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BEATIFICACIÓN DE ENRIQUE DE OSSÓ Y CERVELLÓ

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Domingo 14 de octubre 1979

 

¡Alabado sea Jesucristo!
Venerables Hermanos y amados hijos e hijas

1. Esta mañana la Iglesia entona un canto de júbilo y de alabanza al Señor. Es el canto de la Madre que celebra la bondad y la misericordia divinas, al proclamar Beato a un hijo insigne, que se ha distinguido por el cultivo eminente de las virtudes cristianas: el sacerdote Enrique de Ossó y Cervelló, gloria de la amada España, tierra de Santos.

Para asistir a la glorificación del nuevo Beato, os habéis congregado en esta Basílica de San Pedro numerosos compatriotas suyos. Bienvenidos seáis todos, obispos, sacerdotes, religiosos y fieles españoles aquí presentes, así como los que procedéis de todos aquellos lugares a donde se ha irradiado el bien sembrado por el Beato Enrique de Ossó y donde ha brotado con pujanza el justo reconocimiento y el aprecio a su persona y a su obra.

Pero sobre todo bienvenidas seáis vosotras, Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, que habéis llegado con vuestras actuales y antiguas alumnas, provenientes de diversos lugares y Países de Europa, de África, de América, para ofrecer un cálido homenaje de devoción y renovada fidelidad a vuestro Padre Fundador.

Permitidme, sin embargo, que reserve una palabra de particular saludo a los representantes de la diócesis de Tortosa, y más concretamente a los del pequeño pueblo de Vinebre, cuna natal de esa admirable figura de hombre y de sacerdote, que la Iglesia propone hoy a nuestra imitación.

2. Sí, el Beato Enrique de Ossó nos ofrece una imagen viva del sacerdote fiel, perseverante, humilde y animoso ante las contradicciones, desprendido de todo interés humano, lleno de celo apostólico por la gloria de Dios y la salvación de las almas, activo en el apostolado y contemplativo en su extraordinaria vida de oración.

Y no era fácil la época que a él le tocó vivir, en una España dividida por las guerras civiles del siglo XIX y alterada por movimientos laicistas y anticlericales que pretendían la transformación política y social, dando incluso origen a sangrientos episodios revolucionarios. El, sin embargo, supo mantenerse firme e intrépido en su fe, en la que halló inspiración y fuerza para proyectar la luz de su sacerdocio sobre la sociedad de su tiempo. Con clara conciencia de lo que era su misión propia como hombre de Iglesia, a la que amaba entrañablemente, sin buscar nunca protagonismos humanos en campos que eran ajenos a su condición, en una apertura a todos sin distinción, para mejorarlos y llevarlos a Cristo. Cumplió su propósito: “ Seré siempre de Jesús, su ministro, su apóstol, su misionero de paz y de amor ”.

Los treinta años escasos de su vida sacerdotal dieron lugar a un continuo desarrollo de impresas apostólicas bien meditadas y abnegadamente ejecutadas, con una impresionante confianza en Dios.

La suya fue una existencia hecha oración continua que nutría su vida interior y que informaba todas sus obras. En la escuela de la gran Santa abulense aprende que la oración, ese “ trato de amistad ” con Dios, es medio necesario para conocerse y vivir en verdad, para crecer en la conciencia de ser hijos de Dios, para crecer en el amor. Es además un medio eficaz de transformar el mundo. Por ello será también un apóstol y pedagogo de la oración. ¡A cuántas almas enseñó a orar con su obra el Cuarto de hora de oración!

Este fue el secreto de su gran vida sacerdotal, lo que le dio alegría, equilibrio y fortaleza; lo que hizo que él, sacerdote, servidor y ministro de todos, sufriendo con todos, amando y respetando a todos, se sintiera dichoso de ser lo que era, consciente de que tenía en sus manos dones recibidos del Señor para la redención del mundo, dones que, aunque pequeño e indigno, ofrecía desde la infinita superioridad del misterio de Cristo y que llenaban su alma de un gozo inefable. Un testimonio y una lección de vida eclesial con plena validez para el sacerdote de hoy, que sólo en el Evangelio, en el ejemplo de los Santos y en las enseñanzas o normas de la Iglesia, no en sugerencias o teorías extrañas, puede encontrar orientación segura para conservar su identidad, para realizarse con plenitud.

Una vez más quiero exhortar, en esta espléndida ocasión, a mis amados hermanos sacerdotes, a la entrega total a Cristo, gozosamente vivida en el celibato por el Reino de los Cielos y en el servicio generoso a los hermanos, sobre todo a los más pobres, a través de una vida centrada en el propio ministerio pastoral, esto es, en la misión específica de la Iglesia, y caracterizada por ese estilo evangélico que expuse en mi Carta del Jueves Santo y del que he hablado nuevamente en mis gratísimos encuentros con los presbíteros durante mi reciente viaje apostólico.

3. Si queremos señalar ahora uno de los rasgos más característicos de la fisonomía apostólica del nuevo Beato, podríamos decir que fue uno de los más grandes catequistas del siglo XIX, lo que le hace muy actual en este momento en que toda la Iglesia reflexiona –como lo hizo también en la última sesión del Sínodo de los Obispos – sobre el deber de catequizar que incumbe a todos sus hijos.

Como catequista genial, él se distinguió por sus escritos y por su labor práctica; atento a dar a conocer, adecuadamente y en sintonía con el Magisterio de la Iglesia, el contenido de la fe, y ayudar a vivirlo. Sus métodos activos le hicieron anticiparse a conquistas pedagógicas posteriores. Pero sobre todo, el objetivo que se propuso fue dar a conocer y despertar el amor a Dios, a Cristo, y a la Iglesia, que es el centro de la misión del verdadero catequista.

En esa misión todos los campos: el de la niñez, con sus inolvidables catequesis en Tortosa (“ por los niños al corazón de los hombres ”); el del mundo juvenil, con las Asociaciones des jóvenes, que llegaron a tener muy amplia difusión; el de la familia, con sus escritos de propaganda religiosa, particularmente la Revista Teresiana; el de los obreros, tratando de dar a conocer la doctrina social de la Iglesia; el de le instrucción y la cultura en el que, con arreglo a la mentalidad de la época, luchó para asegurar la presencia del ideal católico en la escuela, a todos los niveles, incluso en el universitario. Se dedicó incansablemente al ministerio de la palabra hablada, a través de la predicación, y de la palabra escrita, a través de la prensa como medio de apostolado.

4. Pero en su afán catequizador, su obra predilecta, la que consumió la mayor parte de sus energías, fue la fundación de la Compañía de Santa Teresa de Jesús.

Para extender el radio de su acción en el tiempo y en el espacio; para penetrar en el corazón de la familia; para servir a la sociedad en una época en que la capacitación cultural empezaba a ser indispensable, llamó junto a sí a mujeres que podían ayudarle en tal misión, y se entregó a la tarea de formarlas con esmero. Con ellas dio comienzo el nuevo Instituto, que habría de distinguirse por estos rasgos: como hijas de su tiempo, la estima de los valores de la cultura; como consagradas a Dios, su entrega total al servicio de la Iglesia; como estilo propio de espiritualidad, la asimilación de la doctrina y ejemplos de Santa Teresa de Jesús.

Podríamos decir que la Compañía de Santa Teresa de Jesús fue y es como la gran catequesis organizada por el Beato Ossó para llegar a la mujer, y a través de ella infundir nueva vitalidad en la sociedad y en la Iglesia.

Hijas de la Compañía de Santa Teresa: dejadme decir que me complace ver que os mantenéis fieles a vuestro carisma, dentro de la renovación que demanda el momento actual a la luz de las orientaciones del Concilio Vaticano II y de la Exhortación Apostólica Evangelica testificatio de mi predecesor Pablo VI. De acuerdo con el legado de vuestro Fundador y el espíritu de la gran Santa de Ávila, sed generosas en vuestra donación total a Cristo, para dar mucho fruto en los países de misión. Que vuestra conducta toda refleje la riqueza de una vida interior en la que la renuncia es amor; el sacrificio, eficacia apostólica; la fidelidad, aceptación del misterio que vivís; la obediencia, elevación sobrenatural; la virginidad, donación alegre a los demás por el reino de los cielos. Sed ante el mundo, incluso con los signos externos, un testimonio vivo de ideales grandes hechos realidad, catequizando, evangelizando siempre con la palabra y con la acción apostólica; sed una prueba fehaciente de que, hoy como ayer, vale la pena no recortar las alas del propio espíritu para dar al mundo actual –que tanto lo necesita y que lo busca, a veces aún sin saberlo– la serenidad en la fe, la alegría en la esperanza, la felicidad en el verdadero amor. Vale la pena, sí, vivir para ello; vivir así la propia vocación de mujer y de religiosa. A imitación de la Virgen María, a quien vuestro Fundador profesó tan tierna devoción.

5. Para el cristiano de hoy, sumido en un ambiente de búsqueda acelerada de un ideal nuevo de hombre, el Beato Enrique de Ossó, el educador cristiano, deja asimismo un legado. Ese hombre nuevo que se busca, no podrá ser auténticamente tal sin Cristo, el Redentor del hombre. Habrá que cultivarlo, educarlo, dignificarlo cada vez más en sus polivalentes facetas humanas, pero hay que catequizarlo, abrirlo a horizontes espirituales y religiosos donde encuentre su proyección de eternidad, como hijo de Dios y ciudadano de un mundo que rebasa el presente.

¡Qué amplio campo si abre a la dedicación generosa de los padres y madres de familia; a los responsables y profesores en colegios e instituciones docentes, sobre todo de la Iglesia – que deberán continuar siendo, con el debido respeto a todos, centros de educación cristiana –; a muchas de vosotras antiguas alumnas de colegios de la Compañía de Santa Teresa que seguís al lado de vuestras maestras de un día; a tantas otras almas, que desde diversos puestos, privados o públicos, podéis contribuir a la elevación cultural y humana de los demás y a su formación en la fe! Sed conscientes de vuestra responsabilidad y posibilidades de hacer el bien.

6. Termino estas reflexiones dedicando un cordial saludo a los miembros de la Misión especial enviada a este acto por el Gobierno español. Pido a Dios que la tradición católica de la nación española, de la que tanto habló y escribió el nuevo Beato, sea de estímulo en la actual fase de su historia y pueda ésta alargarse hacia metas superiores, mirando decididamente al futuro, pero sin olvidar, más aún tratando de conservar y vitalizar las esencias cristianas del pasado, para que así el presente sea una época de paz, de prosperidad material y espiritual, de esperanza en Cristo Salvador.

 



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