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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA DE BEATIFICACIÓN DE 12 SIERVOS DE DIOS


Domingo 10 de mayo de 1998

 

1. «Yo, Juan, vi (...) la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios» (Ap 21, 1-2).

La espléndida visión de la Jerusalén celestial, que la liturgia de la Palabra nos vuelve a proponer hoy, concluye el libro del Apocalipsis y toda la serie de los libros sagrados que componen la Biblia. Con esta grandiosa descripción de la ciudad de Dios, el autor del Apocalipsis indica la derrota definitiva del mal y la realización de la comunión perfecta entre Dios y los hombres. La historia de la salvación, desde el comienzo, tiende precisamente hacia esa meta final.

Ante la comunidad de los creyentes, llamados a anunciar el Evangelio y a testimoniar su fidelidad a Cristo aun en medio de pruebas de diversos tipos, brilla la meta suprema: la Jerusalén celestial. Todos nos encaminamos hacia esa meta, en la que ya nos han precedido los santos y los mártires a lo largo de los siglos. En nuestra peregrinación terrena, estos hermanos y hermanas nuestros, que han pasado victoriosos por la «gran tribulación», nos brindan su ejemplo, su estímulo y su aliento. La Iglesia, «que prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (san Agustín, De civitate Dei, XVIII, 51, 2), se siente sostenida y animada por el ejemplo y la comunión de la Iglesia celestial.

2. En el glorioso ejército de los santos y los beatos, que gozan de la visión de Dios, contemplamos de modo particular a nuestros ilustres hermanos y hermanas en la fe que hoy tengo la alegría de elevar al honor de los altares. Son: Rita Dolores Pujalte Sánchez y Francisca del Sagrado Corazón de Jesús Aldea Araujo; María Gabriela Hinojosa y seis compañeras; María Sagrario de San Luis Gonzaga Elvira Moragas Cantarero; Nimatullah Al-Hardini Youssef Kassab; y María Maravillas de Jesús Pidal y Chico de Guzmán.

Con experiencias muy diversas y en ambientes muy diferentes, vivieron de modo heroico una perfecta adhesión a Cristo y una ardiente caridad con el próximo.

3. Al beatificar al padre Nimatullah Kassab Al-Hardini, monje libanés maronita, quisiera ante todo dar gracias por mi viaje al país de los cedros, hace exactamente un año. Hoy es una nueva fiesta para los libaneses de todo el mundo, puesto que se propone como modelo de santidad a uno de sus hermanos. A lo largo de su vida monástica, el nuevo beato encarnó de buen grado las palabras de los discípulos de Cristo que hemos escuchado en la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles: «Hay que pasar muchas pruebas para entrar en el reino de Dios» (Hch 14, 22).

Esta misma lectura nos muestra también los diferentes aspectos de la misi ón: la oración, el ayuno y el anuncio del Evangelio. Por su ascesis rigurosa, sus largas oraciones ante el santísimo Sacramento, su esmero en la investigación teológica y su atención misericordiosa a sus hermanos, el beato Al-Hardini es un ejemplo de vida cristiana y de vida monástica para la comunidad maronita y para todos los discípulos de Cristo en nuestro tiempo. Como recordé en la exhortación apostólica postsinodal Una esperanza para el Líbano, refiriéndome a san Basilio: «una vida moral y una vida ascética acordes con el compromiso asumido invitan a la reconciliación entre las personas» (n. 53). El nuevo beato es un signo de esperanza para todos los libaneses, en particular para las familias y los jóvenes. Al ser hombre de oración, invita a sus hermanos a tener confianza en Dios y a comprometerse con todas sus fuerzas en el seguimiento de Cristo, para construir un futuro mejor. Ojalá que Líbano siga siendo una tierra de testigos y santos, y se convierta cada vez más en una tierra de paz y fraternidad.

4. Hemos escuchado en el evangelio proclamado en esta celebración: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado » (Jn 13, 34). La madre Rita Dolores Pujalte y la madre Francisca Aldea, que hoy suben a la gloria de los altares, siguieron fielmente a Jesús, amando como él hasta el final y sufriendo la muerte por la fe, en julio de 1936. Pertenecían a la comunidad del Colegio de Santa Susana, de Madrid, de las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón, que habían decidido permanecer en su puesto a pesar de la persecución religiosa desatada en aquel tiempo, para no abandonar a las huérfanas que allí atendían. Este acto heroico de amor y de entrega desinteresada por los hermanos costó la vida a la madre Rita y a la madre Francisca que, aun siendo enfermas y ancianas, fueron apresadas y abatidas a tiros.

El supremo mandamiento del Señor había arraigado profundamente en ellas durante los años de su consagración religiosa, vividos en fidelidad al carisma de la congregación. Creciendo en el amor por los necesitados, que no se arredra ante los peligros ni rehúye el derramamiento de la propia sangre si fuera preciso, alcanzaron el martirio. Su ejemplo es una llamada a todos los cristianos a amar como Cristo ama, aun en medio de las más grandes dificultades.

5. «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». ¡Qué bien se pueden aplicar estas palabras del evangelio de hoy a la hermana Gabriela Hinojosa y sus seis compañeras, mártires salesas en Madrid, también en 1936! La obediencia y la vida fraterna en comunidad son elementos fundamentales de la vida consagrada. Así lo entendieron ellas, que por obediencia permanecieron en Madrid a pesar de la persecución, para seguir, aunque fuera desde un lugar cercano, la suerte del monasterio.

Así, sostenidas por el silencio, la oración y el sacrificio, se fueron preparando para el holocausto, generosamente ofrecido a Dios. Al honrarlas como mártires de Cristo, nos iluminan con su ejemplo, interceden por nosotros y nos esperan en la gloria. Que su vida y su muerte sirvan de ejemplo a las salesas, cuyos monasterios se extienden por todo el mundo, y les atraigan numerosas vocaciones que sigan el dulce y suave espíritu de san Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chantal.

6. El libro del Apocalipsis nos ha presentado la visión de Jerusalén, «arreglada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21, 2). Aunque estas palabras se refieren a la Iglesia, las podemos aplicar también a las dos carmelitas descalzas que han sido proclamadas beatas en esta celebración, habiendo alcanzado el mismo ideal por caminos diversos: la madre Sagrario de San Luis Gonzaga y la madre Maravillas de Jesús. Ambas, con el adorno de las virtudes cristianas, de sus cualidades humanas y de su entrega al Señor en el Carmelo teresiano, aparecen hoy, a los ojos del pueblo cristiano, como esposas de Cristo.

La madre María Sagrario, farmacéutica en su juventud y modelo cristiano para los que ejercen esta noble profesión, abandonó todo para vivir únicamente para Dios en Cristo Jesús (cf. Rm 6, 11) en el monasterio de las carmelitas descalzas de Santa Ana y San José de Madrid. Allí maduró su entrega al Señor y aprendió de él a servir y sacrificarse por los hermanos. Por eso, en los turbulentos acontecimientos de julio de 1936, tuvo la valentía de no delatar a sacerdotes y amigos de la comunidad, afrontando con entereza la muerte por su condición de carmelita y por salvar a otras personas.

7. La madre Maravillas de Jesús, también ella carmelita descalza, es otro ejemplo luminoso de santidad que la Iglesia propone hoy a la veneración de los fieles proclamándola beata. Esta insigne madrileña buscó a Dios durante toda su vida y se consagró enteramente a él en la vida recoleta del Carmelo. Fundó un monasterio en el Cerro de los Ángeles, centro geográfico de España, junto al monumento al Sagrado Corazón, al cual se había consagrado la nación. Debiendo salir del convento a causa de la guerra civil, puso todo su empeño en asegurar la pervivencia de la orden, lo que la llevó a realizar numerosas fundaciones, que ella quiso estuvieran presididas por el espíritu de penitencia, de oblación y recogimiento, característico de la reforma teresiana.

Persona muy conocida en su época, supo aprovechar esa circunstancia para llevar muchas almas a Dios. Las ayudas que recibía, las empleó todas en socorrer monasterios, sacerdotes, seminarios y obras religiosas en necesidad. Por ello, son tantos los que le están agradecidos. Fue priora durante casi toda su vida religiosa, siendo como una verdadera madre para sus hermanas. Vivió animada por una fe heroica, plasmada en la respuesta a una vocación austera, poniendo a Dios como centro de su existencia. Tras haber sufrido no pocas pruebas, murió repitiendo: «¡Qué felicidad morir carmelita!». Su vida y su muerte son un elocuente mensaje de esperanza para el mundo, tan necesitado de valores y, en ocasiones, tan tentado por el hedonismo, el hacer fácil y el vivir sin Dios.

8. «Que todas tus criaturas te den gracias, Señor; que te bendigan tus fieles » (Sal 144, 10). Junto con María, Reina de los santos, y con toda la Iglesia, demos gracias a Dios por las maravillas que realizó en estos hermanos y hermanas nuestros, que resplandecen como faros de esperanza para todos. Constituyen para toda la humanidad, ya en el umbral del tercer milenio cristiano, una fuerte llamada a los valores perennes del espíritu.

Haciendo nuestras las palabras de la liturgia, alabamos al Señor por el precioso don de estos beatos, que enriquecen con renovado esplendor el rostro de la Iglesia. «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas» (Antífona de entrada). Sí, cantemos a Dios, que ha revelado a todos los pueblos su salvación. Y cada uno de nosotros responde en su corazón: «Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío». «Tu reino es un reino perpetuo, tu gobierno va de edad en edad» (cf. Salmo responsorial).

Amén.



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