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MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL
DEL EMIGRANTE Y EL REFUGIADO (2005)

La integración intercultural 

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Se aproxima la Jornada del Emigrante y del Refugiado. En el Mensaje anual, que suelo enviaros con esta ocasión, quisiera referirme, esta vez, al fenómeno migratorio desde el punto de vista de la integración.

Muchos utilizan esta palabra para indicar la necesidad de que los emigrantes se inserten de verdad en los países de acogida, pero el contenido de este concepto y su práctica no se definen fácilmente. A este respecto, me complace trazar su marco recordando la reciente Instrucción «Erga migrantes caritas Christi» (cf. nn. 2, 42, 43, 62, 80 y 89).

En ella la integración no se presenta como una asimilación, que induce a suprimir o a olvidar la propia identidad cultural. El contacto con el otro lleva, más bien, a descubrir su «secreto», a abrirse a él para aceptar sus aspectos válidos y contribuir así a un conocimiento mayor de cada uno. Es un proceso largo, encaminado a formar sociedades y culturas, haciendo que sean cada vez más reflejo de los multiformes dones de Dios a los hombres. En ese proceso, el emigrante se esfuerza por dar los pasos necesarios para la integración social, como el aprendizaje de la lengua nacional y la adecuación a las leyes y a las exigencias del trabajo, a fin de evitar la creación de una diferenciación exasperada.

No trataré los diversos aspectos de la integración. En esta ocasión, sólo deseo profundizar con vosotros en algunas implicaciones del aspecto intercultural.

2. De todos es conocido el conflicto de identidad que a menudo se verifica en el encuentro entre personas de culturas diversas. En ello no faltan elementos positivos. Al insertarse en un ambiente nuevo, el inmigrante con frecuencia toma mayor conciencia de quién es, especialmente cuando siente la falta de personas y valores que son importantes para él.

En nuestras sociedades, marcadas por el fenómeno global de la migración, es preciso buscar un justo equilibrio entre el respeto de la propia identidad y el reconocimiento de la ajena. En efecto, es necesario reconocer la legítima pluralidad de las culturas presentes en un país, en compatibilidad con la tutela del orden, del que dependen la paz social y la libertad de los ciudadanos.

En efecto, se deben excluir tanto los modelos asimilacionistas, que tienden a hacer que el otro sea una copia de sí, como los modelos de marginación de los inmigrantes, con actitudes que pueden llevar incluso a la práctica del apartheid. Es preciso seguir el camino de la auténtica integración (cf. Ecclesia in Europa, 102), con una perspectiva abierta, que evite considerar sólo las diferencias entre inmigrantes y autóctonos (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2001, n. 12).

3. Así surge la necesidad del diálogo entre hombres de culturas diversas en un marco de pluralismo que vaya más allá de la simple tolerancia y llegue a la simpatía. Una simple yuxtaposición de grupos de emigrantes y autóctonos tiende a la recíproca cerrazón de las culturas, o a la instauración entre ellas de simples relaciones de exterioridad o de tolerancia. En cambio, se debería promover una fecundación recíproca de las culturas. Eso supone el conocimiento y la apertura de las culturas entre sí, en un marco de auténtico entendimiento y benevolencia.

Además, los cristianos, por su parte, conscientes de la trascendente acción del Espíritu, saben reconocer la presencia en las diversas culturas de «valiosos elementos religiosos y humanos» (cf. Gaudium et spes, 92), que pueden ofrecer sólidas perspectivas de entendimiento mutuo. Obviamente, es preciso conjugar el principio del respeto de las diferencias culturales con el de la tutela de los valores comunes irrenunciables, porque están fundados en los derechos humanos universales. De aquí brota el clima de «racionabilidad cívica» que permite una convivencia amistosa y serena.

Los cristianos, si son coherentes consigo mismos, no pueden pues renunciar a predicar el Evangelio de Cristo a todas las gentes (cf. Mc 16, 15). Obviamente, lo deben hacer respetando la conciencia de los demás y practicando siempre el método de la caridad, como ya recomendaba san Pablo a los primeros cristianos (cf. Ef 4, 15).

4. La imagen del profeta Isaías que he recordado varias veces en los encuentros con los jóvenes de todo el mundo (cf. Is 21, 11-12) podría utilizarse también aquí para invitar a todos los creyentes a ser «centinelas de la mañana». Como centinelas, los cristianos deben ante todo escuchar el grito de ayuda que lanzan tantos inmigrantes y refugiados, y luego deben promover, con un compromiso activo, perspectivas de esperanza, que anticipen el alba de una sociedad más abierta y solidaria. A ellos, en primer lugar, corresponde descubrir la presencia de Dios en la historia, incluso cuando todo parece estar aún envuelto en las tinieblas.

Con este deseo, que transformo en oración al Dios que quiere reunir en torno a sí a todos los pueblos y a todas las lenguas (cf. Is 66, 18), envío a cada uno con gran afecto mi bendición.

Vaticano, 24 de noviembre de 2004

IOANNES PAULUS PP. II

 



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