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VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y SAN LUIS (ESTADOS UNIDOS)

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

24 de enero de 1999
Autódromo Hermanos Rodríguez

 

Queridos hermanos y hermanas,

1. "Estén perfectamente unidos en un mismo sentir y en un mismo pensar" (1 Co 1, 10)

En esta mañana las palabras del apóstol San Pablo nos animan a vivir intensamente este encuentro de fe, como es la celebración eucarística, en "el santo domingo, honrado por la Resurrección del Señor, primicia de todos los demás días" (Dies Domini, 19). Me siento lleno de inmensa alegría al estar aquí presidiendo la Santa Misa.

En el plan de Dios el domingo es el día en que la comunidad cristiana se congrega en torno a la mesa de la Palabra de Dios y la mesa de la Eucaristía. En este importante encuentro estamos llamados por el Señor a renovar y profundizar el don de la fe. ¡Sí, hermanos, el domingo es el día de la fe y de la esperanza; el día de la alegría y de la respuesta gozosa a Cristo Salvador, el día de la santidad! En esta asamblea fraterna vivimos y celebramos la presencia del Maestro, que ha prometido: "Yo estaré con Ustedes hasta la consumación del mundo" (Mt 28,20).

2. Quiero agradecer ahora las amables palabras que me ha dirigido el Señor Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, presentando la realidad de esta querida comunidad eclesial. Saludo también con afecto al Cardenal Ernesto Corripio Ahumada, Arzobispo Emérito de México, así como a los demás Cardenales y Obispos mexicanos y a los que han venido de otras partes del Continente americano y de Roma. El Papa les anima en el ejercicio de su ministerio y les exhorta a no ahorrar energías en predicar con valor el Evangelio de Cristo.

Saludo también con gran estima a los sacerdotes y a los consagrados y consagradas, alentándolos a santificarse con su irrenunciable entrega a Dios mediante su servicio a la Iglesia y a la nueva evangelización, siguiendo siempre las directrices de sus Pastores. Esto será una gran fuerza para anunciar mejor a Cristo a los demás, especialmente a los más alejados. Tengo asimismo muy presentes a tantas religiosas de clausura, que oran por la Iglesia, por el Papa, por los Obispos y sacerdotes, por los misioneros y por todos los fieles.

Saludo igualmente de manera muy afectuosa a los numerosos indígenas de diversas regiones de México, presentes en esta celebración. El Papa se siente muy cercano a todos Ustedes, admirando los valores de sus culturas, y animándolos a superar con esperanza las difíciles situaciones que atraviesan. Les invito a esforzarse por alcanzar su propio desarrollo y trabajar por su propia promoción. ¡Construyan con responsabilidad su futuro y el de sus hijos! Por eso, pido a todos los fieles de esta Nación que se comprometan a ayudar y promover a los más necesitados de entre Ustedes. Es necesario que todos y cada uno de los hijos de esta Patria tengan lo necesario para llevar una vida digna. Todos los miembros de la sociedad mexicana son iguales en dignidad, pues son hijos de Dios y, por tanto, merecen todo respeto y tienen derecho a realizarse plenamente en la justicia y en la paz.

La palabra del Papa quiere llegar también a los enfermos que no han podido estar aquí con nosotros. Me siento muy cerca de ellos para comunicarles el consuelo y la paz de Cristo. Les pido que, mientras buscan recuperar la salud, ofrezcan su enfermedad por la Iglesia, sabiendo el valor salvífico y la fuerza evangelizadora que tiene el sufrimiento humano asociado al del Señor Jesús.

Agradezco de modo particular a las Autoridades civiles su presencia en esta celebración. El Papa los anima a seguir trabajando diligentemente por el bien de todos, con hondo sentido de la justicia, según las responsabilidades que les han sido encomendadas.

3. En la primera lectura, al referirse a la expectativa mesiánica de Israel, dice el Profeta: "El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz" (Is 9,1). Esta luz es Cristo, traída aquí hace casi quinientos años por los doce primeros evangelizadores franciscanos procedentes de España. Hoy somos testigos de una fe arraigada y de los abundantes frutos que dieron el sacrificio y la abnegación de tantos misioneros.

Como nos recuerda el Concilio Vaticano II, "Cristo es la luz de los pueblos" (Lumen gentium, 1). Que esta luz ilumine la sociedad mexicana, sus familias, escuelas y universidades, sus campos y ciudades. Que los valores del Evangelio inspiren a los gobernantes para servir a sus conciudadanos, teniendo muy presentes a los más necesitados.

La fe en Cristo es parte integrante de la nación mexicana, estando como grabada de manera indeleble en su historia. ¡No dejen apagar esta luz de la fe! México sigue necesitándola para poder construir una sociedad más justa y fraterna, solidaria con los que nada tienen y que esperan un futuro mejor.

El mundo actual olvida en ocasiones los valores trascendentes de la persona humana: su dignidad y libertad, su derecho inviolable a la vida y el don inestimable de la familia, dentro de un clima de solidaridad en la convivencia social. Las relaciones entre los hombres no siempre se fundan sobre los principios de la caridad y ayuda mutua. Por el contrario, son otros los criterios dominantes, poniendo en peligro el desarrollo armónico y el progreso integral de las personas y los pueblos. Por eso los cristianos han de ser como el "alma" de este mundo: que lo llene de espíritu, le infunda vida y coopere en la construcción de una sociedad nueva, regida por el amor y la verdad.

Ustedes, queridos hijos e hijas, aún en los momentos más difíciles de su historia, han sabido reconocer siempre al Maestro “que tiene palabras de vida eterna” (cf. Jn 6, 68). ¡Hagan que la palabra de Cristo llegue a los que aún la ignoran! ¡Tengan la valentía de testimoniar el Evangelio en las calles y plazas, en los valles y montañas de esta Nación! Promuevan la nueva evangelización, siguiendo las orientaciones de la Iglesia.

4. En el salmo responsorial hemos cantado: “El Señor es mi luz y mi salvación” (Sal 26, 1). ¿A quién podemos temer si Él está con nosotros? Sean, pues, valientes. Busquen al Señor y en Él encontrarán la paz. Los cristianos están llamados a ser "luz del mundo”(Mt 5,14), iluminando con el testimonio de sus obras a la sociedad entera.

Cuando se emprende firmemente el camino de la fe, se dejan de lado las seducciones que desgarran a la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y no se presta atención a quienes, dando la espalda a la verdad, predican la división y el odio (cf. 2 Pe 2, 1-2). Hijos e hijas de México y de América entera, no busquen en ideologías falaces y aparentemente novedosas la verdad de la vida: “Jesús es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de la humanidad y así será para siempre” (Incarnationis mysterium, 1).

5. En este Autódromo, convertido hoy como en un gran templo, resuenan con fuerza las palabras con que Jesús comenzó su predicación: “Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos” (Mt 4, 17). Desde sus orígenes, la Iglesia transmite fielmente este mensaje de conversión, para que todos podamos llevar una vida más pura, según el espíritu del Evangelio. El llamado a la conversión se hace más acuciante en estos momentos de preparación al Gran Jubileo, en el que conmemoraremos el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios hace dos mil años.

Al comenzar este año litúrgico, con la Bula "Incarnationis mysterium", indicaba cómo "el tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que la pedagogía divina de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión y la penitencia, principio y camino de su rehabilitación" (n. 2). Por eso, el Papa los exhorta a convertir su corazón a Cristo. Es necesario que la Iglesia entera comience el nuevo milenio ayudando a sus hijos a purificarse del pecado y del mal; que extienda sus horizontes de santidad y fidelidad para participar en la gracia de Cristo, que nos ha llamado a ser hijos de la luz y a tener parte en la gloria eterna (cf. Col 1, 13).

6. “Síganme y los haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19).

Estas palabras de Jesús, que hemos escuchado, se repiten a lo largo de la historia y en todos los rincones de la tierra. Como el Maestro, hago la misma invitación a todos, especialmente a los jóvenes, a seguir a Cristo. Queridos jóvenes, Jesús llamó un día a Simón Pedro y a Andrés. Eran pescadores y abandonaron sus redes para seguirle. Ciertamente Cristo llama a algunos de Ustedes a seguirlo y entregarse totalmente a la causa del Evangelio. ¡No tengan miedo de recibir esta invitación del Señor! ¡No permitan que las redes les impidan seguir el camino de Jesús! Sean generosos, no dejen de responder al Maestro que llama. Síganle para ser, como los Apóstoles, pescadores de hombres.

Igualmente, animo a los padres y madres de familia a ser los primeros en alimentar la semilla de la vocación en sus hijos, dándoles ejemplo del amor de Cristo en sus hogares, con esfuerzo y sacrificio, con entrega y responsabilidad. Queridos padres: formen a sus hijos según los principios del Evangelio para que puedan ser los evangelizadores del tercer milenio. La Iglesia necesita más evangelizadores. América entera, de la que Ustedes forman parte, y especialmente esta querida Nación, tienen una gran responsabilidad de cara al futuro.

Durante mucho tiempo México ha recibido la abnegada y generosa acción evangelizadora de tantos testigos de Cristo. Pensemos sólo en algunas de esas figuras eximias, como Juan de Zumárraga y Vasco de Quiroga. Otros han evangelizado con su testimonio hasta la muerte, como los Beatos niños mártires de Tlaxcala, Cristóbal, Antonio y Juan, o el Beato Miguel Pro y tantos otros sacerdotes, religiosos y laicos mártires. Otros, en fin, han sido confesores como el Obispo Beato Rafael Guizar.

7. Al concluir, quiero dirigir mi pensamiento hacia el Tepeyac, a Nuestra Señora de Guadalupe, Estrella de la primera y de la nueva Evangelización de América. A ella encomiendo la Iglesia que peregrina en México y en el Continente americano, y le pido ardientemente que acompañe a sus hijos a entrar con fe y esperanza en el tercer milenio.

Bajo su cuidado maternal pongo a los jóvenes de esta Patria, así como la vida e inocencia de los niños, especialmente los que corren el peligro de no nacer. Confío a su amorosa protección la causa de la vida: ¡que ningún mexicano se atreva a vulnerar el don precioso y sagrado de la vida en el vientre materno!

A su intercesión encomiendo a los pobres con sus necesidades y anhelos. Ante Ella, con su rostro mestizo, deposito los anhelos y esperanzas de los pueblos indígenas con su propia cultura que esperan alcanzar sus legítimas aspiraciones y el desarrollo al que tienen derecho. Le encomiendo igualmente a los afroamericanos. En sus manos pongo también a los trabajadores, empresarios y a todos los que con su actividad colaboran en el progreso de la sociedad actual.

¡Virgen Santísima! que, como el Beato Juan Diego, podamos llevar en el camino de nuestra vida impresa tu imagen y anunciar la Buena Nueva de Cristo a todos los hombres.



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