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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

MISA PARA EL MUNDO DEL TRABAJO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Hipódromo Talcahuano, Concepción (Chile)
Domingo 5 de abril de 1987

 

1. “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25).

Queridos hermanos y hermanas:

Me siento muy feliz de encontrarme en esta tierra, que lleva el nombre de María en su Concepción Santísima e Inmaculada, donde se me ha dispensado una calurosa acogida, a la que correspondo con igual afecto y gratitud. Mi saludo de paz se dirige a mi querido hermano, el señor arzobispo, a los demás hermanos en el Episcopado aquí presentes, a todos los sacerdotes colaboradores en el ministerio pastoral, a las religiosas, religiosos, fieles, y, en una palabra, a todos los habitantes de esta región del país, en particular a los que habéis venido a participar en esta Eucaristía.

Saludo en este día con especial afecto al mundo del trabajo, siempre tan cercano a mi corazón y a mi propia experiencia. Si fuera posible quisiera poder estrechar la mano de cada uno de vosotros, para manifestaros mi cariño y aprecio por vuestra vocación de trabajadores al servicio de la sociedad.

A través de vosotros quiero saludar igualmente a todos los trabajadores de Chile: a los que se dedican a las faenas del campo, de las minas, de la industria, de la pesca; a los que ejercen su labor en los pueblos, en la ciudad, en las oficinas, en el comercio; a los empresarios, a todos los trabajadores intelectuales y manuales que formáis la gran comunidad chilena del trabajo.

Celebramos hoy el quinto domingo de Cuaresma. El Señor ha querido que en mi camino pastoral, peregrinando por estas tierras chilenas, vivamos juntos este domingo ya cercano al misterio pascual en su presencia litúrgica. Las palabras de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida” resuenan como preanuncio definitivo de este misterio. Hoy deseo meditarlas junto a vosotros.

2. A todos ha querido el Señor decir que El es el principio de una nueva vida. “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25).

Jesús pronunció estas palabras en Betania, adonde acudió inmediatamente después de revelar a sus discípulos la noticia de la muerte de Lázaro. Marta, hermana del amigo difunto, salió al encuentro de Jesús y le dijo con dolor: “¡si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto! Pero sé que cualquier cosa que pidas a Dios. El te la concederá” (Ibíd., 11, 21-22).

Marta pide, de esta manera confiada, un milagro; pide a Jesús que resucite a su hermano Lázaro, que lo devuelva a la vida, entre sus seres más queridos aquí en esta tierra.

Jesús responde con palabras que se refieren a la vida eterna: “el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees tú esto?” ((Ibíd., 11, 26).

No se trata sólo de restituir un muerto a la vida sobre la tierra. Se trata de la vida “eterna”; de la vida en Dios. La fe en Jesús es el inicio de esta vida sobrenatural, que es participación en la vida de Dios; y Dios es Eternidad. Vivir en Dios equivale a decir vivir eternamente (cf. Jn 1-2; 3-4; 5-11 ss.).

3. Podría decirse que, cuando Jesús de Nazaret, algunos días antes de morir en la Cruz, acude ante el sepulcro de su amigo y lo resucita, está pensando en cada hombre, en nosotros mismos. Tiene ante sí ese gran enigma de la existencia humana sobre la tierra, que es la muerte. Jesús ante el misterio de la muerte, nos recuerda (cf. Ibíd., 10, 7) que El es un amigo y se nos muestra a sí mismo como puerta que da acceso a la vida.

Antes de responder a este problema crucial de la vida del hombre sobre la tierra, con su propia muerte y resurrección, Jesús realiza un signo. Resucita a Lázaro. Le ordena salir fuera del sepulcro, mostrando a los circunstantes el poder de Dios sobre la muerte: la resurrección de Betania es un definitivo preanuncio del misterio pascual, de la resurrección de Jesús, del paso, a través de la muerte, hacia la vida que ya no se acaba: “quien cree en mí, aunque muera vivirá”.

4. Ante el sepulcro del amigo Lázaro, Cristo está casi como tocando la raíz misma de la muerte del hombre, al ser ésta, desde el principio, una realidad anudada con el pecado.

La liturgia de este domingo, calando de lleno en esta condición de la humana existencia, nos invita a clamar con las palabras del Salmo, “desde lo profundo del corazón”:

“Si consideras las culpas, Señor, / Señor, ¿quién podrá subsistir?”.

La respuesta a esta pregunta nos la da también el Salmista:

“En el Señor está la misericordia / y en El es grande la redención. / El redimirá a Israel / de todas sus culpas” (Sal 130 [129], 7-8).

Cristo, que se presenta en Betania ante el sepulcro de Lázaro, sabe que su “hora” está cerca.

Precisamente esta es “ la hora ” –la hora de la Pascua que se aproxima– cuando a solas y sin más apoyo que la confianza en la potencia del mismo Dios, se verá obligado a dar respuesta personal a la pregunta del Salmista. Pero no ya con las palabras, sino con el sacrificio redentor de la propia muerte en la cruz: la muerte que da la vida.

El es ciertamente aquel de quien habla el Salmista.

“El redimirá a Israel”. El demostrará, en efecto, que en Dios “ es grande la redención ”. El hará que el peso de los pecados del hombre sea superado mediante la potencia salvfica de la gracia. La muerte, con la potencia de la vida.

“¿Crees tú esto?”, pregunta Jesús a Marta. Y con esta pregunta está interrogando a los discípulos de todos los tiempos; lo pregunta a cada uno de nosotros en este domingo de Cuaresma, cuando ya estamos tan cercanos al día de la Pascua.

5. La fe en la victoria de la gracia sobre el pecado, en la victoria de la vida sobre la muerte del cuerpo y del alma, es explicada por San Pablo en su carta a los Romanos que hemos escuchado en esta liturgia. Jesús, en efecto, dijo en Betania: “Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí no morirá eternamente”.

Y el Apóstol lo explica así: “Si Cristo está en vosotros, vuestro cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el espíritu es vida a causa de la justificación” (Rm 8, 10).

Cristo habita en nosotros mediante la fe y la gracia. ¡Habita! Entonces está también presente en nosotros su Espíritu, el Espíritu Santo. Por eso añade el Apóstol: “Y si el Espíritu de Aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que ha resucitado a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por medio del Espíritu, que habita en vosotros” (Ibíd., 8, 11).

No se trata aquí sólo de resucitar, de dar la vida en esta tierra. Se trata, por encima de todo, de la resurrección a la vida eterna en Dios. Se trata de la participación real en la resurrección de Cristo, mediante el don del Espíritu Santo.

6. Cuando Cristo pregunta: “¿Crees tú esto?”, la Iglesia, su esposa, su cuerpo místico, responde de generación en generación con las palabras del Símbolo Apostólico: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”.

Creemos por tanto que esa vida eterna, esa vida divina –de la que es signo la resurrección de Lázaro–, está ya operante en nosotros, gracias a la resurrección de Cristo. Esa perspectiva, soteriológica y escatológica, difícil de aceptar por los “sabios” de este mundo, pero que es acogida con alegría por los “pobres y sencillos” (cf Mt 11, 25), es la que hace posible descubrir el valor sobrenatural que se puede encerrar en toda situación humana.

Enseña, en efecto, el Concilio Vaticano II: “ Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin” (Gaudium et spes, 38) y haciéndome eco de esta enseñanza, he afirmado en la Encíclica Laborem Exercens: “En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva” (Laborem Exercens, 27).

Ese resplandor, sigue emanando aún de la resurrección de Cristo, y esparciendo su luz sobre todos nuestros trabajos para hacernos descubrir lo maravilloso de una vida ordinaria, como fue la vida de trabajo de Jesús de Nazaret. El Señor quiso asumir todo lo humano, y lo santificó, para que nosotros pudiéramos recorrer de un modo nuevo, divino, todos los caminos de este mundo; para que pudiéramos santificar todas las ocupaciones honestas de los hombres. He ahí una realidad cargada de consecuencias, también para la vida de la entera familia humana.

En efecto, “la experiencia de Jesús de Nazaret –verdadero "Evangelio del trabajo" – nos ofrece el ejemplo vivo y el principio de la radical transformación cultural indispensable para resolver los graves problemas que nuestra época debe afrontar” (Congr. Pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, 82) .

7. La formación de una “cultura del trabajo” constituye un gran reto para la vida de cada cristiano, y para toda la obra de evangelización. Esa cultura debe caracterizarse por una gran responsabilidad y amor en la ejecución del trabajo, así como por el pleno reconocimiento de su dignidad. El trabajo humano se presenta, en efecto, “con toda su nobleza y fecundidad a la luz de los misterios de la Creación y de la Redención ” (Ibíd.; cf. Laborem Exercens, 25).

De conformidad con su dignidad humana y cristiana, todo trabajo honrado, intelectual o manual, debe ser realizado en honor de Dios, y con la mayor perfección posible. Hecho así, por humilde e insignificante que parezca, contribuirá al bien del hombre, a ordenar cristianamente las realidades temporales y a manifestar su dimensión divina.

Queridos hermanos, recuerdo con agradecimiento al Señor aquellos años de trabajo, a menudo monótono y duro, entre tantos compañeros con los que pasaba el día, codo a codo. Compartíamos a veces el silencio, la fatiga y el sudor; hablábamos de nuestras alegrías y nuestras penas, en confidencia de amigos que sabían comprender, ayudar, disculpar, perdonar. A través de mi propia experiencia de trabajo, he podido decir que el Evangelio se me presentó bajo una nueva luz (cf. Homilía en Nowa Huta, 9 de junio de 1979) . 

Un Evangelio, que es Buena Nueva, que llena de fe y de esperanza: “Yo espero en Yahvé, mi alma espera, pendiente estoy de su palabra” (Sal 130 [129], 5).

Sin embargo, tantas veces no entendemos lo que el Señor nos está diciendo y. quizá, perdemos la esperanza, porque no estamos pendientes de su palabra.

Queridos hombres y mujeres de estas tierras entre el Océano Pacífico y la Cordillera de los Andes: el Sucesor de San Pedro ha venido a estar con vosotros para confirmar vuestra fe y fortalecer vuestra esperanza.

Los cristianos aman el mundo y tantas cosas buenas que hay en el mundo, porque ha salido de las manos de Dios; pero no ponen su esperanza final en este mundo. Nuestra esperanza es Cristo Jesús, el Verbo de Dios que se hizo hombre y que, después de morir, resucitó. ¡Nuestra esperanza no es vana y no quedará defraudada!

8. La vida de Jesús en Nazaret nos ofrece la base para una visión del mundo laboral, que debe dar al trabajo aquel significado que tiene a los ojos de Dios (cf. Laborem Exercens, 24).

El desafío que plantea hoy el trabajo humano no es sólo su organización externa, para que sea ejercido en condiciones verdaderamente humanas, sino sobre todo su transformación interior, para que sea realizado como una tarea diaria, con plenitud de sentido, esto es, de acuerdo con su significado último dentro del plan divino de salvación del hombre y del universo.

Es precisamente en esa tarea vuestra, hecha agradable a los ojos de Dios, donde debéis ejercer las virtudes humanas y cristianas: vuestra fe quedará confirmada siempre que veáis la mano de nuestro Padre Dios aun en los acontecimientos de menor importancia; corroboraréis la esperanza, considerando el trabajo redentor de Cristo; daréis expansión a la caridad en la medida de vuestra correspondencia al pleno amor que el Señor en todo momento os demuestra. Las relaciones humanas y profesionales, que implican vuestra labor, han de alimentar continuamente vuestra conversación con Dios en la oración, como hijos con el Padre; los problemas y fracasos a que está expuesto quien ejerce una actividad humana, os harán más humildes y comprensivos con los demás. Los éxitos y las alegrías os invitarán a dar gracias, y a pensar que no vivís para vosotros mismos, sino para el servicio de Dios y de los demás.

9. Todo esto, amadísimos hermanos, parece muy difícil de lograr. Pero no se debe juzgar como una utopía la solidaridad entre todos los trabajadores, en todo el orden económico, sino que hay que empeñarse con renovada esperanza en esa urgente tarea cristiana que os espera: construir “la civilización del trabajo, que es civilización de la justicia, pero ante todo civilización del amor”.

Permitidme que insista en este pensamiento. Quizá algunos, al oír hablar de la “civilización del amor”, pensarán que el Papa no conoce ni se identifica con los problemas que son la verdadera preocupación e inquietud de tantos trabajadores, muchos de ellos padres y madres de familia, de este queridísimo Chile.

¡No es así! Conozco muy bien las preocupaciones que desazonan vuestros ánimos, muchas de ellas relacionadas con problemas de justicia social, que exigen de todos una intervención decidida para procurar resolverlos. Pienso en la prolongada situación de desempleo y cesantía de tantos trabajadores –aquí y en tantos otros lugares del mundo–, lo cual, cuando alcanza ciertos niveles, “constituye un problema ético, espiritual, porque es síntoma de la presencia de un desorden moral existente en la sociedad, cuando se infringe la jerarquía de los valores” (Encuentro con los trabajadores y empresarios en Barcelona, 7 de noviembre de 1982, n. 5).

Tampoco me pasa desapercibido el problema de las remuneraciones del trabajo que ha de tener en cuenta las responsabilidades familiares de cada trabajador; ni tampoco la cuestión del tratamiento específico del trabajo de las mujeres, de modo que les permita hacer la labor del hogar y cumplir sus deberes de madres y esposas (cf. Laborem Exercens, 19). “El acceso de todos los bienes necesarios para una vida humana, personal, familiar, digna de este nombre, es una exigencia de la justicia social” (Congr. Pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, 87).

Conozco también vuestras legítimas reivindicaciones sindicales, en lo que respecta a la defensa de vuestros derechos. Si bien no hay que olvidar que a los derechos corresponden también unos deberes que cumplir.

Sí, amigos míos, tengo muy presentes todos estos anhelos; podéis estar seguros de que el Papa hace suyas las aspiraciones legítimas de justicia que lleváis en el corazón, porque sabe que se halla en juego vuestra dignidad como hombres y como cristianos. Más aún, a la luz del resplandor de la resurrección de Jesucristo, quiero deciros que sólo el amor, a ejemplo de Cristo, es capaz de dar una solución auténtica y duradera a vuestros problemas.

En la Encíclica Dives in Misericordia escribí: “La experiencia del pasado y de nuestro tiempo, demuestran que la justicia por sí sola no basta y que, incluso, puede conducir a la negación y al rebajamiento de sí misma, si no permite a aquella fuerza más profunda que es el amor, modelar, la vida humana en sus variadas dimensiones” (Dives in Misericordia, 12). Y eso es así porque “el amor cristiano anima la justicia, la inspira, la descubre, la perfecciona, la hace posible, la respeta, la eleva, la supera; pero no la excluye, no la absorbe, no la sustituye, sino que la presupone y la exige, porque no existe verdadero amor, verdadera caridad, sin justicia. ¿No es, precisamente, la justicia la medida mínima de la caridad?” (Discurso a los trabajadores de la fábrica Solvay de Livorno, 19 de marzo de 1982, n. 10). Una verdadera cultura del trabajo, debe ser cultura de la justicia, para llegar a ser también una civilización del amor. Esta es la visión integral de la doctrina social de la Iglesia que en tiempos tan difíciles para muchos pueblos, no cesa de proponer y de repetir para ser fiel al mensaje de Cristo trabajador.

Por todo esto, conociendo vuestros problemas y. a la vez, la calidad humana y espiritual del pueblo chileno, pueblo que tiene su caridad, su tradición y su dignidad, he querido recordaros la necesidad de vivir, en medio de los acontecimientos de cada jornada, una vida inspirada en los valores espirituales y sobrenaturales, de la que es signo la resurrección de Lázaro.

La resurrección es signo de este contenido profundísimo que se encuentra en el trabajo humano, se obtiene la resurrección a través del trabajo. No es trabajo que lleva a la muerte, es trabajo que lleva a la resurrección. Una coincidencia extraordinaria la que nos ofrece la liturgia de este V domingo de Cuaresma: la resurrección de Lázaro. Es una coincidencia providencial; en el contexto de este acontecimiento, Jesús habla al mundo del trabajo, a los trabajadores chilenos. No existen divergencias, al contrario, convergencias, porque el trabajo humano se ve profundamente en sus íntimas implicaciones humanas y cristianas a través de la resurrección de Cristo; es a través de la participación en la cruz de Cristo como se llega a la resurrección.

Es éste el misterio del trabajo humano que el Papa viene a anunciar a todos vosotros, trabajadores, hermanos y hermanas de este larguísimo país.

El Señor quiere sacarnos de nuestro sepulcro, de una vida sin más horizonte que la materia, sin relieve, que sólo se preocupa de los problemas de esta tierra y. muchas veces, sujeta a la cadena del odio, del enfrentamiento o del egoísmo de todo tipo. “Los que viven según la carne, –nos advierte San Pablo– no pueden agradar a Dios” (Rm 8, 8), y añade a continuación: “vosotros, sin embargo, no estáis en la carne, sino en el espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Ibíd., 8, 9).

El Señor quiere que la vida terrena se impregne de esa vida eterna y divina, según el Espíritu, que es la vida de la caridad, que es la vida de la resurrección. Quienes viven según la carne no pueden agradar a Dios. Vosotros vivís según el Espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros. Cada día se hace más necesario que los cristianos proclamemos bien alto –sobre todo con el ejemplo de nuestra vida– que la máxima dignidad del trabajo está en el amor con que se realiza. Y en esta perspectiva social, verdadera, pero siempre en la perspectiva de la civilización del amor. Es ésta la civilización anunciada por Cristo crucificado y resucitado.

10. Pasados los cincuenta días del tiempo pascual, en la próxima fiesta de Pentecostés, comenzará para toda la Iglesia el anunciado Año Mariano, de preparación para el comienzo del Tercer Milenio desde la encarnación del Verbo en las entrañas de la Virgen Santísima.

María, “Memoria de la Iglesia” (Homilía en al Misa de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, 1 de enero de 1987), nos llevará de la mano para aprender lo que Ella nos enseña con la propia vida. Más de una vez he recordado cómo, desde hace tantos siglos, los cristianos se han unido a María durante su trabajo, mediante el rezo del Ángelus o la expresión de gozo pascual del Regina caeli. La generosidad en ofrecer espacios del tiempo diario a la piedad mariana hará que el Señor, por intercesión de su Madre, os conceda todo lo que necesitáis en vuestras tareas espirituales y temporales. Así se lo pido de corazón a Dios nuestro Padre, en cuyo nombre bendigo a todos los aquí presentes y a vuestros hogares. Recordad durante vuestro trabajo este misterio primario de nuestra fe, la Encarnación: “Y el Verbo se hizo carne”. Recordar este misterio que conduce a la muerte y a la resurrección, para trabajar mejor, para no olvidar jamás esta dimensión humana con todas sus implicaciones, que tiene también una dimensión divina. Es el Creador quien nos ha dado ejemplo cuando creó el mundo; somos sus colaboradores, queridos hermanos y hermanas, ¡somos sus colaboradores! Es Dios creador, es Jesucristo trabajador, es Jesucristo crucificado y Cristo resucitado. Amén.



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