las Iglesias particulares de Oceanía, y expresaron el deseo de que éstas sigan alimentando su vida litúrgica de forma que los fieles puedan penetrar con mayor profundidad en el misterio de Cristo. Dieron fe de una mayor participación del Pueblo de Dios en la liturgia como uno de los frutos del Concilio Vaticano II; lo cual, como se pretendía, ha tenido como consecuencia un mayor sentido de la misión. La vida cristiana se ha visto robustecida por una renovada comprensión y estima de la liturgia, especialmente del sacrificio eucarístico. El Concilio había concebido la renovación litúrgica como un proceso destinado a alcanzar la profundización del significado de los sagrados ritos, y a este respecto muchas Iglesias particulares se hallan dedicadas a la reflexión teorética y a la realización práctica de una inculturación efectiva de las formas de culto, con el debido respeto a la integridad del rito romano. Unas traducciones adecuadas de los textos litúrgicos y un empleo adecuado de los símbolos tomados de las culturas locales pueden evitar la alienación cultural de los indígenas al acercarse éstos al culto de la Iglesia[130]. De esta forma, las palabras y los signos de la liturgia serán los de su misma alma.

La Eucaristía

40. La Eucaristía completa la iniciación cristiana y es fuente y cumbre de la vida cristiana. Cristo está real y sustancialmente presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, entregados en sacrificio por la salvación del mundo y compartidos por los fieles en la comunión. Desde el principio, la Iglesia no ha dejado de obedecer al mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía» (1 Co 11, 24). Los católicos de Oceanía comprenden adecuadamente el lugar central de la Eucaristía en sus vidas; saben que una celebración regular y orante del sacrificio eucarístico les permite seguir el camino de la santidad personal y cumplir con su deber en la misión de la Iglesia. Los Padres sinodales reconocieron de todo corazón tan extendida consideración y tan intenso amor por el mayor sacramento de la Iglesia.

Además, expresaron su preocupación por el hecho de que muchas comunidades de Oceanía carecen de la celebración de la Eucaristía durante largos períodos[131]. Muchas son las razones de ello: la creciente escasez de sacerdotes disponibles para la actividad pastoral; el incremento —especialmente en Australia— de la pobreza rural y la emigración hacia las ciudades, que tiene como consecuencia la creciente disminución de la población y el aislamiento de muchas comunidades. Las amplias distancias entre muchas islas implican con frecuencia la imposibilidad de contar con un sacerdote residente; por ello, muchas comunidades se reúnen en el Día del Señor para actos de culto que no son la celebración de la Eucaristía. Se necesitan mucha sabiduría y mucho valor para afrontar tan lamentable situación. Hago mía la insistencia del Sínodo para que se ponga mayor afán en suscitar vocaciones a la vida sacerdotal y para distribuir a los sacerdotes de manera más equitativa por toda la región.

El sacramento de la Penitencia

41. «Se vuelve importante aquí para nosotros reflexionar sobre la voluntad de Cristo de que el sacramento de la Penitencia sea fuente e signo de misericordia radical, reconciliación y paz. La mejor forma que la Iglesia conoce de servir al mundo es precisamente lo que ella misma está llamada a ser: una comunidad reconciliada y reconciliadora de los discípulos de Cristo […] La Iglesia se vuelve cada vez más ella misma cuanta más labor realice de mediación y reconciliación, en el amor y el poder de Jesucristo, mediante el sacramento de la Penitencia»[132]. Por esta razón los Padres del Sínodo expresaron gratitud por el hecho de que en muchas Iglesias de Oceanía el sacramento de la Penitencia se ve ampliamente practicado y apreciado como fuente de gracia que sana.

Sin embargo de ello, observaron que en algunas Iglesias particulares se dan serios desafíos pastorales para con este sacramento; especialmente en las sociedades desarrolladas, muchos fieles se hallan confusos o indiferentes ante la realidad del pecado y la necesidad del perdón mediante la Penitencia. A veces no se comprende el sentido auténtico de la libertad humana. El redescubrimiento del lugar fundamental de este sacramento en la vida del Pueblo de Dios ha sido un hondo deseo de los obispos. Estos alentaron cálidamente a que «se ponga por obra una catequesis más completa acerca de la responsabilidad personal, de la realidad del pecado y del sacramento de la Reconciliación, de forma que se recuerde a los católicos la amorosa misericordia de Jesús que se les ofrece a través de dicho sacramento y la necesidad de la absolución sacramental para los pecados graves cometidos después del Bautismo. En virtud de la ayuda al progreso espiritual que este sacramento aporta, los sacerdotes han de verse alentados no sólo a reservarle un lugar importante en sus vidas, sino también a asegurar el disfrute regular del mismo por parte de los fieles como elemento vital de su ministerio»[133]. La experiencia del Gran Jubileo sugiere que ha llegado la hora de esta renovación de la catequesis y de la práctica del gran sacramento de la misericordia.

La unción de los enfermos

42. El amor compasivo de Cristo se ofrece de especial manera al enfermo y al doliente. Ello se refleja en la atención que la Iglesia extiende a todos los que sufren en el cuerpo y en el espíritu. La nueva Liturgia para los Enfermos ha sido una de las aportaciones más positivas a quienes se encuentran en situaciones en las que la vida corre peligro: enfermedades graves, operaciones quirúrgicas peligrosas o vejez. A menudo los ancianos sufren por el aislamiento y la soledad. Celebraciones comunitarias de este sacramento constituyen con frecuencia una valiosa ayuda y consolación para enfermos y dolientes, y se revelan también fuente de esperanza para quienes los asisten. Los Padres sinodales quisieron dar las gracias de manera especial a quienes están al lado de los enfermos y de los moribundos, ya que es el suyo un testimonio sumamente valioso del amor del mismo Cristo en un momento en el que el enfermo o el moribundo podrían considerarse un peso[134].

El pueblo de Dios

La vocación de los laicos

43. Para el discipulado cristiano resulta fundamental la experiencia de sentirse llamados como lo fue Mateo. «Vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo; “Sígueme”. El se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9). En el Bautismo todos los cristianos han recibido la llamada a la santidad; toda vocación personal es una llamada a compartir la misión de la Iglesia, y, ante la necesidad de la nueva evangelización, importa mucho recordar ahora a los laicos su especial llamada. Los Padres del Sínodo se alegraron «de la labor y del testimonio de tan gran número de laicos, que han sido parte importante del desarrollo de la Iglesia en Oceanía»[135]. Desde los albores de la Iglesia en Oceanía, los laicos han contribuido a su desarrollo y misión de muchas y diferentes formas, y siguen contribuyendo mediante su implicación en diversas modalidades de servicio, especialmente en las parroquias como catequistas, educadores en la preparación a los sacramentos, animadores de actividades juveniles, guías de pequeños grupos y comunidades.

En un mundo que necesita ver y oír la verdad de Cristo, los laicos en sus distintas profesiones son testigos vivos del Evangelio. Animar el orden temporal en todos sus múltiples aspectos[136]: ésta es la vocación fundamental de los laicos. Los Padres del Sínodo brindaron pleno apoyo «a los laicos, hombres y mujeres, que viven la vocación cristiana principalmente en la vida diaria y animan el orden temporal mediante “los bienes de la vida y la familia, la cultura, la economía, las artes y las profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales y otras realidades semejantes” (Apostolicam actuositatem, n. 7)»[137]. La Iglesia apoya y alienta a los laicos que luchan por instaurar la justa escala de valores en el orden temporal y para dirigirlo así hacia Dios mediante Cristo. De esta forma, la Iglesia se transforma en levadura que fermenta toda la «harina» (cf. Mt 13, 33) del orden temporal.

Los jóvenes en la Iglesia

44. En muchos países de Oceanía los jóvenes constituyen la mayoría de la población, mientras que lo mismo no puede decirse de naciones como Australia o Nueva Zelanda. Los Padres sinodales quisieron transmitir a la juventud de la Iglesia en Oceanía la convicción de que está llamada a ser «sal de la tierra y luz del mundo» (Mt 5, 13-14). Quisieron comunicar a los jóvenes que ellos constituyen parte vital de la Iglesia de hoy, y que los responsables están buscando maneras adecuadas para implicarlos más en la vida y en la misión eclesial. Los jóvenes católicos están llamados a seguir a Jesús no sólo en un momento sucesivo, cuando sean adultos, sino desde ahora mismo, como discípulos en vías de crecimiento. Es de desear que siempre les atraiga la fascinante figura de Jesús y les estimule el reto de los sublimes valores del Evangelio. Entonces podrán recibir el encargo de tomar sobre sus hombros el apostolado activo al que la Iglesia los llama y desempeñar su papel de forma alegre y enérgica en la vida eclesial en todos sus niveles: universal, nacional, diocesano y local[138]. Hoy en día «los jóvenes viven en una cultura que les propia de manera única. Resulta esencial que los responsables de la Iglesia estudien la cultura y el lenguaje de los jóvenes e inserten los aspectos positivos de su cultura en la vida y misión de la Iglesia»[139].

Por otra parte, éste es también un tiempo en el que los jóvenes han de enfrentarse a grandes dificultades: muchos no logran encontrar trabajo y se desplazan con frecuencia a las ciudades más importantes en las que la presión del aislamiento, de la soledad y del desempleo los arrastran a situaciones destructivas. Algunos se ven impulsados al uso de drogas o a otras formas de toxicomanía, incluso al suicidio. Y a pesar de ello, también en estas situaciones los jóvenes van a menudo en busca de una vida que sólo Cristo puede ofrecerles. Por ello resulta esencial que la Iglesia proclame el Evangelio a los jóvenes en formas que éstos puedan comprender, que les permitan agarrarse de la mano a Cristo, que jamás deja de acercárseles, especialmente en sus épocas más sombrías.

Los Padres sinodales se mostraron convencidos de la necesidad de un servicio de jóvenes para jóvenes, y se hicieron eco del llamamiento que dirigí a los jóvenes cuando visité la región: «No tengáis miedo de comprometeros en la tarea de hacer conocer y amar a Cristo, en particular entre las numerosas personas de vuestra edad, que constituyen la mayor parte de la población»[140]. Junto con los Padres sinodales, invito a los jóvenes de la Iglesia a tomar en consideración en la oración la posibilidad de seguir a Jesús como sacerdotes o en la vida consagrada, pues la necesidad es grande. Los obispos se han mostrado dispuestos a tributar su aplauso a los jóvenes por su acusado sentido de la justicia, integridad personal, respeto a la dignidad humana, atención a los necesitados y preocupación por el medio ambiente. Se trata de gérmenes de una gran generosidad de espíritu que no dejarán de producir fruto en la vida eclesial de ahora, como siempre ha acontecido en el pasado.

En muchos lugares las peregrinaciones de la juventud constituyen una iniciativa positiva para la vida de los jóvenes católicos[141]. La peregrinación formó durante mucho tiempo parte de la vida cristiana, y puede revelarse de gran ayuda para proporcionar un sentido de identidad y pertenencia. Los Padres del Sínodo reconocieron la importancia de la Jornada Mundial de la Juventud como ocasión para los jóvenes de experimentar una communio auténtica, como se vio de forma extraordinaria durante el Gran Jubileo.

Se reúnen para escuchar la Palabra de Dios presentada de manera accesible, para reflexionar sobre ella en la oración, para participar en liturgias y encuentros de oración estimulantes[142]. Yo mismo he podido comprobar en muchas ocasiones cuántos de ellos están por su propia naturaleza abiertos al misterio de Dios revelado en el Evangelio. ¡Que el glorioso misterio de Jesucristo traiga siempre paz y alegría a los jóvenes de Oceanía!

Matrimonio y vida familiar

45. «Una revelación y actuación específica de la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana, que también por esto puede y debe decirse “Iglesia doméstica”»[143]. La familia, considerada en su raíz última, es imagen de la communio inefable de la Santísima Trinidad. En la procreación y en la educación de los hijos, la familia también comparte la obra de Dios en la creación, y como tal constituye una gran fuerza para la evangelización en el seno de la Iglesia y más allá de ésta. «La Iglesia y la sociedad en Oceanía dependen muchísimo de la calidad de la vida familiar»[144], lo que implica una gran responsabilidad para los cristianos que estipulan el pacto conyugal; por ello «es necesaria una preparación pastoral conveniente para las parejas que desean recibir el sacramento del Matrimonio»[145].

Como institución, la familia necesitará siempre la atención pastoral concertada de la Iglesia, y será preciso tener en cuenta las exigencias y responsabilidades de las familias más numerosas. Iglesia y autoridades civiles deben sentirse comprometidas en proveer todos los servicios y auxilios posibles para apoyar a los padres y a las familias. La Iglesia es especialmente consciente del derecho de la mujer a la libertad en la elección del matrimonio, así como a su derecho al respeto en el seno del mismo matrimonio. La poligamia, que aún existe en algunas zonas, es causa grave de explotación de la mujer. En términos más generales, los Padres sinodales mostraron su preocupación por la condición social de la mujer en Oceanía, e insistieron en que se respete el principio de igual retribución para un mismo trabajo y la posibilidad de la mujer de acceder al mundo del trabajo. Resulta también extremadamente importante que las madres no se vean penalizadas por tener que permanecer en casa cuidando de los niños, considerando para ello que la dignidad de los padres es grandísima, y el cuidado de los hijos su valor más importante.

En las familias en las que ambos padres son católicos, resulta más fácil que éstos compartan su fe con los hijos. Aun reconociendo con gratitud aquellos matrimonios mixtos que alimentan con éxito tanto la fe de los esposos como la de los hijos, el Sínodo alienta los esfuerzos pastorales encaminados a fomentar los matrimonios entre personas pertenecientes a una misma fe[146].

Actualmente en Oceanía, al igual que en otros lugares, el matrimonio y la familia se enfrentan a muchas presiones que pueden erosionar su función de célula básica de la sociedad humana, con graves consecuencias para la misma sociedad. Como indiqué durante mi estancia en Australia, «la concepción cristiana del matrimonio y de la familia es contestada por una nueva visión secular, pragmática e individualista, que ha conquistado terreno en el campo legislativo y ha obtenido una cierta “aprobación” en la opinión pública»[147]. Dando fe de ello, los Padres sinodales han afirmado la urgencia de que «los programas pastorales brinden apoyo a las familias que se ven enfrentadas a los serios problemas de la sociedad moderna. Muchas familias, tanto en la cultura urbana como en la tradicional, sufren mucho debido al alcoholismo, a la droga y a otras dependencias, especialmente la de los juegos de azar […] Ante las dificultades a las que se enfrentan hoy el matrimonio y la vida familiar, con la triste realidad de la falta de armonía en las parejas, de las separaciones y de los divorcios»[148], el Sínodo ha recordado la urgencia de una catequesis renovada acerca de los ideales del matrimonio cristiano. La Iglesia tiene una oportunidad única de presentar el matrimonio de manera nueva como un pacto que, en Cristo, dura toda la vida, basándose en la entrega generosa de sí y en el amor incondicional. Tan espléndida visión del matrimonio y de la familia ofrece una verdad salvífica no sólo a las personas, sino a la sociedad entera. Por ello, los principios teológicos en los que se sustenta la doctrina de la Iglesia acerca del matrimonio y la familia deben explicarse a todos de manera esmerada y convincente[149].

Los programas de enriquecimiento espiritual en el matrimonio pueden ayudar a las parejas a profundizar en la dedicación a sus compromisos y en la alegría del don del amor nupcial. Si, con todo, el matrimonio se viera amenazado, los sacerdotes deberán prestar toda atención posible a quienes se encuentran en la aflicción. El Sínodo se mostró consciente del gran celo de los padres que se han quedado solos en la tarea de criar y educar a los hijos, y expresó profundo aprecio a aquellas personas que tratan de vivir el Evangelio en situaciones a menudo difíciles. Sacerdotes, escuelas católicas y catequistas habrán de prestar especial atención a ellas y a sus hijos[150].

La mujer en la Iglesia

46. La larga teoría de santas de todas las épocas pone en evidencia que la mujer siempre ha deparado dones únicos e indispensables a la vida de la Iglesia, a falta de los cuales la comunidad cristiana quedaría gravemente depauperada[151]. Hoy más que nunca la Iglesia necesita las capacidades y la energía —junto con la santidad— de las mujeres, si de verdad queremos que la nueva evangelización traiga los frutos con tantas ansias esperados. Mientras que algunas mujeres siguen sintiéndose excluidas en la Iglesia y en toda la sociedad, muchas otras encuentran un sentido profundo de satisfacción en la contribución a la vida parroquial, en la participación en la liturgia, en la vida de oración y en las obras apostólicas y caritativas de la Iglesia en Oceanía. Importa que la Iglesia en ámbito local permita a las mujeres desempeñar su papel legítimo en su misión: jamás debería permitirse que se sintieran ajenas. Muchas formas del apostolado seglar y muchos programas de formación seglar están abiertos a la mujer, así como varios cargos de responsabilidad que les permiten poner con mayor abundancia sus dones al servicio de la misión de la Iglesia[152].

Nuevos movimientos eclesiales

47. Uno de los «signos de los tiempos» para la Iglesia en Oceanía lo constituye la consolidación de nuevos movimientos eclesiales, un fruto más del Concilio Vaticano II, que proporcionan fuerte estímulo y apoyo a los católicos de todas las edades en su esfuerzo por vivir con mayor intensidad la vida de discipulado; en el seno de algunos de ellos, además, van surgiendo numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, lo que es motivo de gratitud auténtica. Gracias a estos movimientos eclesiales, muchos católicos van redescubriendo a Cristo con mayor hondura, experiencia ésta que les permite ser fieles en las culturas de hoy, a pesar de las dificultades. Los movimientos, al tiempo que ayudan a las personas a crecer en la dimensión cristiana, también aportan a la Iglesia muchos dones de santidad y servicio[153]. Al acogerlos como signos del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia, los Padres del Sínodo pidieron que operen dentro de las estructuras de las Iglesias particulares para ayudar a la construcción de la communio de la diócesis en la que radican. El obispo local debería «ejercer el juicio pastoral al acogerlos y dirigirlos, pidiéndoles que respeten los planes pastorales de la diócesis»[154].

Ministerios ordenados y vida consagrada

Vocaciones y seminarios

48. Dado el papel esencial del sacerdocio y la gran importancia de la vida consagrada en la misión de la Iglesia, los Padres de la Asamblea Especial subrayaron el testimonio dado por obispos, sacerdotes y consagrados mediante la oración, la fidelidad, la generosidad y una vida sencilla[155]. El campo en el que operan es amplio y su número relativamente reducido. Sin embargo, Oceanía cuenta con muchos jóvenes, que constituyen un recurso espiritual harto valioso; entre ellos hay, sin duda alguna, muchos llamados al sacerdocio o a la vida consagrada. «Desearía que un número cada vez mayor de vuestros hijos e hijas pudiese escuchar atentamente y aceptar prontamente estas palabras de Cristo que hablan de una especial elección personal por parte de Dios, para una fecundidad apostólica: “No sois vosotros quienes me habéis elegido a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he constituido para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16)»[156]. Los Padres del Sínodo subrayaron la preocupante carencia de sacerdotes y de consagrados en Oceanía. La promoción de las vocaciones es responsabilidad urgente de toda comunidad cristiana. Cada obispo debe esforzarse por instituir y poner por obra un plan de promoción de vocaciones sacerdotales y religiosa a todos los niveles: diócesis, parroquia, escuela y familia. Los Padres sinodales miran al futuro con esperanza y confianza, rogando «al dueño de la mies que mande obreros a su mies» (Lc 10, 2), confiando firmemente en que «Dios proveerá» (Gn 22, 8).

En los seminarios, los futuros sacerdotes se forman a imagen del Buen Pastor, «uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos a favor del rebaño a ellos confiado»[157]. Cada obispo es responsable de la formación del clero local en el contexto de la cultura y tradición del lugar. A este respecto, los Padres del Sínodo pidieron que «se tomen en seria consideración modelos más flexibles y creativos de formación y aprendizaje»[158] que consideren los elementos esenciales de una formación bien integrada de los candidatos al sacerdocio en Oceanía: formación humana, intelectual, espiritual y pastoral[159].

Contemporáneamente, los obispos expresaron «cautela para con los excesos del clericalismo o del secularismo y los peligros de una competencia académica inadecuada que constituye a veces el resultado de la formación de los seminarios actuales, que olvidan las exigencias profundas de los seminaristas en el nivel de estudios y en el ámbito espiritual»[160].

Es menester prestar especial atención a la situación de algunas Iglesias en Oceanía, particularmente a las de Papúa Nueva Guinea, de las Islas Salomón y de las demás islas-estado del Pacífico, donde se han abierto nuevos seminarios para proveer al creciente número de seminaristas a la espera de formación en sus regiones y culturas. Al tiempo que expresaban gratitud por el valioso don de nuevas vocaciones, los Padres sinodales tomaron buena nota de la necesidad de un cuerpo docente local, adecuadamente formado con objetivos tanto académicos como educativos. Se presentaron algunas propuestas con vistas a superar la actual situación crítica, con inclusión de la compartición de personal en el seno de Oceanía. Deberían proporcionarse más oportunidades a los sacerdotes diocesanos locales de estudios superiores tanto en la región como fuera de ella. Debería prepararse un programa de intercambios aprobado de forma recíproca para salir al encuentro de tan variadas necesidades. La preocupación prioritaria de los obispos la constituye la formación integral humana y pastoral de los seminaristas en el propio contexto cultural. Hay que encontrar soluciones para proveer al necesario apoyo económico de los seminarios, que actualmente constituyen un pesado gravamen para muchas diócesis. En las zonas de Oceanía donde los recursos resultaran insuficientes, habrá que hacer un llamamiento a la más amplia articulación de la Iglesia, a órdenes, congregaciones e institutos religiosos, para ayudar a las jóvenes Iglesias a formar personal local cualificado[161]. El futuro de la Iglesia en Oceanía depende en gran medida precisamente de ello, ya que la Iglesia no puede funcionar sin el sacerdocio sacramental, y no puede actuar bien sin buenos sacerdotes.

La vida de los ministros ordenados

49. Desde el Concilio Vaticano II, el sacerdote se ha visto enfrentado a cambios, avances y retos de la sociedad contemporánea. Los Padres del Sínodo tomaron buena nota «de la perseverante fidelidad y del compromiso de los sacerdotes con su ministerio sacerdotal. Dicha fidelidad impresiona aún más si se considera, como lo es, vivida en un mundo de incertidumbres, de aislamiento, de actividad frenética y, a veces, de indiferencia y apatía. Reconocemos que la fidelidad de los sacerdotes constituye un testimonio enérgico de la compasión de Cristo por todo su Pueblo, por lo que los alabamos»[162].

La vida del sacerdote está absolutamente conformada siguiendo el modelo de Cristo, que se entregó para que todos tuvieran vida en plenitud. Mediante el sacerdocio ordenado, la presencia de Cristo se hace visible en medio de la comunidad. Ello no significa, sin embargo, que los sacerdotes estén exentos de debilidades humanas o del pecado. Por ello, todo sacerdote necesita una conversión continua y apertura al Espíritu para ahondar en su encomienda sacerdotal de fidelidad a Cristo. «Para preservar esta fidelidad, el Sínodo invita al clero a renovar sus esfuerzos por conformar su vida de oración con la de Cristo y a adoptar un estilo de vida que refleje la vida de Cristo, llena de sencillez, de confianza en el Padre, de generosidad para con los pobres y de identificación con los que carecen de poder»[163].

El Sínodo era consciente de la erosión de la identidad sacerdotal, y especialmente de la denigración del celibato sacerdotal en un mundo influido por valores contrarios a las exigencias del Evangelio. Es el celibato sacerdotal un misterio profundo que arraiga en el amor de Cristo y exige una relación con él y con su Cuerpo, la Iglesia, que sea radical, amorosa, capaz de abrazarlo todo. Es el celibato don de Dios a quienes están llamados a vivir la vida cristiana como sacerdotes, y constituye una gracia grande para toda la Iglesia, un testimonio de la entrega total de sí por amor del Reino. Los valores perennes del celibato evangélico y de la castidad deberían verse defendidos y explicados por la Iglesia en las culturas que jamás los han conocido y en las sociedades contemporáneas, en las que cosechan poca comprensión o aprecio. Una profundización adicional en el misterio cristiano del celibato ayudará a quienes han acogido este don a vivirlo de manera más fiel y serena[164].

El Concilio Vaticano II enseñó que «los presbíteros, instituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad del sacramento. Forman un único presbiterio especialmente en la diócesis a cuyo servicio se dedican bajo la dirección de su obispo»[165]. En efecto, los sacerdotes constituyen junto con su obispo una comunidad única, llamada a menudo presbyterium. De especial manera, la communio del presbyterium halla expresión litúrgica en el rito de la ordenación sacerdotal y en la concelebración de la Eucaristía junto con el obispo, especialmente en la Misa Crismal del Jueves Santo. Los sacerdotes enfermos, ancianos y jubilados ocupan un lugar especial en el presbyterium. Como signo del agradecimiento de la Iglesia a su fidelidad, deberá proveerse siempre a los mismos asistencia y sustento adecuados. Los ministros consagrados que dejan sus responsabilidades directas para jubilarse deberían sentir que siguen ocupando un lugar respetado en el seno del presbyterium[166].

La communio del presbyterium también presenta otros aspectos prácticos. «Los sacerdotes necesitan la compañía y el apoyo de los demás sacerdotes y de su propio obispo. Se anima a los obispos a que dejen sentir a sus hermanos los sacerdotes que son ellos sus colaboradores auténticos en la viña del Señor. También deberían alentar a sus sacerdotes a ayudarse unos a otros en un clima fraterno con vistas a constituir un clero local fuerte mediante el apoyo recíproco y una renovación constante»[167]. Este apoyo en el afecto fraterno resulta especialmente importante en las situaciones propias de las islas, en las que muchos sacerdotes proceden de sociedades caracterizadas por fuertes vínculos comunitarios, y donde con frecuencia ocupan un cargo de especial honor debido a su ordenación y a su rango social. «Tratados de esta suerte por su gente, se les pide servir. Necesitan por lo tanto un fuerte apoyo para establecer sus propias tradiciones y estilo de vida de sacerdotes diocesanos»[168].

La vida de obispos, sacerdotes y diáconos exige una continua formación y ocasiones para renovar su celo en la divina vocación. Los Padres sinodales recomendaron la existencia de adecuadas oportunidades espirituales, pastorales, intelectuales y recreativas para incrementar la capacidad de servir de forma eficaz y para comprometerse con energía en la misión a lo largo de los años. El Sínodo trazó algunos aspectos de la formación permanente: «Se recuerda a todos que el cumplimiento de sus deberes diarios incluye todo lo necesario para sustentar y enriquecer la vida espiritual: celebración de la Eucaristía, lectura diaria y estudio de la Biblia, oración del Oficio Divino, frecuentación de otras fuentes para la predicación y la enseñanza, escucha de confesiones, lectura de libros y revistas teológicos; deberá hacerse un esfuerzo personal para participar en retiros y conferencias, así como para tomarse un período anual de permiso, aun cuando ello implique una ausencia en el ejercicio de las tareas pastorales; la formación permanente exige que todos los sacerdotes sigan desarrollando sus capacidades de anuncio del mensaje evangélico de forma que su pueblo pueda comprenderlo; la formación permanente no es tan sólo intelectual, sino también espiritual, humana y pastoral. Se invita a los obispos a organizar en su diócesis la formación permanente conforme a los principios que quedan descritos; también se dispondrán permisos de estudio y de renovación espiritual para todo el clero»[169]. Los Padres sinodales expresaron el deseo de prestar atención espiritual a sus sacerdotes mediante la apertura a sus necesidades en cualquier circunstancia; además, se manifestaron sensibles a la situación propia de quienes han abandonado el sacerdocio.

En algunas zonas de Oceanía, abusos sexuales por parte de sacerdotes y religiosos han sido causa de grandes sufrimientos y de daño espiritual para las víctimas. También han infligido grave perjuicio a la vida de la Iglesia y se han transformado en obstáculo para el anuncio del Evangelio. Los Padres del Sínodo condenaron todo tipo de abusos sexuales así como toda forma de abuso de poder, tanto en el seno de la Iglesia como en el ámbito más general de la sociedad. El abuso sexual en el seno de la Iglesia constituye una profunda contradicción con la enseñanza y el testimonio de Jesucristo. Los Padres sinodales expresaron sus disculpas incondicionales a las víctimas por el dolor y la desilusión que se les había causado[170]. La Iglesia en Oceanía está buscando procedimientos justos para responder a las quejas surgidas en este campo, y está comprometida de manera inequívoca en proveer a atender de forma compasiva y eficaz a las víctimas, a sus familias, a la comunidad entera y a los mismos culpables.

El diaconado permanente

50. El Concilio Vaticano II decidió reinstaurar el diaconado permanente como parte del ministerio ordenado de la Iglesia latina; dicho diaconado ha sido introducido en algunas diócesis de Oceanía, donde ha hallado buena acogida. Una ventaja especial del diaconado permanente es su capacidad de adaptación a gran variedad de necesidades pastorales locales. Los obispos reunidos en el Sínodo dieron gracias por la labor incansable y por el celo de los diáconos permanentes en Oceanía, y se mostraron conscientes de la generosidad de las familias de los diáconos casados. La formación adecuada de los diáconos resulta vital, al igual que una seria catequesis y preparación en toda la diócesis, especialmente en las comunidades en las que habrán de prestar su servicio[171]. Importa además que reciban una formación permanente. Es cosa buena que sacerdotes y diáconos, cada uno respondiendo a su vocación propia y específica, colaboren estrechamente en la predicación del Evangelio y en la administración de los sacramentos[172].

La vida consagrada

51. La historia de la fundación de la Iglesia en Oceanía es en gran medida historia del apostolado misionero de innumerables consagrados y consagradas que con dedicación altruista han anunciado el Evangelio en una amplia gama de situaciones y culturas. Su dedicación constante a la obra evangelizadora sigue siendo de capital importancia y enriqueciendo la vida de la Iglesia de forma específica. Su vocación los transforma en expertos en la communio de la Iglesia; al procurar la perfección de la caridad al servicio del Reino, dan respuesta a la búsqueda anhelante de espiritualidad de los pueblos de Oceanía y son signo de la santidad de la Iglesia[173]. Los pastores deberían afirmar siempre el valor excepcional de la vida consagrada y dar gracias a Dios por el espíritu de sacrificio de familias dispuestas a entregar a uno o a varios de sus hijos al Señor a tan espléndida vocación[174].

Fieles a los carismas de la vida consagrada, congregaciones, institutos y sociedades de vida apostólica se han adecuado con valentía a las nuevas circunstancias y han manifestado en formas nuevas la luz del Evangelio. Una buena formación es vital para el futuro de la vida consagrada, y resulta esencial que los aspirantes reciban la mejor formación teológica, espiritual y humana posible. A este respecto, los jóvenes deberían verse convenientemente acompañados durante los primeros años de su itinerario de discipulado. Dada la importancia central de la vida consagrada en la Iglesia en Oceanía, importa que los obispos respeten el carisma de los institutos religiosos y los animen en todas las formas a compartir con la Iglesia particular sus carismas. Ello puede realizarse mediante su implicación en la planificación y en los procesos de decisión de la diócesis; por este mismo motivo, los obispos deberían animar a los religiosos y religiosas a asociarse a la realización de los planes pastorales de la Iglesia particular.

Las órdenes contemplativas han arraigado en Oceanía, atestiguando de especial manera la trascendencia de Dios y el valor supremo del amor de Cristo. Testimonian la intimidad de la comunión entre persona, comunidad y Dios. Los Padres sinodales se demostraron conscientes de que la vida de oración en la vocación contemplativa resulta vital para la Iglesia en Oceanía. Desde el corazón mismo de la Iglesia y por caminos misteriosos, inspira ella a los fieles y en ellos influye para que vivan de forma más radical la vida en Cristo. Por ello los obispos subrayaron con énfasis que jamás debe cesar en Oceanía un profundo aprecio por la vida contemplativa y una determinación firme a fomentarla de todas las maneras posibles[175].

52. Considerando la generosidad de Dios en Oceanía y su infinito amor a los pueblos que la habitan, ¿cómo podríamos dejar de dar gracias a aquél del que toda cosa buena procede? Y, entre todos estos dones, ¿cómo podríamos dejar de alabarle de especial manera por el insondable tesoro de la fe y la llamada a la misión que ello implica? Hemos depositado nuestra confianza en Cristo, y es su palabra la que hemos sido llamados a proponer en las situaciones concretas de nuestro tiempo y de nuestras culturas. La Asamblea Especial para Oceanía ha proporcionado muchas directrices y sugerencias que las Iglesias del continente deberán asumir para cumplir la parte que les corresponde en la obra de la nueva evangelización. Ante cualquier dificultad, estamos llamados a esa tarea por el Resucitado, que ordenó a Pedro y a los Apóstoles: «Rema mar adentro y echad las redes para pescar» (Lc 5, 4). La fe en Jesús nos enseña que nuestra esperanza no resulta vana y que podemos decir con Pedro: «Por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5, 5). El resultado es asombroso: «Hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red» (Lc 5, 6). Aunque las aguas de Oceanía son abundantes, amplias y profundas, la Iglesia en Oceanía no puede dejar de caminar gozosa y confiada con Cristo, anunciando su verdad y viviendo su vida. ¡Ha llegado la hora de la gran pesca!

CONCLUSIÓN

María, Madre nuestra

53 Al concluir la presente Exhortación apostólica, os invito a dirigiros conmigo a la Virgen María, Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, profundamente venerada en toda Oceanía. Tanto los misioneros como los inmigrantes llevaron consigo una intensa devoción a ella como parte integrante de su fe católica; desde entonces, los fieles de Oceanía no han dejado jamás de mostrar su gran amor a María[176]. La Virgen se ha revelado una maravillosa auxiliadora en todos los esfuerzos de la Iglesia encaminados a la predicación y a la enseñanza del Evangelio en el mundo del Pacífico. En las actuales circunstancias, ella no está menos presente en la Iglesia de cuanto lo estuviera en Pentecostés, reunida en oración con los Apóstoles (cf. Hch 1, 14). Con su intercesión y presencia, sustentará con toda seguridad la nueva evangelización tal y como hizo con la primera. En los tiempos de dificultad y dolor, María ha sido refugio seguro para quienes buscaban paz y consolación. En iglesias, ermitas y casas, la imagen de María recuerda a las personas su amorosa presencia y materna protección. En algunas zonas de la región del Pacífico es venerada de especial manera bajo la advocación de Auxilio de los Cristianos, y los obispos la han proclamado patrona de Oceanía bajo el título de Nuestra Señora de la Paz.

En Cristo Jesús, a quien ella alimentó en su vientre, nació un mundo nuevo en el que la justicia y la misericordia se unen, un mundo de libertad y de paz. En la cruz y en la resurrección de Cristo, Dios reconcilió consigo el mundo y proclamó al Señor Jesús Príncipe de la Paz para todo tiempo y lugar. Que María, Regina Pacis, ayude a los pueblos de Oceanía a conocer esta paz y a compartirla con los demás. Que en los albores del tercer milenio la justicia auténtica y la armonía plena sean el don de Dios a Oceanía y a todas las naciones del mundo[177].

Agradecido por la merced de esta Asamblea Especial, encomiendo todos los pueblos de Oceanía a la materna protección de la Bienaventurada Virgen, confiando plenamente en que su oído es oído que siempre escucha; su corazón, corazón que siempre acoge; su oración, oración que jamás se ve defraudada.

Oración

María, Auxilio de los Cristianos, en nuestras necesidades a ti nos dirigimos
con ojos de amor, manos libres y corazón ardiente.
A ti nos dirigimos para poder ver a tu Hijo, nuestro Señor.
Levantamos las manos para recibir el Pan de la Vida.
Abrimos de par en par los corazones para recibir al Príncipe de la Paz.
Madre de la Iglesia: tus hijos e hijas te dan gracias
por tu palabra fiable que resuena a lo largo de los siglos,
elevándose desde un alma vacía colmada por la gracia,
preparada por Dios para acoger a la Palabra dada al mundo,
para que el mundo mismo pueda renacer.
En ti el Reino de Dios ya alborea,
reino de gracia y paz, de amor y justicia, surgido de las profundidades de la Palabra hecha carne.
La Iglesia en todo el mundo a ti se une en alabar a aquél
cuya misericordia se extiende de generación en generación.

Stella maris, luz de todo océano y Señora de las profundidades:
guía a los pueblos de Oceanía por todo mar oscuro y tempestuoso,
para que arriben al puerto de la paz y de la luz
preparado en aquél que serenó las aguas.
Protege a todos tus hijos de todo mal,
porque altas son las olas y estamos lejos de casa.
Mientras nos aventuramos por los océanos del mundo
y atravesamos los desiertos de nuestro tiempo,
muéstranos, María, al Fruto de tu vientre,
que sin el Hijo tuyo perecemos.
Ruega para que jamás desfallezcamos a lo largo del camino,
para que en el corazón y en el ánimo, con palabras y hechos,
los días de borrasca y los días de bonanza,
podamos siempre dirigirnos a Cristo y decirle:
«¿Quién será éste al que hasta el mar y el viento así obedecen?».

Nuestra Señora de la Paz, en la que toda tempestad se aplaca:
al principio del nuevo milenio ruega
para que la Iglesia en Oceanía no deje de mostrar a todos
el rostro glorioso de tu Hijo, lleno de gracia y de verdad,
para que Dios reine en los corazones de los pueblos del Pacífico
y éstos encuentren la paz en el Salvador del mundo.
Intercede por la Iglesia en Oceanía, para que tenga la fuerza
de seguir fielmente el camino de Jesucristo,
de proclamar con valentía la verdad de Jesucristo,
de vivir gozosamente la vida de Jesucristo.
¡Auxilio de los cristianos, protégenos!
¡Luminosa Estrella del Mar, guíanos!
¡Nuestra Señora de la Paz, ruega por nosotros! n

Dado en Roma, en San Pedro, el 22 de noviembre de 2001, XXIV de mi pontificado.

JOANNES PAULUS PP II

 


NOTAS

[1] n. 38: AAS 87 (1995), 31.

[2] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea Especial para Oceanía, Relatio post disceptationem, n. 3.

[3] Cf. ibíd., n. 4.

[4] Cf. ibíd., nn. 1 y 5.

[5] Cf. ibíd., n. 19.

[6] Cf. ibíd., n. 39.

[7] Cf. Propositio 1.

[8] Cf. ibíd.

[9] Pablo VI, Homilía de la misa por el Bicentenario de Australia en el Hipódromo de Randwick (Sydney, 1 de diciembre de 1970): AAS 63 (1971), 62.

[10] Homilía en la misa de beatificación de la Madre Mary MacKillop (Sydney, 19 de enero de 1995), n. 2: AAS 87 (1995), 1003.

[11] Ibíd., n. 5.

[12] Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Nueva Zelanda (Wellington, 23 de noviembre de 1986), nn. 4-5: AAS 79 (1987), 936-937.

[13] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea Especial para Oceanía, Relatio post disceptationem, n. 2.

[14] 29 de noviembre de 1998.

[15] Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium, n. 9.

[16] Cf. Propositio 15.

[17] Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium, n. 11.

[18] Pablo VI, Homilía en la ordenación del primer obispo nacido en Nueva Guinea (Sydney, 3 de diciembre de 1970): AAS 63 (1971), 71.

[19] Cf. Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, nn. 4, 8, 13-15, 21, 24-25.

[20] Propositio 44.

[21] Ibíd.

[22] Cf. Propositio 44.

[23] Cf. Propositio 10.

[24] Propositio 44.

[25] Concilio Ecuménico Vaticano I, Constitución dogmática sobre la Iglesia de Cristo Pastor aeternus, Prólogo: DS 3051.

[26] Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Australia (Sydney, 26 de noviembre de 1986), nn. 1-2: AAS 79 (1987), 954-955.

[27] Cf. Propositio 44.

[28] Juan Pablo II, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal del Pacífico (Suva, 21 de noviembre de 1986), n. 6: AAS 79 (1987), 934.

[29] Cf. Propositio 45.

[30] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia Christus Dominus, n. 37.

[31] Propositio 12.

[32] Pablo VI, Discurso a la Conferencia Episcopal de Oceanía (Sydney, 1 de diciembre de 1970): AAS 63 (1971), 55.57.

[33] Cf. Propositio 1.

[34] Cf. Ibíd.

[35] Pablo VI, Homilía en la ordenación del primer obispo nacido en Nueva Guinea (Sydney, 3 de diciembre de 1970): AAS 63 (1971), 72.; cf. Juan Pablo II, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal del Pacífico  (Suva, 21 de noviembre de 1986), n. 2: AAS 79 (1987), 930-931.

[36] Pablo VI, Homilía de la misa celebrada en la isla de Upolu (Samoa Occidental, 30 de noviembre de 1970): AAS 63 (1971), 49.

[37] Juan Pablo II, Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal del Pacífico (Suva, 21 de noviembre de 1986), n. 3: AAS 79 (1987), 932.

[38] Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, n. 73; cf. Juan Pablo II, Homilía durante la concelebración eucarística para la proclamación del primer beato de Papúa Nueva Guinea (Port Moresby, 17 de enero de 1995), n. 7: AAS 87 (1995), 994.

[39] Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Papúa Nueva Guinea y de las Islas Salomón (Port Moresby, 8 de mayo de 1984), n. 6: AAS 76 (1984), 1013.

[40] Cf. Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Nueva Zelanda (Wellington, 23 de noviembre de 1986), n. 8: AAS 79 (1987), 939.

[41] Cf. Propositio 1.

[42] Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et ratio, n. 70.

[43] Cf. Propositio 2.

[44] Cf. Juan Pablo II, Encuentro con los aborígenes y los isleños del Estrecho de Torres (Alice Springs, 29 de noviembre de 1986), n. 12: AAS 79 (1987), 978; Pablo VI, Alocución a los representantes de los descendientes de los primeros habitantes australianos (Sydney, 2 de diciembre de 1970): AAS 63 (1971) 69.

[45] Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et ratio, n. 71.

[46] Cf. Propositio 2.

[47] Cf. ibíd.

[48] Propositio  4.

[49] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, n. 61.

[50] Cf. Propositio 2.

[51] Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et ratio, n. 71.

[52] Pablo VI, Discurso a la Conferencia Episcopal de Oceanía (Sydney, 1 de diciembre de 1970): AAS 63 (1971), 56.

[53] Juan Pablo II, Encuentro con los aborígenes y los isleños del Estrecho de Torres (Alice Springs, 29 de noviembre de 1986), n. 12: AAS 79 (1987), 977.

[54] Cf. Propositio  2.

[55] Ibíd.

[56] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea Especial para Oceanía, Relatio post disceptationem, n. 12.

[57] Cf. Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, n. 54.

[58] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea Especial para Oceanía, Lineamenta, n. 42; Instrumentum laboris, nn. 22 y 51; Propositiones 4, 10, 44.

[59] Cf. Propositio  4.

[60] Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, n. 21.

[61] Pablo VI, Homilía de la misa por el Bicentenario de Australia en el Hipódromo de Randwick (Sydney, 1 de diciembre de 1970): AAS 63 (1971), 62.

[62] Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Australia (Sydney, 26 de noviembre de 1986), n. 4: AAS 79 (1987), 956.

[63] Citado en Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Nueva Zelanda (Wellington, 23 de noviembre de 1986), n. 5: AAS 79 (1987), 937.

[64] Cf. Propositio  4.

[65] Cf. ibíd.

[66] Cf. ibíd.

[67] Cf. ibíd.

[68] Cf. ibíd.; la invitación que Juan Pablo II les dirigió en Sydney en 1986: «¡Volved! ¡Volved a casa!»: Homilía de la misa para la diócesis de Nueva Gales del Sur (Hipódromo de Racecourse, 26 de noviembre de 1986), n. 5: Insegnamenti IX/ 2, 1986, 1678.

[69] Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, n. 16.

[70] Cf. Propositio  4.

[71] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 25.

[72] Cf. Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et ratio, n. 38.

[73] Ibíd., n. 48.

[74] Propositio  5.

[75] Cf. Propositio  4.

[76] Cf. Propositio  6.

[77] Cf. ibíd.

[78] Cf. Propositio  7.

[79] Cf. Propositio  5.

[80] Propositio  7.

[81] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Catechesi tradendæ, n. 18.

[82] Cf. ibíd., n. 14.

[83] Ibíd.

[84] Propositio  9.

[85] Pablo VI, Carta encíclica Ecclesiam suam, III: AAS 56 (1964), 642.

[86] Cf. Propositio  13.

[87] Cf. ibíd.

[88] Cf. Propositio  14.

[89] Congregación para la Evangelización de los Pueblos y Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, Instrucción Diálogo y anuncio (19 de mayo de 1991), n. 2: AAS 84 (1992), 415.

[90] Cf. Propositio  17.

[91] Cf. ibíd.

[92] Catecismo de la Iglesia Católica, 2420.

[93] Propositio  17.

[94] Catecismo de la Iglesia Católica, 2273.

[95] Catecismo de la Iglesia Católica, 2424; cf. Propositio  17.

[96] Propositio  17.

[97] Cf. Propositio  18.

[98] Juan Pablo II, Encuentro con los aborígenes y los isleños del Estrecho de Torres (Alice Springs, 29 de noviembre de 1986), n. 8: AAS 79 (1987), 976; cf. Propositio 18.

[99] Cf. Juan Pablo II, Encuentro con los aborígenes y los isleños del Estrecho de Torres (Alice Springs, 29 de noviembre de 1986), n. 8: AAS 79 (1987), 976-977.

[100] Cf. Propositio  18.

[101] Cf. Propositio  17.

[102] Cf. Propositio  18.

[103] Cf. Propositio  16.

[104] Ibíd.

[105] Juan Pablo II, Carta encíclica Evangelium vitæ, n. 1.

[106] Cf. Propositio  20.

[107] Cf. Propositio  19.

[108] Cf. ibíd.

[109] Cf. Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, n. 21.

[110] Pablo VI, Homilía durante la clausura del Año Santo (25 de diciembre de 1975):  AAS 68 (1976), 145.

[111] Cf. Congregación para la Educación Católica, Documento La escuela católica en los umbrales del tercer milenio (28 de diciembre de 1997), nn. 8-11.

[112] Cf. ibíd., n. 7.

[113] Propositio  9.

[114] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Catechesi tradendæ, n. 24.

[115] Cf. Propositio  9.

[116] Ibíd.

[117] Cf. Juan Pablo II, Constitución apostólica Ex corde Ecclesiæ, n. 4.

[118] Propositio  8.

[119] Cf. Juan Pablo II, Carta encíclica Dives in misericordia, n. 13.

[120] Cf. Propositio  20.

[121] Cf. ibíd.

[122] Juan Pablo II, Carta apostólica Salvifici doloris, n. 16.

[123] Cf. Propositio  17.

[124] Cf. Juan Pablo II, Homilía de la misa para la evangelización (Mount Hagen, 8 de mayo de 1984), n. 5: AAS 76 (1984), 1010.

[125] Cf. Propositio  21.

[126] Cf. ibíd.

[127] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum, n. 25. El texto cita a san Ambrosio, De officiis ministrorum I, 20, 88: PL 16, 50.

[128] Cf. Propositio 22.

[129] Cf. ibíd.

[130] Cf. Propositio 47.

[131] Cf. Propositio 39.

[132] Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Nueva Zelanda (Wellington, 23 de noviembre de 1986), nn. 4-5: AAS 79 (1987), 936-937.

[133] Propositio 40 A.

[134] Cf. Propositio 41.

[135] Propositio 30.

[136] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, y Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici.

[137] Propositio  30.

[138] Cf. Propositio  26.

[139] Ibíd.

[140] Juan Pablo II, Homilía durante la concelebración eucarística para la proclamación del primer beato de Papúa Nueva Guinea (Port Moresby, 17 de enero de 1995), n. 8: AAS 87 (1995), 995.

[141] Cf. Propositio  26.

[142] Cf. ibíd.

[143] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, n. 21: AAS 74 (1982), 105

[144] Propositio  23.

[145] Ibíd.

[146] Cf. ibíd.

[147] Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Australia (Sydney, 26 de noviembre de 1986), n. 10: AAS 79 (1987), 960.

[148] Propositio  23.

[149] Cf. Propositio  24.

[150] Cf. ibíd.

[151] Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988): AAS 80 (1988), 1653-1729; Carta a las mujeres (29 de junio de 1995): AAS 87 (1995), 803-812.

[152] Cf. Propositio  27.

[153] Cf. Propositio  11.

[154] Ibíd.

[155] Cf. Propositio  29.

[156] Juan Pablo II, Homilía durante la misa por las vocaciones (Port Moresby, 7 de mayo de 1984), n. 4: AAS 76 (1984), 1006.

[157] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, n. 14.

[158] Propositio  37.

[159] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 43-59: AAS 84 (1992), 731-762.

[160] Propositio 37.

[161] Cf. Propositio38.

[162] Propositio 36.

[163] Ibíd.

[164] Cf. Propositio  35.

[165] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, n. 8.

[166] Cf. Propositio36.

[167] Propositio 33.

[168] Ibíd.

[169] Propositio 34.

[170] Cf. Propositio43.

[171] Cf. Congregación para la Educación Católica y Congregación para el Clero, Ratio fundamentalis institutionis diaconorum permanentium y Directorium pro ministerio et vita diaconorum permanentium (22 de febrero de 1998): AAS 90 (1998), 843-926.

[172] Cf. Propositio  32.

[173] Cf. Propositio  29.

[174] Cf. ibíd.

[175] Cf. ibíd.

[176] Cf. Propositio  48.

[177] Cf. ibíd.

 

(Traducción de ECCLESIA)



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