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VIAJE APOSTÓLICO A GUATEMALA,
NICARAGUA, EL SALVADOR Y VENEZUELA

SANTA MISA POR LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Aeropuerto La Carlota de Caracas
Domingo 11 de febrero de 1996

 

«Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo» (Jn 17, 18).

Amados hermanos en el episcopado,
queridos hijos e hijas de Venezuela:

1. Celebramos esta Santa Misa en el marco del trienio de preparación al V Centenario de la llegada de la fe cristiana a Venezuela, lo cual nos invita a renovar el compromiso por la Nueva Evangelización que, siendo nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión, conserva la fuerza de su contenido originario: Dios ama al hombre y se ha manifestado en Cristo, Verbo Encarnado y Salvador. Cada persona, acogiendo a Cristo como Redentor, recibe la filiación y
la vida divinas. La Iglesia obedece al mandato de Jesucristo y al anunciarlo continúa en el mundo su misma misión, llevando a cabo de ese modo una tarea en la que está comprometida toda la comunidad cristiana.

Me complace dirigir un reverente saludo al Señor Presidente de la República y a las Autoridades que lo acompañan. Agradezco a Monseñor Ignacio Velasco García las palabras que me ha dirigido, a las que correspondo, reconocido, con afecto. Saludo, asimismo, a todos mis hermanos en el Episcopado que participan en la Santa Misa, así como a los sacerdotes, religiosos y religiosas. Os saludo a vosotros, queridos fieles, que habéis venido tan numerosos. Sé que muchos han pasado la noche en vigilia, en este lugar, preparándose así para esta celebración. A todos los abrazo de corazón.

Esta misión, que la Iglesia ha de realizar, conservará toda su vigencia hasta el final de los tiempos. «Es el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual» (Redemptoris missio, 2). Se trata de un anuncio que tiene por objeto a Cristo, crucificado, muerto y resucitado, que libera del mal y del pecado (Ib., 44), transformando así desde dentro la misma humanidad (Evangelii nuntiandi, 18). El anuncio de Cristo, en todo tiempo y lugar, es el primer paso necesario para construir el Reino de Dios en medio de cada pueblo y de cada cultura.

2. El texto de Ezequiel que hemos escuchado nos muestra la transformación interior que realiza la evangelización. Transmitiendo las palabras inspiradas por Dios, escribe el Profeta: «Os reuniré de entre los pueblos, os recogeré de los países en los que estabais dispersos y os daré la tierra de Israel» (Ez 11, 17). Y añade: «Les daré un corazón íntegro e infundiré en ellos un espíritu nuevo» (Ib., 11, 19). ¿Qué quiere decir un corazón íntegro? Significa la superación de la idolatría y la adhesión al único Dios verdadero. Éste es un tema fundamental en el Antiguo Testamento. Y continúa Ezequiel: «Les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que sigan mis leyes y pongan por obra mis mandatos; serán mi pueblo y yo seré su Dios» (Ib., 11, 19-20).

Aunque el texto de Ezequiel haya sido escrito en un determinado contexto histórico, refiriéndose al retorno del exilio de Babilonia y anunciando la liberación de la esclavitud y el reencuentro de Israel como pueblo de Dios, sin embargo para nosotros tiene un significado muy directo con el tema de la evangelización. En efecto, la misión evangelizadora lleva al hombre a superar las idolatrías concretas y a formar parte plenamente del pueblo elegido de Dios.

La renuncia a los ídolos significa aceptar a Dios como centro de la propia vida, cambiando el corazón y haciéndolo más humano. Ídolos de hoy son, entre otros, el materialismo y el egoísmo con sus secuelas de sensualismo y hedonismo, la violencia y la corrupción. La Iglesia transmite a todos la fuerza del Evangelio, que es capaz de transformar las relaciones humanas, de modo que «los hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a servirse mutuamente» (Redemptoris missio, 15).

Para la tan deseada renovación de la sociedad venezolana y la superación de las crisis y dificultades, es necesario que las personas, los hogares y los diversos sectores de la Nación participen de la fuerza del Evangelio. De ese modo se favorecerá el ambiente propicio para la vivencia de los valores humanos y evangélicos como son la fraternidad, la solidaridad, la justicia y la verdad, tanto en cada uno de los miembros de la sociedad como en la sociedad misma.

3. En la segunda lectura, tomada del Apocalipsis de san Juan, el Apóstol tiene la visión de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1). Él ve la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que desciende del cielo y que está «arreglada como una novia que se adorna para su esposo» (Ib., 21, 2). De ese modo, el autor sagrado relaciona tres temas: la renovación, la esposa y la Ciudad Santa. Entonces Juan oye una voz que proviene del trono de Dios: «Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado» (Ib., 21, 3-4). Aquel que está sentado en el trono lo confirma con su palabra: «Ahora hago el universo nuevo. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Los sedientos beberán de balde de la fuente de agua viva... Yo seré su Dios y él será mi hijo» (Ib., 21, 5-7).

Se puede decir que el Apocalipsis abre la dimensión escatológica de la evangelización de las naciones. Por medio de la evangelización los hombres y los pueblos entran en la Ciudad Santa, en la nueva Jerusalén, que desde Dios ha bajado a la tierra junto con Cristo y que, continuamente, se hace presente mediante la acción del Espíritu Santo. Gracias a esta acción surge la Iglesia, y en ella, como en su casa, Dios vive con los hombres, se entretiene con ellos como el Padre con su Hijo. Los hombres participan de la filiación de Cristo, el Hijo unigénito de Dios, y permanecen en esta casa que Él mismo ha construido con su sacrificio pascual.

4. En la llamada « oración sacerdotal », que forma parte del discurso de despedida en el Cenáculo, y que hemos escuchado en el Evangelio de hoy, Jesús dice al Padre: «Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad ... Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad» (Jn 17, 18-19). Este texto tiene un carácter misionero, y el momento en que Jesús lo pronuncia, la víspera de su pasión, le confiere una elocuencia particular. En esa ocasión el Señor Jesús ora al Padre para que conserve a los discípulos en el momento de la prueba que tienen delante. Esta prueba es la pasión, a la cual seguirá aquella otra que es su marcha de esta tierra en la Ascensión. En cierto modo, los Apóstoles serán dejados a sus propias fuerzas, aunque cuenten con el gran patrimonio recibido de Jesús: «Yo les he dado tu palabra» (Ib., 17, 14). Con esta palabra Cristo les descubre que el Reino de Dios no es de este mundo.

Acogiendo esta palabra y anunciándola a los otros, también los Apóstoles manifiestan que no son de este mundo, como su Maestro no es de es-te mundo. Su tarea es difícil. El mundo los odiará porque no son del mundo. Los odiará por el mismo motivo que ha odiado a Cristo. Para que pudieran cumplir la misión que les había sido confiada, tenían necesidad de una fuerza que viniera de Dios: ésta es la «consagración en la verdad» (cf. Jn 17, 17). Como los Apóstoles, los misioneros de todos los tiempos y en todos los lugares de la tierra tienen también necesidad de esa «consagración en la verdad»,  fuerza santificadora del Espíritu, para llevar a cabo la evangelización de las naciones.

5. Como señalé en la apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, «condición indispensable para la Nueva Evangelización es poder contar con evangelizadores numerosos y cualificados» (Discurso inaugural de la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, 12 de octubre de 1992). Éstos, bajo la guía del Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista de la misión, y en comunión con toda la Iglesia, contribuyen al crecimiento del Reino de Dios, hacen brillar la luz del Evangelio y proclaman a tiempo y a destiempo (cf 2 Tm 4, 2) la Palabra de la Vida.

En estos últimos cinco siglos, Venezuela ha recibido la presencia de muchos misioneros que, con su palabra y su testimonio, han hecho de la Nación una tierra de profundas raíces cristianas. Fruto de esa acción son los numerosos cristianos que en esos casi 500 años han vivido su fe y su confianza en Dios con un amor entrañable a la Iglesia. El año pasado tuve la dicha, compartida con todos vosotros, de beatificar a la Madre María de San José. Ella es un claro ejemplo de «los innumerables testimonios de santidad de hombres y mujeres, clérigos y laicos, a lo largo de los cinco siglos de Evangelización de esa noble tierra». Su vida «interpela a todos los miembros de la sociedad venezolana. A los jóvenes se presenta como modelo de generosidad, a los adultos como ejemplo de confianza en Dios y de ayuda a los necesitados. La nueva Beata es, para la mujer venezolana, un llamado a desarrollar con verdadera entrega su misión específica en la Iglesia y en la sociedad civil» (Discurso  a los fieles que participaron en la beatificación de la madre María de San José, 8 de mayo de 1995).

Con la mirada puesta en el futuro, la Iglesia en Venezuela ha de esforzarse en preparar auténticos apóstoles en todos los campos, lo cual exige tanto una intensa pastoral vocacional como una verdadera promoción del laicado, de forma que éste, asumiendo el propio compromiso bautismal, sea verdadero fermento de la sociedad. Pero, por encima de todo, se ha de presentar el ideal de la santidad, que lleve a dar un decidido y auténtico testimonio de vida en Cristo, pues « el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina; en la vida y los hechos que en las teorías » (Redemptoris missio, 42).

6. Queridos venezolanos: los evangelizadores, con el testimonio de su vida, con su amor abierto a todos y de modo preferencial a los pobres, con su acción misionera, con su peregrinación hacia la Nueva Jerusalén, van contribuyendo a que en la sociedad terrena se haga más presente el Reino de Dios. Ésa es la vocación a la que hemos sido llamados. La Iglesia en Venezuela, heredera de cinco siglos de evangelización, tiene que vivir el gozoso mensaje de Jesucristo y transmitirlo, dentro y fuera de sus confines, al hombre actual y a las futuras generaciones.

Que María, Madre de la Iglesia, a la que ayer veneramos con amor en su Santuario de Coromoto, nos ayude con su maternal intercesión para llevar adelante el plan de Dios a través de la Nueva Evangelización. Amén.

¡Muchas gracias!

 



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