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SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Martes 29 de junio de 1999

 

1. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

Pedro, como portavoz del grupo de los Apóstoles, proclama su fe en Jesús de Nazaret, el esperado Mesías Salvador del mundo. En respuesta a su profesión de fe, Cristo le confía la misión de ser el fundamento visible en que se apoyará todo el edificio de la comunidad de los creyentes: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18).

Ésta es la fe que, a lo largo de los siglos, se ha difundido en todo el mundo mediante el ministerio y el testimonio de los Apóstoles y de sus sucesores. Ésta es la fe que proclamamos hoy, haciendo memoria solemne de los príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo. Siguiendo una antigua y venerable tradición, la comunidad cristiana de Roma, que tiene el honor de conservar las tumbas de estos dos Apóstoles, «columnas» de la Iglesia, les rinde culto en una única fiesta litúrgica y, al mismo tiempo, los venera como sus patronos celestiales.

2. Pedro, el pescador de Galilea, junto con su hermano Andrés, fue llamado por Jesús, al comienzo de la actividad pública, para que se convirtiera en «pescador de hombres» (Mt 4, 18-20). Testigo de los momentos principales de la actividad pública de Jesús, como la Transfiguración (cf. Mt 17, 1) y la oración en el huerto de los Olivos en la víspera de la Pasión (cf. Mt 26, 36-37), después de los acontecimientos pascuales recibió de Cristo la misión de apacentar la grey de Dios (cf. Jn 21, 15-17) en su nombre.

Desde el día de Pentecostés, Pedro gobierna la Iglesia, velando por su fidelidad al Evangelio y guiando sus primeros contactos con el mundo de los gentiles. Su ministerio se manifiesta, de modo particular, en los momentos decisivos que marcan el ritmo del crecimiento de la Iglesia apostólica. En efecto, es él quien acoge en la comunidad de los creyentes al primer convertido del paganismo (cf. Hch 10, 1-48), y también es él quien interviene con autoridad en la asamblea de Jerusalén sobre el problema de la exención de las obligaciones que imponía la ley judía (cf. Hch 15, 7-11).

Los misteriosos designios de la Providencia divina llevarán al apóstol Pedro hasta Roma, donde derramará su sangre como supremo testimonio de fe y amor al divino Maestro (cf. Jn 21, 18-19). Así, cumplirá la misión de ser signo de la fidelidad a Cristo y de la unidad de todo el pueblo de Dios.

3. Pablo, el antiguo perseguidor de la Iglesia naciente, alcanzado por la gracia de Dios en el camino de Damasco, se convierte en infatigable apóstol de los gentiles. Durante sus viajes misioneros, no dejará de predicar a Cristo crucificado, conquistando para la causa del Evangelio a grupos de fieles en diversas ciudades de Asia y Europa.

Su intensa actividad no impidió al «Apóstol de los gentiles» hacer una amplia reflexión sobre el mensaje evangélico, confrontándolo con las diferentes situaciones que encontraba en su predicación.

El libro de los Hechos de los Apóstoles describe el largo itinerario que, desde Jerusalén, lo lleva primero a Siria y Asia Menor, después a Grecia y, por último, a Roma. Precisamente aquí, en el centro del mundo entonces conocido, corona con el martirio su testimonio de Cristo. Como él mismo afirma en la segunda lectura que acabamos de proclamar, la misión que le confió el Señor consiste en llevar el mensaje evangélico a los paganos: «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles» (2 Tm 4, 17).

4. Según una tradición ya consolidada, en este día, dedicado a la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo, el Papa impone a los arzobispos metropolitanos, nombrados durante el último año, el «palio», como signo de comunión con la Sede de Pedro.

Por tanto, es para mí una gran alegría acogeros a vosotros, amados hermanos en el episcopado, que habéis venido a Roma de diversas partes del mundo para esta feliz circunstancia. Deseo, asimismo, saludar a las comunidades cristianas encomendadas a vuestro cuidado pastoral: están llamadas a dar, bajo vuestra sabia dirección, un valiente testimonio de fidelidad a Cristo y a su Evangelio. Los dones y carismas de cada comunidad son riqueza para todos, y confluyen en un único canto de alabanza a Dios, fuente de todo bien. Ciertamente, entre esos dones, uno de los principales es el de la unidad, bien simbolizada con esta imposición del «palio».

5. La aspiración a la unidad entre los cristianos se pone de relieve también por la presencia de los delegados del patriarca ecuménico de Constantinopla, que han venido para compartir la alegría de esta liturgia y venerar a los Apóstoles patronos de la Iglesia que está en Roma. Los saludo con deferencia y, por medio de ellos, saludo al patriarca ecuménico Bartolomé I. Los apóstoles Pedro, Pablo y Andrés, que fueron instrumentos de comunión entre las primeras comunidades cristianas, sostengan con su ejemplo y su intercesión el camino de todos los discípulos de Cristo hacia la unidad plena.

La cercanía del jubileo del año 2000 nos invita a hacer nuestra la oración por la unidad (cf. Jn 17, 20-23) que Jesús elevó al Padre la víspera de su pasión. Estamos llamados a acompañar esta súplica con signos concretos que favorezcan el camino de los cristianos hacia la comunión plena. Por este motivo, he pedido que en el calendario del año 2000, en la vigilia de la fiesta de la Transfiguración, se introduzca, según la propuesta de Su Santidad Bartolomé I, una jornada jubilar de oración y ayuno. Esta iniciativa constituirá una expresión concreta de nuestra voluntad de compartir las iniciativas de los hermanos de las Iglesias ortodoxas y, a la vez, de nuestro deseo de que ellos compartan las nuestras.

Quiera el Señor, por intercesión de los apóstoles Pedro y Pablo, que se intensifique en el corazón de los creyentes el compromiso ecuménico, para que, olvidando los errores cometidos en el pasado, todos lleguen a la unidad plena que quiso Jesús.

6. «El Señor me libró de todas mis angustias» (Estribillo del Salmo responsorial). En su misión apostólica, san Pedro y san Pablo tuvieron que afrontar dificultades de todo tipo. Sin embargo, lejos de debilitar su acción misionera, fortalecieron su celo en beneficio de la Iglesia y para la salvación de los hombres. Pudieron superar todas las pruebas porque su confianza no se basaba en los recursos humanos, sino en la gracia del Señor, quien, como recuerdan las lecturas de esta solemnidad, libra a sus amigos de todos los males y los salva para su Reino (cf. Hch 12, 11; 1 Tm 4, 18).

Esa misma confianza en Dios debe sostenernos también a nosotros. Sí, el «Señor libra de todas las angustias». Esta certeza debe infundirnos ánimo frente a las dificultades que encontramos al anunciar el Evangelio en la vida diaria. Que san Pedro y san Pablo, nuestros patronos, nos ayuden y nos obtengan el celo misionero que los hizo testigos de Cristo hasta los confines del mundo entonces conocido.

Orad por nosotros, san Pedro y san Pablo apóstoles, «columnas» de la Iglesia de Dios.

Y tú, Reina de los Apóstoles, a quien Roma venera con el hermoso título de Salus populi romani, acoge bajo tu protección al pueblo cristiano encaminado hacia el tercer milenio. Apoya todos los esfuerzos sinceros que se realizan para promover la unidad de los cristianos y vela por el camino de los discípulos de tu Hijo Jesús. Amén.

 



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