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SANTA MISA DEL DOMINGO XVIII DURANTE EL AÑO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jardines de la Villa Barberini
Castelgandolfo, 3 de agosto de 1980

 

En el conjunto de las lecturas de la liturgia de hoy está contenida una profunda paradoja, la paradoja entre "la vanidad y el valor". Las primeras palabras del libro del Cohelet hablan de la vanidad de todas las cosas; en cierto sentido, de la vanidad de los esfuerzos, de las actividades del hombre en esta vida, de la vanidad de todas las criaturas en cierto modo; de la vanidad del hombre, él también una criatura destinada a pasar y a la muerte.

En este Salmo que cantamos en la liturgia de hoy, escuchamos, inmediatamente después, el elogio a lo creado. Por otra parte, ese elogio es un lejano eco primogénito contenido en todo el Génesis, del elogio a la creación: cuando Dios dijo que toda su obra fue un bien, o más aún, vio que fue un bien del hombre, creado a su imagen y semejanza, dijo que era muy bueno. Vio que era muy bueno. Por tanto nos encontramos ante un interrogante: ¿por qué la vanidad y por qué el valor? ¿Qué relación los une entre si? La respuesta, al menos la principal, se encuentra en el Evangelio que hemos leído hoy. No se trata de dar un juicio sobre lo creado. Se trata del camino de la sabiduría. No olvidemos que el Génesis es, ante todo, un libro (tengo presentes sus primeros capítulos). Es pues un libro sobre el mundo, en cierto sentido un libro-manual teológico sobre la cosmología y la creación. El libro del Cohelet, en cambio, es un libro sobre la sabiduría. Enseña cómo vivir. Y lo que dice Cristo en el Evangelio de hoy es una prolongación de esa sabiduría del Antiguo Testamento. Cristo habla a través de ejemplos y parábolas: habla del hombre que ha limitado el sentido de su vida a los bienes de este mundo. Los ha poseído en tan gran cantidad que ha tenido que construir nuevos graneros para poder contenerlos todos. El programa de la vida, pues, es acumular y usar. Y a esto debe limitarse la felicidad. A un hombre así. Cristo le contesta: "necio, esta misma noche pedirán tu alma".

Si has interpretado así el sentido del valor, entonces se volverá contra ti la ley de la vanidad. Y ésta es ya una respuesta. No se trata, pues, de juicio sobre el mundo, sino de sabiduría del hombre; de su manera de actuar. En mis conversaciones con un amigo inolvidable, Jurek, llamábamos a todo esto jerarquía de valores. Es necesario establecer, en la propia vida, una jerarquía de valores. Cristo, a través de todo lo que ha dicho y, sobre todo, a través de todo lo que El ha sido, a través de todo el misterio pascual, ha establecido la jerarquía de valores en la vida del hombre.

En la segunda lectura de hoy, San Pablo enlaza precisamente con esta jerarquía cuando dice que debemos buscar lo que está en lo alto. Por tanto, el hombre no puede encerrar el horizonte de su vida en la temporalidad; no puede reducir el sentido de su vida al usufructo de los bienes que le han sido concedidos por la naturaleza, por la creación, que lo rodean y que se encuentran también dentro de él. No puede encerrar así la primacía de su existencia, sino que tiene que ir más allá de sí mismo. Estando hecho a imagen y semejanza de Dios, debe verse a sí mismo en un lugar más alto y debe buscar para si mismo un sentido en aquello que está por encima de él.

El Evangelio contiene la verdad sobre el hombre porque contiene todo aquello que está por encima del hombre y que, al mismo tiempo, el hombre puede alcanzar en Cristo colaborando con la acción de Dios que actúa dentro del hombre. Este es el camino de la sabiduría. Y sobre este camino de la sabiduría se resuelve la paradoja entre la vanidad y el valor; la paradoja que a menudo vive el hombre.

Muchas veces el hombre es propenso a mirar su vida desde el punto de vista de la vanidad. Sin embargo Cristo quiere que la veamos desde el punto de vista del valor, pero teniendo siempre cuidado de utilizar la justa Jerarquía de valores, la justa escala de valores.

Y cuando la liturgia de hoy, junto con la palabra Aleluya, nos recuerda también la bienaventuranza "Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos", resume en ella ese programa de vida.

Cristo ha exhortado al hombre a la pobreza, a adquirir una actitud que no le haga encerrarse en la temporalidad, que no le haga ver en ella el fin último de la propia existencia y no le haga basar todo en el consumo, en el goce. Un hombre así es pobre en este sentido, porque está continuamente abierto. Abierto a Dios y abierto a estos valores que nos vienen de su acción, de su gracia, de su creación, de su redención y de su Cristo

Es éste el breve resumen de los pensamientos encerrados en la liturgia de hoy; pensamientos siempre importantes. Nunca pierden su significado; permanecen perpetuamente actuales.

[...]

En cierto sentido buscábamos siempre una contestación a la pregunta: ¿qué quiere decir ser un cristiano? ¿Qué quiere decir ser un cristiano en el mundo moderno?: ¿ser cristiano cada día, siendo, al mismo tiempo, un profesor de universidad, un ingeniero, un médico, un hombre contemporáneo y, antes aún, un o una estudiante?

¿Qué quiere decir ser cristiano? Y descubriendo este valor y, sobre todo, este contenido de la palabra "cristiano" y el valor congénito en ella, encontrábamos también la alegría. No sólo un consuelo inmediato, sino una afirmación continua. Y aquí encuentra su afirmación una respuesta a la pregunta sobre si vale la pena vivir. En ese caso, vale la pena vivir. Con tal comprensión de la jerarquía de valores, de la escala de valores, vale la pena vivir. Si la vida tiene este sentido, vale la pena vivirla. Y vale la pena esforzarse y padecer, porque la vida humana no está libre de ello y cada uno de nosotros, individualmente y en nuestra comunidad, ha vivido grandes sufrimientos.

En esta perspectiva vale la pena esforzarse y padecer, porque "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos".

Así se formaba la Iglesia en sus comienzos, así empezó a formarla Cristo mismo y así ella se formaba gracias al ministerio de los Apóstoles y de sus Sucesores, y así se forma aún hoy. Construid la Iglesia en esta dimensión de la vida de la que sois partícipes. Amén.

 


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