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SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Domingo 25 de mayo de 1980

 

Venerados hermanos y queridísimos hijos:

1. He aquí que ha llegado de nuevo para nosotros, de acuerdo con el orden del calendario litúrgico, "el día de Pentecostés"... (Act 2, 1), día de particular solemnidad que, por dignidad de celebración y riqueza de contenido espiritual, se equipara al día mismo de la Pascua. ¿Es posible establecer un parangón entre el Pentecostés, de que hablan los Hechos de los Apóstoles, que tuvo lugar 50 días después de la Resurrección del Señor, y el Pentecostés de hoy? Sí, no sólo es posible, sino que es cierta, indudable y corroborante esta conexión en la vida y para la vida de la Iglesia, a nivel tanto de su historia bimilenaria, como de la actualidad del tiempo que estamos viviendo, como hombres de esta generación. Nosotros tenemos el derecho, el deber y la alegría de decir que Pentecostés continúa. Hablamos legítimamente de "perennidad" de Pentecostés. Efectivamente, sabemos que cincuenta días después de la Pascua los Apóstoles, reunidos en el mismo Cenáculo que había sido antes el lugar de la primera Eucaristía y, luego, del primer encuentro con el Resucitado, descubren en sí la fuerza del Espíritu Santo que descendió sobre ellos, la fuerza de Aquel que el Señor les había prometido repetidamente a precio de su padecer mediante la cruz, y fortalecidos con esta fuerza, comienzan a actuar, esto es, a realizar su servicio. Nace la Iglesia apostólica. Pero hoy también —he aquí la conexión— la basílica de San Pedro, aquí en Roma, es como una prolongación, es una continuación del primitivo Cenáculo jerosolimitano, como lo es todo templo y capilla, como lo es todo lugar en el que se reúnen los discípulos y los confesores del Señor: y nosotros estamos aquí reunidos para renovar el misterio de este gran día.

Este misterio se debe manifestar de modo particular —como sabéis— mediante el sacramento de la confirmación que hoy, después de la preparación conveniente, van a recibir los numerosos muchachos y jóvenes cristianos de la diócesis de Roma, que se han reunido aquí. A estos hijos, precisamente porque son los destinatarios del "don de Dios Altísimo" y beneficiarios de la acción inefable de su Espíritu, se dirige esta mañana mi primer saludo, que quiere significar la predilección y la confianza que siento por ellos. Y mi saludo se extiende, después, a sus padrinos y madrinas, a sus padres y familiares y a cuantos participan en esta significativa y sugestiva celebración, en unión de intenciones y de sentimientos.

2. Ahora debemos reflexionar que Pentecostés comenzó precisamente la tarde misma de la Resurrección, cuando el Señor resucitado —como ha referido el Evangelio que se acaba de proclamar (Jn 20, 19-20)— vino por vez primera a sus discípulos en el Cenáculo y, después de saludarles con el deseo de la paz, alentó sobre ellos y dijo: "Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados..." (ib., 22-23). Este es, pues, el don pascual, porque estamos en el primer día, es decir, como en el elemento generador de esa serie numérica de días, en la que el día de Pentecostés es exactamente el cincuenta; porque estamos en el punto de partida, que es la realidad de la resurrección, en virtud de la cual, según una relación de causalidad más que de cronología Cristo ha dado el Espíritu Santo a la Iglesia como el don divino y como la fuente incesante e inagotable de la santificación. En otras palabras, debemos considerar que, la tarde misma de su resurrección, con una puntualidad impresionante, Cristo cumple la promesa hecha tanto en privado como en público, hecha a la mujer de Samaria y a la multitud de los judíos, cuando hablaba de un agua viva y saludable, e invitaba a ir a El para poderla sacar en abundancia y apagar con ella para siempre la sed (cf. Jn 4, 10. 13-14; 7, 37). "Esto dijo —comenta el Evangelista— del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en El, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 39). Así, pues, apenas llegó la glorificación, esa misma promesa del envío-venida (quem mittet; cum venerit) del Espíritu Paráclito, confirmada formalmente "pridie quam pateretur"  a sus Apóstoles (Jn 14, 16. 26; 15, 26; 16, 7-8. 13) fue inmediatamente cumplida.

"Recibid el Espíritu Santo...", y este don de santidad comienza a actuar enseguida: la santificación empieza —según las palabras mismas de Jesús— por la remisión de los pecados. Primero está el bautismo, el sacramento de la cancelación total de las culpas, cualquiera que sea su número y su gravedad; luego, está la penitencia, el sacramento de la reconciliación con Dios y con la Iglesia, y todavía la unción de los enfermos. Pero esta obra de santificación siempre alcanza su culmen en la Eucaristía, el sacramento de la plenitud de santidad y de gracia: "Meas impletur gratia". Y en este admirable flujo de vida sobrenatural, ¿qué lugar corresponde a la confirmación? Es necesario decir que la misma santificación se manifiesta también en el robustecimiento, precisamente en la confirmación. Efectivamente, también en ella está en sobreabundante plenitud el Espíritu Santo y santificante, en ella está el Espíritu de Jesús para actuar en una dirección peculiar y con una eficacia totalmente propia: es la dirección dinámica, es la eficacia de la acción interiormente inspirada y dirigida. También esto estaba previsto y predicho: "Pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto" (Lc 24, 49); "Pero recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros" (Act 1, 8). La naturaleza del sacramento de la confirmación brota de esta concesión de fuerza que el Espíritu de Dios comunica a cada bautizado, para convertirlo —según la conocida terminología catequística en cristiano perfecto y soldado de Cristo, dispuesto a testimoniar con valentía su resurrección y su virtud redentora: "Y vosotros seréis mis testigos" (Act 1, 8).

3. Si éste es el significado particular de la confirmación para vigorizar más en nosotros "al hombre interior", en la triple línea de la fe, de la esperanza y de la caridad, es fácil comprender cómo la confirmación tiene, por consecuencia directa, un gran significado también para la construcción de la comunidad de la Iglesia, como Cuerpo de Cristo (cf. II lectura de 1 Cor 12). También es preciso dar el debido realce a este segundo significado, porque permite captar, además de la dimensión personal, la dimensión comunitaria y, propiamente, eclesial en la acción fortificante del Espíritu. Hemos escuchado a Pablo que nos hablaba de esta acción y de la distribución, por el Espíritu, de sus carismas "para utilidad común". ¿Acaso no es verdad que en esta elevada perspectiva se encuadra la amplia y tan actual temática del apostolado y, de modo especial, del apostolado de los laicos? Si "a cada uno se le da una manifestación particular del Espíritu para utilidad común", ¿cómo podría un cristiano sentirse extraño o indiferente o exonerado en la obra de edificación de la Iglesia? De aquí se deriva la exigencia del apostolado laical y se define como respuesta debida a los dones recibidos. A este respecto, pienso que será bueno volver a tomar en la mano —me limito a una simple alusión— ese texto conciliar que, sobre los fundamentos bíblico-teológicos de nuestra inserción por medio del bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, y de la fuerza recibida del Espíritu Santo por medio de la confirmación, presenta el ministerio que corresponde a cada uno de los miembros de la Iglesia como una "gloriosa tarea de trabajar". "Para el ejercicio de este apostolado —se añade—, el Espíritu Santo da a los fieles también dones particulares", de modo que se deriva de ellos correlativamente la obligación de trabajar y de cooperar a la "edificación de todo el Cuerpo en la caridad" (cf. Apostolicam actuositatem, proem. y núm. 3).

4. La confirmación —como todos sabemos y como se os ha explicado, queridos jóvenes y muchachos, a quienes se os confiere hoy— se recibe una sola vez en la vida. Sin embargo, debe dejar una huella duradera: precisamente porque sella indeleblemente el alma, jamás podrá reducirse a un recuerdo lejano o a una evanescente práctica religiosa que se agota enseguida. Por tanto, es necesario preguntarse cómo el encuentro sacramental y vital con el Espíritu Santo que hemos recibido de las manos de los Apóstoles mediante la confirmación, pueda y deba perdurar y arraigarse más profundamente en la vida de cada uno de nosotros. Nos lo demuestra espléndidamente la Secuencia de Pentecostés Veni Sancte Spiritus: ella nos recuerda, ante todo, que debemos invocar con fe, con insistencia, este don admirable, y nos enseña también cómo debemos invocarlo. Ven, Espíritu Santo, envíanos un rayo de tu luz... Consolador perfecto, danos tu dulce consuelo, el descanso en la fatiga y alivio en el llanto. Danos tu fuerza, porque sin ella nada hay en nosotros, nada hay sin culpa.

5. Como aludí al principio, Pentecostés es día de alegría, y me place expresar una vez más este sentimiento por el hecho de que podemos de tal manera renovar el misterio de Pentecostés en la basílica de San Pedro. Pero el Espíritu de Dios no está circunscrito: sopla donde quiere (Jn 3, 8), penetra por todas partes, con soberana y universal libertad. Por esto desde el interior de esta basílica, como humilde Sucesor de ese Pedro, que precisamente el día de Pentecostés inauguró con valentía intrépidamente apostólica el ministerio de la Palabra, encuentro ahora la fuerza para gritar Urbi et Orbi: "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor". Que así sea para toda la Iglesia, para toda la humanidad.

 



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