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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA
EN HONOR DEL BEATO JOSÉ DE ANCHIETA


Campo de Marte, São Paulo
Jueves 3 de julio de 1980

 

1. Me siento realmente feliz por estar hoy con vosotros, en esta querida ciudad de São Paulo, cuyo Ayuntamiento, delicadamente, quiso ofrecerme el título de "ciudadano paulista", motivando este gesto el hecho de haber recientemente, como Sumo Pontífice, decretado la beatificación del padre José de Anchieta, de la Compañía de Jesús, considerado —y con razón— uno de los fundadores de vuestra ciudad.

Esta manifestación de cordialidad me conmueve y me lleva a expresar mi vivo y sincero agradecimiento.

Y ahora, deseo reflexionar con vosotros sobre la fascinante figura del Beato Anchieta, tan ligado a la historia religiosa y civil de este querido Brasil.

El Beato Anchieta llegó aquí, a esta parte de vuestra gran nación, Brasil, en 1554. La ciudad no existía aún; había apenas algunos poblados de aborígenes. Llegó el 24 de enero, vigilia de la fiesta de la Conversión de San Pablo. La primera Misa aquí celebrada fue, por tanto, exactamente en honor del Apóstol de los Gentiles y a él fue dedicada la villa que debía surgir en torno a la pequeña cabaña —la "iglesiña"—, que sería su corazón. De ahí, el nombre de esta vuestra ciudad de São Paulo, hoy sin duda la mayor ciudad de Brasil.

Natural de las Islas Canarias, educado en Portugal, José de Anchieta provenía de aquellas naciones que, en esa época, tanto contribuyeron al descubrimiento del nuevo mundo: de España y de Portugal partían navegadores y pioneros, que, surcando los mares, llegaban a tierras hasta entonces desconocidas. En su rastro, seguían los conquistadores, colonos, comerciantes, exploradores.

¿Había venido el padre Anchieta como un soldado en busca de gloria, un conquistador en busca de tierras, o un comerciante en busca de buenos negocios y dinero? ¡No! Vino como misionero, para anunciar a Jesucristo, para difundir el Evangelio. Vino con el único objetivo de conducir los hombres a Cristo, transmitiéndoles la vida de hijos de Dios, destinados a la vida eterna. Vino sin exigir nada para sí; por el contrario, dispuesto a dar su vida por ellos.

Pues bien, también yo vengo a vosotros, impulsado por el mismo motivo, impulsado por igual amor; vengo a vosotros como humilde mensajero de Cristo.

Esa ha sido siempre la única motivación de los viajes que me han llevado a los diversos continentes; son viajes apostólicos del que, por ser Siervo de Cristo, quiere confirmar a los hermanos en la fe.

Es ese el motivo, también hoy, de que me encuentre en medio de vosotros. Motivo que me une, íntimamente, a vuestro amado Beato José de Anchieta.

Recibidme igual que recibisteis al padre Anchieta: que mi paso por entre vosotros tenga algo de lo que fue el paso y la permanencia del gran apóstol en medio de vuestra gente, en vuestras aldeas de entonces, en vuestro gran país. Que sea el paso de la gracia del Señor.

2. Joven, lleno de vida, inteligente, alegre por naturaleza, de corazón abierto y amado por todos, brillante en los estudios de la universidad de Coimbra, José de Anchieta supo granjearse la simpatía de sus colegas, que gustaban de oírle recitar. Por causa de su timbre de voz, le llamaban el "canariño", recordando así el cántico de los pájaros de su isla natal, Tenerife, en las Canarias.

Ante sí, se abrían muchos caminos al éxito. Pero, joven de fe, estaba atento a las inspiraciones y mociones de Dios que le atraía por otros caminos, le llamaba y orientaba por una vereda muy diferente de la que otros, tal vez, habían imaginado para él. Cuando su alma se sentía en oscuridad espiritual, el joven buscaba el silencio, la soledad, para orar. Muchas veces, dejando a un lado los libros, paseaba solitario por las márgenes del río Mondego.

En una de esas caminatas, José entró en la catedral de Coimbra y, ante el altar de la Virgen María, sintió inesperadamente la paz y serenidad tan deseadas. Resolvió entonces dedicar su vida al servicio de Dios y de los hombres. Y, para vivir este ideal, hizo allí, en esa misma ocasión, el voto de castidad, consagrándose a la Virgen; tenía entonces 17 años.

A partir de ese momento, intensificó su oración, prosiguió sus estudios con ardor. Todavía joven demostraba un gran sentido de madurez ante el valor de la vida. El don de sí, hecho a la Madre de Dios, comenzó a concretarse en un llamamiento a la vida religiosa.

Por esa época, se leían en la universidad de Coimbra las cartas que Francisco Javier —el gran misionero— escribía desde Oriente y que traían también insistentes llamamientos a los jóvenes estudiantes de las universidades europeas. Profundamente impresionado con lo que Francisco Javier decía acerca de las carencias de tantos pueblos y países y deseando seguir su ejemplo tan elocuente de dedicación a la gloria de Dios y al bien de los hombres, José de Anchieta decidió entrar en la Compañía de Jesús: ¡quería ser misionero!

Y así, pocos años después, vino a Brasil.

En este instante, quiero dirigirme a vosotros, jóvenes de São Paulo, jóvenes de todo Brasil, de la gran nación que puede ser llamada "joven", ya que su población cuenta con tan elevado índice de juventud: ¡mirad a vuestro Anchieta!

Era joven como vosotros, pero abierto a Dios y a sus llamadas. Estaba lleno de vida como vosotros, pero en la oración buscaba la respuesta a la vida. Y en este contacto con Dios vivo encontró el camino que conduce a la vida verdadera, a una vida de amor a Dios y a los hombres.

El Señor, que vivió sobre la tierra, yendo de aldea en aldea haciendo el bien (cf. Mt 9, 35), sigue pasando todavía hoy, en busca de corazones abiertos a su invitación: "Ven y sígueme" (Mt 19, 21; Lc 10, 2).

Recordad: José de Anchieta respondió generosamente y el Señor hizo de él el "apóstol de Brasil", que contribuyó, de manera insigne, al bien de vuestro pueblo.

3. Hecho misionero, José de Anchieta vivió el espíritu del Apóstol de los Gentiles, que en sus Cartas hablaba de peripecias, dificultades y peligros afrontados, para llenar su corazón, como "cuidado de todos los días, de la preocupación por todas las Iglesias" (2 Cor 11, 26-28).

En una carta, fechada el 1 de junio de 1560, revelando sus ansias por conducir al Señor los pueblos de este país, el padre Anchieta escribía textualmente: "Por este motivo, sin dejarnos intimidar por los grandes calores, las tempestades, las lluvias, las corrientes torrenciales e impetuosas de los ríos, procuramos sin descanso visitar todas las aldeas y villas tanto de los indios como de los portugueses e incluso de noche acudimos a los enfermos, atravesando bosques tenebrosos a costa de grandes fatigas, tanto por la aspereza de los caminos como por el mal tiempo" (Carta al p. Diego Laínez, prepósito general de la Compañía de Jesús). Y describiendo todavía más abiertamente las condiciones de quienes, con él y como él, dedicaban a los "brasís" —como solía llamarlos—, revela más profundamente aún la grandeza de su amor y de su espíritu de sacrificio y, sobre todo, la finalidad de su existencia: "Pero nada es difícil para quienes acarician en su corazón y tienen como único fin la gloria de Dios y la salvación de las almas, por las que no dudan en dar su vida" (ib.).

Salvar las almas para gloria de Dios: ése era el objetivo de su vida. Ello explica la prodigiosa actividad de Anchieta para buscar nuevas formas de actuación apostólica, que lo llevaban finalmente a hacerse todo para todos, por el Evangelio; a hacerse siervo de todos a fin de ganar el mayor número posible para Cristo (cf. 1 Cor 9, 19-22).

No escatimó ningún esfuerzo, para comprender a sus "brasís" y compartir con ellos la vida. Si aprendió la difícil lengua de ellos —y tan perfectamente que fue el primero en componer una gramática de esa lengua— se debe a su amor, que le impelía a encarnarse entre ellos, pero para hablarles de Jesús y transmitirles la Buena Nueva. De ese modo, se transformó en eximio catequista que —siguiendo el ejemplo de Cristo Señor, Dios hecho hombre para revelar al Padre—, viviendo entre los hombres, les hablaba de manera sencilla, acomodándose a sus categorías mentales y a sus costumbres.

Con esa misma finalidad, tomando en consideración las dotes y cualidades naturales de los indios, su sed de saber, su generosidad, hospitalidad y sentido comunitario, promovió y desarrolló las "aldeas", centros donde la vida de cada familia se fundía con la de los demás, de modo adecuado, en el trabajo, en la solidaridad, en la cooperación. Corazón de cada uno de esos centros era siempre la Casa de Dios, donde el Sacrificio Eucarístico era celebrado regularmente y donde el Señor Sacramentado permanecía presente. Sí; porque un grupo social que no esté animado por la caridad que sólo Dios sabe infundir en los corazones (cf. Rom 5, 5) no puede durar, ni puede ofrecer lo que el corazón del hombre y la humanidad entera buscan con ansiedad.

En Puebla, hablando de la liberación del hombre, insistí en que debe ser vista a la luz del Evangelio, es decir, a la luz de Cristo, que dio su vida para rescatar a la humanidad, liberándola del pecado. Más recientemente aún, hablando en África, donde tan vivo es el sentido comunitario, recomendé a los pueblos de aquel continente que procurasen desarrollar su sentido social de manera auténticamente cristiana, sin dejarse influir por corrientes ajenas, materialistas de un lado y consumistas de otro. Lo mismo os repito a vosotros. El padre Anchieta conseguía comprender la mentalidad y las costumbres de vuestra gente. Con su prudente acción social, inspirada en el Evangelio y enraizada en él, supo estimular un crecimiento y desarrollo capaces de integrar esa misma mentalidad y costumbres —en lo que tenían de auténticamente humano y, por tanto, querido por Dios— en la vida de las personas y de la comunidad civil y cristiana.

Apreciando el ansia de saber de los "brasís", su acentuado talento para la música, su habilidad y otras dotes, creó para ellos centros de formación cultural y artesana que, poco a poco, contribuyeron a elevar el nivel general de las generaciones futuras: São Paulo, Olinda, Bahía, Porto Seguro, Río de Janeiro, Reritiba —donde murió y que hoy se llama Anchieta— son lugares que, junto con otros no mencionados, nos hablan de la incansable actividad apostólica del Beato.

Pero en todo este inmenso esfuerzo realizado por él con ayuda de muchos hermanos suyos en religión, desconocidos por muchos, pero igualmente admirables, había una visión y un espíritu: la visión integral del hombre rescatado por la Sangre de Cristo y el espíritu del misionero que hace todo lo posible para que los seres humanos a quienes se acerca para ayudarlos, apoyarlos y educarlos, consigan la plenitud de la vida cristiana.

Permitid que me dirija ahora de modo especial a vosotros, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, que entregasteis vuestra vida para servir a la causa de Dios, en la Iglesia. Que la finalidad de vuestra acción pastoral, individual o colectivamente, no se desvíe jamás de lo que es —como dije en mi Encíclica Redemptor hominis— el verdadero fin por el que el Hijo de Dios se hizo hombre y actuó entre nosotros. Que su misión de amor, de paz y de redención sea verdaderamente la vuestra. Acordaos de que el mismo Cristo nos indicó en qué consiste su misión: "Veni ut vitam habeant et ut abundantius habeant" (Jn 10, 10) "Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante".

Si queréis ser continuadores de la vida y de la misión de Cristo, sed fieles a vuestra vocación. El padre Anchieta se multiplicó incansablemente, a través de tantas actividades, incluso el estudio de la fauna y la flora, de la medicina, de la música y de la literatura; pero todo eso él lo orientaba hacia el bien verdadero del hombre, destinado y llamado a ser y a vivir como hijo de Dios.

4. ¿De dónde sacó el padre Anchieta la fuerza para realizar tantas obras en una vida consumada toda en pro de los demás, hasta morir, extenuado, cuando todavía estaba en plena actividad?

Desde luego, no de una salud de hierro. Al contrario; siempre tuvo una salud precaria. Durante sus viajes apostólicos, hechos a pie y sin ayuda, sufrió continuamente en su cuerpo las consecuencias de un accidente que había tenido siendo joven.

¿Tal vez sacó su fuerza de su talento y dotes humanas? En parte, sí; pero eso no lo explica todo. Solamente con esa afirmación no se llega a la verdadera raíz.

El secreto de este hombre era su fe: José de Anchieta era un hombre de Dios. Como San Pablo, podía decir: "Scio cui credidi", "Sé a quién me he confiado... y estoy seguro de que puede guardar mi depósito para aquel día" (2 Tim 1. 12).

Desde el momento en que, en la catedral de Coimbra, habló con Dios y con la Virgen María, Madre de Cristo y nuestra, desde aquel momento hasta el último suspiro, la vida de José de Anchieta fue de una claridad lineal: servir al Señor, estar a disposición de la Iglesia, prodigarse por aquellos que eran y debían ser hijos del Padre que está en los cielos.

Por cierto, no le faltaron dolores y penas, decepciones y fracasos; también él tuvo su parte en el pan de cada día de todo apóstol de Cristo, de lodo sacerdote del Señor. Pero en medio de su incansable actividad y continuo sufrimiento, jamás le faltó la tranquila, serena y viril certeza basada en el Señor Jesucristo, con quien se encontraba y a quien se unía en el misterio eucarístico; a quien se entregaba constantemente para dejarse plasmar por su Espíritu.

José de Anchieta había comprendido cuál era la voluntad de Dios en este aspecto, el día en que se arrodilló humildemente ante una imagen de Nuestra Señora: la Madre del Salvador comenzó a ocuparse de él y él a nutrir un tiernísimo amor por Ella. Enseñó a sus "brasís" a conocerla y a quererla bien. Le dedicó un poema que es un verdadero cántico del alma, escrito en circunstancias dificilísimas cuando, tomado como rehén, corría permanente peligro de vida. No teniendo papel ni tinta a su disposición, en la arena de la playa escribió con amor su poema, que aprendió de memoria: "De Beata Virgine Matre Dei Maria".

La unión con Dios profunda y ardiente; el apego vivo y afectuoso a Cristo crucificado y resucitado presente en la Eucaristía; el tierno amor a María: ahí está la fuente de donde mana la riqueza de la vida y actividad de Anchieta, auténtico misionero, verdadero sacerdote.

Quiera Dios, por la intercesión del Beato José de Anchieta, concederos la gracia de vivir como él enseñó, como nos invita con el ejemplo de su existencia.

 


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