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VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA XXXIV ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS*


Nueva York, 2 de octubre de 1979

 

Señor Presidente:

1. Deseo expresar mi agradecimiento a la ilustre Asamblea General de las Naciones Unidas, a la cual me es dado participar y dirigir la palabra en este día. Mi agradecimiento va en primer lugar al Señor Secretario General de la ONU, Dr. Kurt Waldheim, el cual ya en el otoño pasado —poco después de mi elección a la Cátedra de San Pedro— me hizo la invitación para esta visita y la renovó después, el pasado mayo, durante nuestro encuentro en Roma. Desde el primer momento me sentí muy honrado y profundamente agradecido. Y hoy, ante una Asamblea tan selecta, deseo dar las gracias a usted, Señor Presidente, que tan amablemente me ha recibido y dado la palabra.

2. El motivo profundo de mi intervención de hoy es sin duda el vínculo particular de cooperación que une a la Sede Apostólica con la Organización de las Naciones Unidas, como lo prueba la presencia de un Observador permanente de la Santa Sede ante esta Organización. Dicho vínculo, que la Santa Sede tiene en gran estima, encuentra su razón de ser en la soberanía de que goza desde hace siglos la Sede Apostólica; soberanía que por su ámbito territorial está circunscrita al pequeño Estado de la Ciudad del Vaticano, pero que está motivada por la exigencia que tiene el papado de ejercer con plena libertad su misión, y, por lo que se refiere a cualquier interlocutor suyo, Gobierno u Organismo internacional, de tratar con él independientemente de otras soberanías. Ciertamente la naturaleza y los fines de la misión espiritual propia de la Sede Apostólica y de la Iglesia hacen que su participación en las tareas y en las actividades de la ONU se distinga profundamente de la de los Estados, en cuanto comunidades en sentido político-temporal.

3. La Sede Apostólica no sólo tiene muy en cuenta la propia colaboración con la ONU, sino que además ha manifestado siempre la propia estima, desde el nacimiento de la Organización, y el propio consenso por el histórico significado de este supremo foro de la vida internacional de la humanidad contemporánea. Ella no cesa tampoco de apoyar sus funciones e iniciativas, que tienen como objetivo la convivencia pacífica y la colaboración entre las naciones. De ello tenemos muchas pruebas. En los treinta y tantos años de existencia de la ONU, han prestado gran atención a Mensajes y Encíclicas pontificias, documentos del Episcopado católico y también del Concilio Vaticano II. Los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI miraban con confianza hacia esta importante Institución, como un signo elocuente y prometedor de nuestros tiempos. Y también el que ahora os habla, desde los primeros meses de pontificado ha manifestado varias veces la misma confianza y convicción que nutrían sus predecesores.

4. Esta confianza y convicción de la Sede Apostólica, como decía, no brotan de razones puramente políticas, sino de la misma naturaleza religioso-moral de la misión de la Iglesia católica romana. Esta, como comunidad universal que reúne en sí fieles pertenecientes a casi todo los países y continentes, naciones, pueblos, razas, lenguas y culturas, está profundamente interesada en la existencia y en la actividad de la Organización, la cual —como se deduce de su nombre— une y asocia naciones y Estados. Une y asocia, y no ya divide ni contrapone: ella busca las vías de entendimiento y de colaboración pacífica, tratando, con los medios a su disposición y con los métodos posibles, de excluir la guerra, la división, la recíproca destrucción de la gran familia, que es la humanidad actual.

5. Este es el motivo verdadero, el motivo esencial de mi presencia entre ustedes, y deseo expresar mi gratitud a tan ilustre Asamblea, por que ha tomado en consideración tal motivo, que puede hacer útil de alguna manera mi presencia aquí. Tiene ciertamente un significado relevante el que, entre los Representantes de los Estados, cuya razón de ser es la soberanía de los poderes ligados al territorio y a la población, se encuentre hoy también el Representante de la Sede Apostólica y de la Iglesia católica. Esta Iglesia es la de Jesucristo que ante el tribunal del juez romano Pilato, declaró ser rey, pero de un reino que no es de este mundo (cf. Jn 18, 36-37). Interrogado luego sobre la razón de ser de su reino entre los hombres, El explicó: "Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37). Encontrándome, pues, ante los Representantes de los Estados, deseo no sólo dar las gracias, sino congratularme de modo particular, porque la invitación a dar la palabra al Papa en vuestra Asamblea, demuestra que la Organización de las Naciones Unidas acepta y respeta la dimensión religioso-moral de los problemas humanos, de los cuales la Iglesia se ocupa, en virtud del mensaje de verdad y de amor que debe llevar al mundo.
Ciertamente, dadas las cuestiones que son objeto de vuestras funciones y de vuestra solicitud —como lo prueba el vastísimo y orgánico conjunto de instituciones y de actividades que dependen de la ONU o que colaboran con ella, especialmente en los sectores de la cultura, de la salud, de la alimentación, del trabajo, en el uso pacífico de la energía nuclear— es esencial que nos encontremos en nombre del hombre tomado en su integridad, en toda la plenitud y multiforme riqueza de su existencia espiritual y material, como lo expresé en la Encíclica Redemptor hominis, la primera de mi pontificado.

6. En este momento, aprovechando la solemne ocasión de un encuentro con los Representantes de las naciones del globo, quiero dirigir un saludo a todos los hombres y mujeres que viven sobre la tierra. A todo hombre, a toda mujer, sin excepción alguna. En efecto, todo ser humano, que habita nuestro planeta, es miembro de una sociedad civil, de una nación, muchas de las cuales están aquí representadas. Cada uno de ustedes, señoras y señores, es Representante de un Estado, de un sistema y de una estructura política, pero sobre todo de determinadas unidades humanas; todos ustedes son representantes de los hombres, prácticamente de casi todos los hombres del globo: hombres concretos, comunidades y pueblos, que viven la fase actual de su historia, y al mismo tiempo están insertos en la historia de toda la humanidad, con su subjetividad y dignidad de persona humana, con su propia cultura, con experiencias y aspiraciones, tensiones y sufrimientos propios, y con legítimas esperanzas. En esta relación encuentra su razón de ser toda la actividad política, nacional e internacional, la cual —en última instancia— procede "del hombre", se ejerce "mediante el hombre" y es "para el hombre". Si tal actividad es separada de esta fundamental relación y finalidad, se convierte, en cierto modo, en fin de sí misma y pierde gran parte de su razón de ser. Más aún, puede incluso llegar a ser origen de una alienación específica; puede resultar extraña al hombre; puede caer en contradicción con la humanidad misma. En realidad, la razón de ser de toda política es el servicio al hombre, es la asunción, llena de solicitud y responsabilidad, de los problemas y tareas esenciales de su existencia terrena, en su dimensión y alcance social, de la cual depende a la vez el bien de cada persona.

7. Pido disculpas por hablar sobre temas que a ustedes, señoras y señores, son ciertamente evidentes. Pero no parece inútil hablar de ellos, porque una insidia muy frecuente en las actividades humanas es la eventualidad de que, al realizarlas, se puedan perder de vista las verdades más evidentes y los principios más elementales.

Permítanme desear que la Organización de las Naciones Unidas, por su carácter universal, no deje de ser el "forum", la alta tribuna, desde la que se valoran, en la verdad y en la justicia, todos los problemas del hombre. En nombre de esta inspiración, por ese impulso histórico, el 26 de junio de 1945, hacia el final de la terrible segunda guerra mundial, fue firmada la Carta de las Naciones Unidas y tomó vida, el 24 de octubre siguiente, vuestra Organización. Poco después, llegó su documento fundamental que fue la Declaración universal de los Derechos del Hombre (10 de diciembre de 1948), del hombre como individuo concreto y del hombre en su valor universal. Este documento es una piedra miliar puesta en el largo y difícil camino del género humano. Es necesario medir el progreso de la humanidad no sólo por el progreso de la ciencia y de la técnica, por encima del cual resalta toda la singularidad del hombre en relación con la naturaleza, sino al mismo tiempo y más aún por la primacía de los valores espirituales y por el progreso de la vida moral. Precisamente en este campo se manifiesta el dominio pleno de la razón a través de la verdad en los comportamientos de la persona y de la sociedad, se manifiesta también el dominio sobre la naturaleza y triunfa silenciosamente la conciencia humana, según la antigua sentencia: "Genus humanum arte et ratione vivit: El género humano vive de su trabajo y de su inteligencia".

Cuando la técnica, en su progreso unilateral, era aplicada a fines bélicos, de hegemonías y de conquistas, para que el hombre matara al hombre y una nación destruyera a la otra privándola de la libertad o del derecho de existir —y tengo siempre ante mi mente la imagen de la segunda guerra mundial en Europa, iniciada hace cuarenta años, el 1 de septiembre de 1939, con la invasión de Polonia, y terminada el 9 de mayo de 1945—, precisamente entonces surgió la Organización de las Naciones Unidas. Y tres años después nació el documento que —como he dicho—, hay que considerar como una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad: la Declaración universal de los Derechos del Hombre. Gobiernos y Estados del mundo entero comprendieron que, si no quieren enfrentarse y destruirse recíprocamente, deben unirse. El camino real, el camino fundamental, que lleva a esto pasa a través de cada hombre, a través de la definición, el reconocimiento y el respeto de los derechos inalienables de las personas y de las comunidades de los pueblos.

8. Hoy, a cuarenta años del comienzo de la segunda guerra mundial, quiero referirme al conjunto de las experiencias de los hombres y de las naciones, vividas por una generación que en su mayoría vive todavía. No hace mucho tiempo, he tenido ocasión de volver a reflexionar sobre algunas de aquellas experiencias en uno de los lugares más dolorosos y más llenos de desprecio al hombre y a sus derechos fundamentales: el campo de exterminio de Auschwitz, que visité durante mi peregrinación a Polonia, en junio pasado. Este lugar tristemente conocido, es por desgracia solamente uno de tantos similares diseminados por el continente europeo. Incluso el recuerdo de uno solo debería constituir una señal de alerta en los caminos de la humanidad contemporánea para hacer desaparecer de una vez para siempre todo tipo de campos de concentración en cualquier lugar de la tierra. Y debería desaparecer para siempre, de la vida de las naciones y de los Estados, todo lo que tiene relación con aquellas horribles experiencias, lo que bajo formas incluso distintas —es decir, de cualquier tipo de tortura y de opresión, tanto física como moral, ejercida con cualquier sistema, en cualquier lugar— es su continuación, fenómeno todavía más doloroso, si se efectúa con el pretexto de "seguridad" interna o de necesidad de conservar una paz aparente.

9. Las personalidades presentes me perdonarán este recuerdo: pero sería infiel a la historia de nuestro siglo, no sería honesto de cara a la gran causa del hombre al que todos deseamos servir, si —procediendo de aquel país, sobre cuyo cuerpo vivo fue construido, tiempo ha, Auschwitz— yo callara. Lo recuerdo todavía, señoras y señores; sobre todo a fin de demostrar que de dolorosas experiencias y sufrimientos de millones de personas ha surgido la Declaración universal de los Derechos del Hombre, que fue puesta como inspiración de base —como piedra angular— de la Organización de las Naciones Unidas. Esta Declaración ha costado la pérdida de millones de nuestros hermanos y hermanas que la pagaron con su propio sufrimiento y sacrificio, provocados por el embrutecimiento que había hecho sordas y ciegas las conciencias humanas de sus opresores y de los artífices de un verdadero genocidio. ¡Este precio no puede haber sido pagado en vano! La Declaración universal de los Derechos del Hombre —con todo el conjunto de numerosas declaraciones y convenciones sobre aspectos importantísimos de los derechos humanos, en favor de la infancia, de la mujer, de la igualdad entre las razas, y especialmente los dos Pactos Internacionales sobre los derechos económicos, sociales y culturales, y sobre los derechos civiles y políticos— debe quedar en la Organización de las Naciones Unidas como el valor básico con el que se coteje la conciencia de sus miembros y del que se saque una inspiración constante. Si las verdades y los principios contenidos en este documento fueran olvidados, descuidados, perdiendo la evidencia genuina que tenían en el momento de su nacimiento doloroso, entonces la noble finalidad de la Organización de las Naciones Unidas, es decir, la convivencia entre los hombres y entre las naciones podría encontrarse ante la amenaza de una nueva ruina. Esto sucedería si por encima de la simple y al mismo tiempo fuerte elocuencia de la Declaración universal de los Derechos del Hombre prevaleciera el interés, que se define injustamente "político", pero que a menudo significa solamente ganancia y aprovechamiento unilateral con perjuicio de los demás, o bien voluntad de poder que no tiene en cuenta las exigencias de los demás; es decir, todo aquello que, por su naturaleza es contrario al espíritu de la Declaración. "El interés político" así entendido, perdónenme señores, comporta deshonor a la noble y difícil misión que es propia de vuestro servicio al bien de vuestras naciones y de toda la humanidad.

10. Hace catorce años, hablaba desde esta tribuna mi gran predecesor el Papa Pablo VI. Pronunció entonces algunas palabras memorables que hoy deseo repetir:

"No más guerra, no más guerra. Nunca unos contra otros", y ni siquiera "el uno por encima del otro", sino siempre y en toda ocasión, "los unos con los otros".

Pablo VI fue un servidor incansable de la causa de la paz. También yo deseo seguirlo con todas mis fuerzas y continuar tal servicio. La Iglesia católica, en todos los lugares de la tierra, proclama un mensaje de paz, reza por la paz, educa al hombre para la paz. Esta finalidad está compartida y en ella se comprometen también los representantes y seguidores de otras Iglesias, comunidades y religiones del mundo. Y este trabajo, unido a los esfuerzos de todos los hombres de buena voluntad, da ciertamente sus frutos. Sin embargo, siempre nos perturban los conflictos bélicos que estallan de vez en cuando. ¡Cuánto agrada al Señor cuando se consigue, con intervención directa, el evitar alguno, como por ejemplo la tensión que amenazaba el año pasado a Argentina y Chile! Y cuánto deseo también que la crisis del Oriente Medio pueda acercarse a una solución. Mientras estoy dispuesto a valorar positivamente todo paso o intento concreto que se dé para la solución del conflicto, recuerdo que ello no tendría ningún valor si no representara ciertamente la "primera piedra" de una paz general y global en la región. Una paz que, no pudiendo menos de fundamentarse sobre el justo reconocimiento de los derechos de todos, ha de incluir la consideración y la justa solución del problema palestino. Con éste está relacionado también el de la tranquilidad, de la independencia y la integridad territorial del Líbano, dentro de la fórmula que ha sido ejemplo de pacífica y mutuamente fructuosa coexistencia de comunidades distintas y que deseo se mantenga en el interés común, aunque con los acomodamientos exigidos por el desarrollo de la situación. Hago votos además por un estatuto especial que, bajo garantías internacionales —como ya indicó mi predecesor Pablo VI— asegure el respeto de la naturaleza singular de Jerusalén, patrimonio sagrado para la veneración de millones de creyentes de las tres grandes religiones monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo.

No menos me perturban las informaciones sobre el desarrollo de los armamentos, que sobrepasan los medios y dimensiones de lucha y de destrucción jamás conocidos hasta ahora. También en este campo quiero alentar las decisiones y los acuerdos que tienden a frenar su carrera. Sin embargo, la amenaza de la destrucción, el riesgo que aflora incluso en la aceptación de ciertas informaciones "tranquilizadoras", pesan gravemente sobre la vida de la humanidad actual. También el resistir a propuestas concretas y efectivas de un desarme real —como las que esta Asamblea ha pedido, el año pasado, en una sesión especial— atestigua que, junto a la voluntad de paz declarada por todos y deseada por los más, coexiste, quizás escondido, quizás hipotético, pero real, lo contrario y su negación. Los continuos preparativos para la guerra, como lo prueba la producción de armas cada vez más numerosas, más potentes y más sofisticadas en varios países, atestiguan que se quiere estar preparados para la guerra, y estar preparados quiere decir estar en condiciones de provocarla. Quiere decir también correr el riesgo de que en cualquier momento, en cualquier parte, de cualquier modo, se puede poner en movimiento el terrible mecanismo de destrucción general.

11. Por esto es necesario un continuo, más aún, un esfuerzo cada vez más enérgico que tienda a liquidar las mismas posibilidades de provocación de la guerra, para hacer imposibles los cataclismos, actuando sobre las actitudes, las convicciones, las mismas intenciones y aspiraciones de los Gobiernos y de los pueblos. Esta tarea, siempre presente en la Organización de las Naciones Unidas y en cada una de sus instituciones, no puede menos de serlo de cada sociedad, de cada régimen, de cada Gobierno. A este objetivo sirve ciertamente cada iniciativa que tenga como fin la cooperación internacional en promover el "desarrollo". Como dijo Pablo VI al final de su Encíclica Populorum progressio: "Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, ¿quién no querrá cooperar con todas sus fuerzas?". Sin embargo a este objetivo debe servir también una constante reflexión y actividad que tienda a descubrir las raíces mismas del odio, de la destrucción, del desprecio, de todo lo que hace nacer la tentación de la guerra, no tanto en el corazón de las naciones, como en la determinación interior de los sistemas que son responsables de la historia de sociedades enteras. En este trabajo titánico —verdadero trabajo de construcción de un futuro pacífico para nuestro planeta—, la Organización de las Naciones Unidas tiene indudablemente una tarea clave y un papel orientador, en la que no puede menos de referirse a los justos ideales contenidos en la Declaración universal de los Derechos del Hombre. Esta Declaración ha afectado realmente a las múltiples y profundas raíces de la guerra, porque el espíritu de guerra, en su significado primitivo y fundamental, brota y madura allí donde son violados los derechos inalienables del hombre.

Esta es una nueva perspectiva, profundamente actual, más profunda y más radical, de la causa de la paz. Es una perspectiva que ve la génesis de la guerra y, en cierto sentido su contenido en las formas más complejas que derivan de la injusticia, considerada bajo todos sus distintos aspectos; esta injusticia atenta primeramente contra los derechos del hombre y por esto corta la armonía del orden social, repercutiendo a continuación en todo el sistema de las relaciones internacionales. La Encíclica de Juan XXIII Pacem in terris, sintetiza, en el pensamiento de la Iglesia, el juicio más cercano a los fundamentos ideológicos de la Organización de las Naciones Unidas. Conviene, por consiguiente, basarse y atenerse a ello, con perseverancia y lealtad, para establecer la verdadera «paz sobre la tierra».

12. Aplicando este criterio, debemos examinar diligentemente cuáles son las principales tensiones vinculadas a los derechos inalienables del hombre que pueden hacer vacilar la construcción de esta paz, que todos deseamos ardientemente y que es también el fin esencial de los esfuerzos de la Organización de las Naciones Unidas. No es fácil, pero es indispensable. Al emprender esta tarea cada uno debe situarse en una postura totalmente objetiva, dejarse guiar por la sinceridad, por la disponibilidad a reconocer los propios prejuicios o errores, e incluso por la disponibilidad a renunciar a intereses particulares incluso los políticos. En efecto, la paz es un bien superior y más importante que todos ellos. Sacrificando estos intereses a la causa de la paz, los servimos de modo más justo. ¿Puede hacerse jamás una guerra por el interés político de alguien?

Todo análisis debe partir siempre necesariamente de las mismas premisas: que todo ser humano posee una dignidad que, no obstante la persona exista siempre dentro de un contexto social e histórico concreto, no podrá jamás ser disminuida, violada o destruida, sino que al contrario, deberá ser respetada y protegida si se quiere realmente construir la paz.

13. La Declaración universal de los Derechos del Hombre y los instrumentos jurídicos, tanto a nivel internacional como nacional, en un movimiento que es de desear progresivo y continuo, tratan de crear una conciencia general de la dignidad del hombre y definir al menos algunos de los derechos inalienables del hombre. Séame permitido enumerar algunos entre los más importantes, que son universalmente reconocidos: el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona; el derecho a los alimentos, al vestido, a la vivienda, a la salud, al descanso y al ocio; el derecho a la libertad de expresión, a la educación y a la cultura; el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, y el derecho a manifestar la propia religión, individualmente o en común, tanto en privado como en público; el derecho a elegir estado de vida, a fundar una familia y a gozar de todas las condiciones necesarias para la vida familiar; el derecho a la propiedad y al trabajo, a condiciones equitativas de trabajo y a un salario justo; el derecho de reunión y de asociación; el derecho a la libertad de movimiento y a la emigración interna y externa; el derecho a la nacionalidad y a la residencia; el derecho a la participación política y el derecho a participar en la libre elección del sistema político del pueblo a que se pertenece. El conjunto de los derechos del hombre corresponde a la sustancia de la dignidad del ser humano, entendido integralmente, y no reducido a una sola dimensión; se refieren a la satisfacción de las necesidades esenciales del hombre, al ejercicio de sus libertades, a sus relaciones con otras personas; pero se refieren también, siempre y dondequiera que sea, al hombre, a su plena dimensión humana.

14. El hombre vive contemporáneamente en el mundo de los valores materiales y en el de los valores espirituales. Para el hombre concreto que vive y espera, las necesidades, las libertades y las relaciones con los demás no corresponden nunca únicamente a la una o a la otra esfera de valores, sino que pertenecen a ambas esferas. Es lícito considerar separadamente los bienes materiales y los bienes espirituales para comprender mejor que en el hombre concreto son inseparables y para ver además que toda amenaza a los derechos humanos, bien sea en el ámbito de los bienes materiales, bien sea en el de los bienes espirituales, es igualmente peligrosa para la paz, porque afecta siempre al hombre en su integridad. Mis ilustres interlocutores me permitirán recordar una regla constante de la historia del hombre, ya contenida implícitamente en todo lo que se ha dicho a propósito de los derechos y del desarrollo integral del hombre. Esta regla está basada en la relación existente entre los valores espirituales y materiales o económicos. En esta relación, la primacía corresponde a los valores espirituales, en consideración de la naturaleza misma de estos valores, así como por motivos relacionados con el bien del hombre. La primacía de los valores del espíritu define el significado propio y el modo de servirse de los bienes terrenos y materiales, y se sitúa por esto mismo en la base de la paz justa. Tal primacía de los valores espirituales influye por otra parte en lograr que el desarrollo material, técnico y cultural, estén al servicio de lo que constituye al hombre, es decir, que le permitan el pleno acceso a la verdad, al desarrollo moral, a la total posibilidad de gozar los bienes de la cultura que hemos heredado y a multiplicar tales bienes mediante nuestra creatividad. Sí, es fácil constatar que los bienes materiales tienen una capacidad, ciertamente no ilimitada, de satisfacer las necesidades del hombre; en sí mismos, no pueden ser distribuidos fácilmente y, en relación con los que los poseen y disfrutan por una parte y los que están privados por otra, provocan tensiones, disidencias, divisiones que pueden llegar en ocasiones a la lucha abierta. En cambio, los bienes espirituales pueden ser gozados contemporáneamente por muchos, sin limitaciones y sin disminución del bien mismo. Es más, cuanto más grande es el número de hombres que participan en un bien, tanto más se goza y se disfruta de él, tanto más ese bien demuestra su valor indestructible e inmortal. Esta es una realidad confirmada, por ejemplo, por las obras de la creatividad, es decir, del pensamiento, la poesía, la música, las artes figurativas, frutos del espíritu del hombre.

15. Un análisis crítico de nuestra civilización contemporánea demuestra que ella, sobre todo durante el último siglo, ha contribuido, como nunca lo había hecho anteriormente, al desarrollo de los bienes materiales, pero ha engendrado también, en teoría y más aún en la práctica, una serie de actitudes que, en medida más o menos relevante, han hecho disminuir la sensibilidad por la dimensión espiritual de la existencia humana; y esto, a causa de ciertas premisas, que han vinculado prevalentemente el sentido de la vida humana a múltiples condicionamientos materiales y económicos, es decir, a las exigencias de la producción, del mercado, del consumo, de la acumulación de riquezas, o de la burocratización con que se trata de organizar los correspondientes procesos. Y esto, ¿no es fruto también de haber subordinado el hombre a una sola concepción y esfera de valores?

16. ¿Qué vinculación tiene esta nuestra consideración con la causa de la paz y de la guerra? Dado que, como hemos dicho ya anteriormente, los bienes materiales, por su misma naturaleza, son origen de condicionamientos y de divisiones, la lucha por conquistarlos se hace inevitable en la historia del hombre. Cultivando esta unilateral subordinación humana a los solos bienes materiales no seremos capaces de superar tal estado de necesidad. Podremos atenuarlo, evitarlo en un caso particular, pero no lograremos eliminarlo de manera sistemática y radical, si no ponemos en claro y no cultivamos más ampliamente, a los ojos de todo hombre y en la perspectiva de todas las sociedades, la segunda dimensión de los bienes: la dimensión que no divide a los hombres, sino que los hace comunicar entre sí, los asocia y los une.

Recordemos el famoso prólogo de la Carta de las Naciones Unidas, en el que los pueblos de las Naciones Unidas, "decididos a salvar las futuras generaciones del azote de la guerra", afirmaban solemnemente "la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y en el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de los hombres y de las mujeres, y de las naciones grandes y pequeñas": considero que este texto trata de poner en evidencia la dimensión de la que acabo de hablar.

En efecto, no se puede combatir los gérmenes de las guerras de manera solamente superficial, «sintomática». Hay que hacerlo de modo radical, remontándose hasta las causas. Si me he permitido llamar la atención sobre la dimensión de los bienes espirituales, lo he hecho por solicitud en favor de la causa de la paz, que se construye con la unión de los hombres en torno a lo que es al máximo y más profundamente humano, que eleva los seres humanos por encima del mundo que los rodea y decide su indestructible grandeza: indestructible, sí, no obstante la muerte a la que está sujeto cada uno en esta tierra. Quisiera añadir que la Iglesia católica y, creo que puedo decir, toda la cristiandad, ven precisamente en este campo su cometido particular. El Concilio Vaticano II ayudó a establecer lo que la fe cristiana tiene en común, en esta aspiración, con las diversas religiones no cristianas. La Iglesia está pues agradecida a todos aquellos que, con respecto a esta misión suya, se comportan con respeto y benevolencia, y no la obstaculizan o la hacen difícil. El análisis de la historia del hombre, especialmente en su época actual, demuestra cuán relevante es el deber de velar más plenamente por el alcance de estos bienes a los que corresponde la dimensión espiritual de la existencia humana. Demuestra cuán importante es este cometido para la construcción de la paz y cuán grave es toda amenaza contra los derechos del hombre. Su violación, incluso en condiciones "de paz", es una forma de guerra contra el hombre. Parece que existen dos amenazas principales en el mundo contemporáneo que afectan una y otra a los derechos del hombre en el ámbito de las relaciones internacionales, y dentro de los Estados o sociedades en particular .

17. El primer tipo de amenaza sistemática contra los derechos del hombre está ligado en un sentido global a la distribución de los bienes materiales, tantas veces injusta, bien sea en las sociedades concretas, bien en el mundo entero. Es sabido que estos bienes son dados al hombre no sólo como riquezas de la naturaleza, sino que en su mayor parte son gozados por él como fruto de su múltiple actividad, desde el más sencillo trabajo manual y físico hasta las formas más complejas de la producción industrial y las investigaciones y estudios de especializaciones altamente cualificadas. Tantas formas de desigualdad en la posesión de los bienes materiales y en su disfrute, se explican muchas veces por diversas causas y circunstancias de naturaleza histórica y cultural. Pero tales circunstancias, si acaso pueden disminuir la responsabilidad moral de los contemporáneos, no impiden que las situaciones de desigualdad estén marcadas por la injusticia y el daño social.

Hay que tomar pues conciencia de que las tensiones económicas existentes en cada país, en las relaciones entre los Estados e incluso entre continentes enteros, llevan en sí elementos sustanciales que limitan o violan los derechos del hombre, como por ejemplo, la explotación en el trabajo y múltiples abusos contra la dignidad del hombre. Se sigue de ahí que el criterio fundamental, según el cual se puede establecer una confrontación entre los sistemas socio-económico-políticos no es, y no puede ser, el criterio de naturaleza hegemónica imperialista, sino que puede ser, es más, debe ser, el de naturaleza humanística, es decir, la verdadera capacidad de cada uno de reducir, frenar y eliminar al máximo las diversas formas de explotación del hombre y asegurarle, mediante el trabajo, no sólo la justa distribución de los bienes materiales indispensables, sino también una participación que corresponda a su dignidad, a todo el proceso de producción y a la misma vida social que en torno a este proceso se va formando. No olvidemos que el hombre, por más que dependa de los recursos del mundo material para vivir, no puede ser esclavo suyo, sino señor. Las palabras del libro del Génesis: «Llenad la tierra y sometedla» (Gén 1, 28), constituyen en cierto sentido una directriz primordial y esencial en el campo de la economía y de la política del trabajo.

18. Ciertamente en este campo la humanidad entera y cada una de las naciones han hecho en el último siglo un notable progreso. Pero no faltan nunca en este campo las amenazas sistemáticas y las violaciones de los derechos del hombre. Subsisten a veces como factores de perturbación las terribles diferencias entre los hombres y los grupos excesivamente ricos por una parte, y por otra la mayoría numérica de los pobres e incluso de los miserables, privados de alimento, de posibilidades de trabajo y de instrucción, condenados en gran número al hambre y a las enfermedades. Una cierta preocupación ha surgido a veces por una radical separación del trabajo y de la propiedad, es decir, por la indiferencia del hombre frente a la empresa de producción, a la que lo une únicamente una obligación de trabajo, sin el convencimiento de trabajar por un bien suyo o por sí mismo.

Es comúnmente sabido que el abismo entre la minoría de los excesivamente ricos y la multitud de los miserables es un síntoma muy grave en la vida de toda sociedad. Lo mismo hay que repetir, con mayor insistencia, a propósito del abismo que divide a los países y regiones del globo terrestre. ¿Podrá ser colmada esa grave disparidad, que contrapone áreas de saciedad a áreas de hambre y depresión, si no es mediante una cooperación coordinada de todas las naciones? Para esto, se hace necesaria ante todo una unión inspirada en una auténtica perspectiva de paz. Pero todo dependerá del hecho de que esos desniveles y contrastes en el ámbito de la "posesión" de los bienes sean reducidos sistemáticamente y con medios verdaderamente eficaces; de que desaparezcan del mapa económico de nuestro globo las zonas del hambre, de la desnutrición, de la miseria, del subdesarrollo, de la enfermedad, del analfabetismo; y de que la cooperación pacífica no ponga condiciones de explotación, de dependencia económica o política que serían solamente una forma de neocolonialismo.

19. Quisiera ahora llamar la atención sobre la segunda clase de amenaza sistemática, de que es objeto en el mundo contemporáneo el hombre en sus derechos intangibles, y que constituye no menos que la primera un peligro para la causa de la paz, es decir, las diversas formas de injusticia en el campo del espíritu.

En efecto, se puede herir al hombre en su interior relación a la verdad, en su conciencia, en sus convicciones más personales, en su concepción del mundo, en su fe religiosa, así como en la esfera de las llamadas libertades civiles, en las que es decisiva la igualdad de derechos sin discriminación por razones de origen, raza, sexo, nacionalidad, confesión, convicciones políticas o semejantes. La igualdad de derechos quiere decir exclusión de las diversas formas de privilegio para unos y de discriminación para otros, bien sean individuos nacidos en una misma nación, bien sean hombres de diversa historia, nacionalidad, raza o cultura. El esfuerzo de la civilización desde hace siglos tiende hacia un objetivo: dar a la vida de cada comunidad política una forma en la que puedan ser plenamente garantizados los derechos objetivos del espíritu, de la conciencia humana, de la creatividad humana, incluida la relación del hombre con Dios. Y sin embargo, seguimos siendo testigos de las amenazas y violaciones que reaparecen en este campo, a veces sin posibilidad de recursos e instancias superiores o de remedios eficaces.

Junto con la aceptación de formulas legales que garantizan como principio las libertades del espíritu humano, por ejemplo, la libertad de pensamiento, de expresión, la libertad religiosa, la libertad de conciencia, existe a veces una estructuración de la vida social donde el ejercicio de estas libertades condena al hombre, si no en el sentido formal, al menos de hecho, a ser un ciudadano de segunda o de tercera categoría, a ver comprometidas las propias posibilidades de promoción social, de carrera profesional o de acceso a ciertas responsabilidades, y a perder incluso la posibilidad de educar libremente a los propios hijos. Es cuestión de máxima importancia que en la vida social interna, lo mismo que en la internacional, todos los hombres de cada nación y país, en cualquier clase de régimen y sistema político, puedan gozar de una efectiva plenitud de derechos.

Solamente tal efectiva plenitud de derechos, garantiza a todo hombre sin discriminaciones y puede asegurar la paz en sus mismas raíces.

20. Por lo que se refiere a la libertad religiosa que a mí, como Papa, no puede menos de interesarme de modo particular, incluso en relación precisamente con la salvaguardia de la paz, quisiera recordar aquí, como contribución al respeto de la dimensión espiritual del hombre, algunos principios contenidos en la Declaración Dignitatis humanae, del Concilio Vaticano II: "Por razón de su dignidad, todos los hombres, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen la obligación moral de buscarla, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad" (Dignitatis humanae, I, 2).

"Porque el ejercicio de la religión, por su propia índole, consiste ante todo en los actos internos voluntarios y libres, con los que el hombre se ordena directamente a Dios; actos de este género no pueden ser mandados ni prohibidos por un poder meramente humano. Y la misma naturaleza social del hombre exige que éste manifieste externamente los actos internos de la religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria" (Dignitatis humanae, I, 3).

Estas palabras tocan la sustancia del problema. Demuestran también de qué modo la misma confrontación entre la concepción religiosa del mundo y la agnóstica o incluso atea, que es uno de los "signos de los tiempos" de nuestra época, podría conservar leales y respetuosas dimensiones humanas sin violar los esenciales derechos de la conciencia de ningún hombre o mujer que viven en la tierra.

El mismo respeto de la dignidad de la persona humana parece pedir que cuando sea discutido o establecido, a la vista de las leyes nacionales o de convenciones internacionales, el justo sentido de la libertad religiosa, sean consultadas también las instituciones, que por su naturaleza sirven a la vida religiosa. Si se omite esa participación, se corre el riesgo de imponer unas normas o restricciones en un campo tan íntimo de la vida del hombre, que son contrarias a sus verdaderas necesidades religiosas.

21. La Organización de las Naciones Unidas ha proclamado el año 1979 "Año del Niño". Deseo, pues, en presencia de los Representantes de tantas naciones del globo aquí reunidos expresar el gozo que para cada uno de nosotros constituyen los niños, primavera de la vida, anticipo de la historia futura de cada una de las patrias terrestres actuales. Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro de modo diverso, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes, de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. La solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud es la verificación primera y fundamental de la relación del hombre con el hombre.

Y por esto, ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos los niños del mundo si no un futuro mejor en el respeto de los derechos del hombre llegue a ser una realidad plena en las dimensiones del dos mil que se acerca?

22. Pero en esta perspectiva debemos preguntarnos si continuará acumulándose sobre la cabeza de esta nueva generación de niños la amenaza de un exterminio común, cuyos medios se encuentran en las manos de los Estados contemporáneos, y especialmente de las mayores potencias de la tierra. ¿Acaso deberán heredar de nosotros, como un patrimonio indispensable, la carrera de armamentos? ¿Cómo podemos explicar esta carrera desenfrenada? Los antiguos solían decir: "Si vis pacem, para bellum: Si quieres la paz, prepara la guerra". Pero nuestra época, ¿puede creer todavía que la vertiginosa espiral de los armamentos sirva a la paz en el mundo? Alegando la amenaza de un enemigo potencial se piensa, en cambio, en guardarse a su vez un medio de amenaza para obtener la prevalencia con la ayuda del propio arsenal de destrucción. Incluso aquí está la dimensión humana de la paz que tiende a desaparecer en favor de eventuales imperialismos siempre nuevos.

Es necesario pues desear aquí, de manera solemne, a nuestros niños, a los niños de todas las naciones de la tierra, que no se llegue nunca a ese punto. Y por esto no ceso de suplicar cada día a Dios que nos preserve, con su misericordia, de semejante día terrible.

23. Al final de este discurso, deseo expresar una vez más ante todos los altos Representantes de los Estados aquí presentes, un sentimiento de estima y de profundo amor por todos los pueblos, por todas las naciones de la tierra, por todas las comunidades de hombres. Cada una de ellas tiene su propia historia y cultura: hago votos para que puedan vivir y desarrollarse en la libertad y en la verdad de la propia historia, ya que ésta es la medida del bien común de cada una de ellas. Hago votos para que cada uno pueda vivir y fortificarse con la fuerza moral de esta comunidad, que forma a sus miembros como ciudadanos. Hago votos para que las autoridades estatales respeten los justos derechos de cada ciudadano y puedan gozar, por el bien común, de la confianza de todos. Hago votos para que todas las naciones, incluso las más pequeñas, incluso aquellas que todavía no gozan de la plena soberanía y aquellas a las que se les ha quitado por la fuerza, puedan encontrarse en plena igualdad con las otras en la Organización de las Naciones Unidas. Hago votos para que la organización de las Naciones Unidas permanezca siempre como el foro supremo de la paz y de la justicia: auténtica sede de la libertad de los pueblos y de los hombres en su aspiración a un futuro mejor.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 41, p. 2, 13.

 



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