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VISITA PASTORAL A TURÍN

ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II
CON LA JUVENTUD DE TURÍN


Plaza de María Auxiliadora
Domingo 13 de abril de 1980

 

¿Podría faltar, carísimos jóvenes de la ciudad y de la archidiócesis de Turín, una cita especial con vosotros en ocasión de esta visita mía? ¿Podía faltar o no?

Entonces así nos encontrarnos en un punto fijo. Y debernos dar las gracias a los organizadores que han previsto tal cita y tal programa.

Encontrándome en vuestra tierra, he sentido, más que la conveniencia, la necesidad de dirigiros unas palabras de exhortación y aliento, incluso para sostener también la esperanza de cuantos, en los años difíciles que estamos viviendo, piensan en vosotros con renovada confianza.

1. Turín es una ciudad que en el sector religioso-educativo tiene tradiciones insignes y literalmente ejemplares. Presenta figuras selectas de hombres y de jóvenes que, aun habiendo vivido en época distinta a la nuestra, son de una sorprendente actualidad y pueden ofrecer lecciones validísimas al mundo moderno. Entre los muchos nombres que podría citar, elegiré solamente dos.

El primero es el de San Juan Bosco, que fue un gran educador de los jóvenes, hasta el punto de que su obra en favor de ellos ha tenido una amplia irradiación no sólo aquí en la región circundante, sino también en Italia y en el mundo.

¿Qué puedo decir de mi Cracovia, de mi Polonia? ¡Hay allí tantos salesianos! Yo he estado en una parroquia salesiana durante muchos años. Entonces no puedo dejar de hablar de San Juan Bosco.

Y he aquí que yo querría preguntar: ¿qué significa ser un gran educador? Significa, ante todo, ser un hombre que "comprende" a los jóvenes. Y, en efecto, sabemos que Don Bosco tenía una especial intuición del alma juvenil; siempre se hallaba dispuesto y atento para escuchar y comprender a los numerosos jóvenes que acudían a él en el centro juvenil de Valdocco y en el santuario de María Auxiliadora. Pero hay que añadir enseguida que el motivo de esta peculiar profundidad en "comprender" a los jóvenes fue que los "amaba" no menos profundamente. Comprender y amar: he aquí la insuperable fórmula pedagógica de Don Bosco, el cual —creo yo—, si hoy estuviera en medio de vosotros, sabría, con su madura experiencia de educador y con su buen sentido de auténtico piamontés, descubrir y distinguir eficazmente en vosotros el eco, no extinguido, de la palabra que Cristo dirige a quien quiere ser su discípulo: "Ven, sígueme" (Mt 19, 21; Lc 18, 22). ¡Sígueme con fidelidad y constancia; sígueme, desde este momento; sígueme, a través de los diversos y posibles caminos de tu vida! Yo creo que toda la obra de San Juan Bosco se resume y define en este su logrado y magistral "encaminamiento" de los jóvenes a Cristo.

El segundo nombre es el de Pier Giorgio Frassati, que es figura más cercana a nuestro tiempo (murió, en efecto, el año 1925) y nos muestra al vivo lo que realmente significa, para un joven laico, dar una respuesta concreta al "Ven y sígueme". Basta echar una ojeada, aunque sea rápida, sobre su vida, que se consumó en el arco de apenas 24 años, para entender cuál fue la respuesta que Pier Giorgio supo dar a Jesucristo: fue la de un joven "moderno", abierto a los problemas de la cultura, del deporte (un gran alpinista), a las cuestiones sociales, a los auténticos valores de la vida; y al mismo tiempo, la de un hombre profundamente creyente, compenetrado con el mensaje evangélico, solidísimo en su carácter, coherente, apasionado en el servicio a los hermanos y consumado en un ardor de caridad que lo llevaba a acercarse, en orden de, preferencia absoluta, a los pobres y a los enfermos.

2. ¿Por qué, al dirigirme a vosotros, he querido tomar el ejemplo de estas dos figuras? Porque valen para demostrar, desde dos distintos puntos de vista, en cierto sentido, lo que es esencial para la visión cristiana del hombre moderno. Uno y otro —Don Bosco como verdadero educador cristiano y Pier Giorgio como verdadero joven cristiano— nos indican que lo que más cuenta en tal visión es la persona y su vocación, tal y como fue establecida por Dios. Bien sabéis que es ya muy frecuente por mi parte esta referencia a la persona, porque se trata realmente de un dato fundamental, del que no se podrá jamás prescindir; y al decir persona no pretendo hablar de un humanismo autónomo y circunscrito a la realidad de este mundo. El hombre —conviene recordarlo— tiene en sí mismo un inmenso valor, pero no lo tiene por sí mismo, ya que lo ha recibido de Dios, que lo creó "a su imagen y semejanza" (Gén 1, 26-27). ¡Y no hay una definición del hombre adecuada, fuera de ésta! Este valor es como un "talento" y, según la enseñanza de la conocida parábola (Mt 25, 14-30), debe ser administrado bien: es decir, este valor de ser hombre, una persona, debe ser administrado bien, esto es, utilizado de modo que fructifique abundantemente. He ahí, jóvenes, la visión cristiana del hombre, la cual, partiendo de Dios Creador y Padre, hace descubrir la persona en lo que es y en lo que debe ser.

3. He hablado de fructificación y me ayuda también en esto el Evangelio, cuando propone —es una lectura que hemos encontrado recientemente en la sagrada liturgia— la comparación de la higuera estéril, que está en peligro de ser arrancada (cf. Lc 13, 6-9). El hombre debe fructificar en el tiempo, es decir, durante la vida terrena, y no solamente para sí, sino también para los demás, para la sociedad de la que forma parte integrante. Sin embargo, esta su actuación en el tiempo, precisamente porque él está "contenido" en el tiempo, no debe hacerle olvidar, ni pasar por alto, la otra dimensión esencial suya, la de un ser que está orientado hacia la eternidad; el hombre, por tanto debe fructificar simultáneamente también para la eternidad.

Y si quitamos al hombre esta perspectiva, quedará una higuera estéril.

Por una parte, debe "llenar de sí mismo" el tiempo de manera creativa, porque la dimensión ultraterrena no le dispensa ciertamente del deber de obrar con responsabilidad y originalmente, participando con eficacia y en colaboración con todos los demás hombres, a la edificación de la sociedad, según las concretas exigencias del momento histórico en que le toca vivir. Es éste el sentido cristiano de la "historicidad" del hombre. Por otra parte, este compromiso de fe sumerge al joven en una contemporaneidad que lleva en sí misma, en cierto sentido, una visión contraria al cristianismo. Esta anti-visión presenta estas características que recuerdo aunque sea sumariamente. Al hombre de hoy le falta frecuentemente el sentido de lo trascendente, de las realidades sobrenaturales, de algo que lo supera. El hombre no puede vivir sin algo que vaya más allá, que lo supere. El hombre se realiza si es consciente de esto, si se supera siempre a sí mismo, si se trasciende a sí mismo. Esta transcendencia está inscrita profundamente en la constitución humana de la persona. He aquí que, en la anti-visión, como he dicho, contemporánea, el significado de la existencia del hombre queda así "determinado" en el ámbito de una concepción materialista sobre los diversos problemas, como por ejemplo los de la justicia, del trabajo, etc. De ahí surgen esos contrastes multiformes entre las categorías sociales y entre las entidades nacionales, donde se manifiestan los diversos egoísmos colectivos. Es necesario, sin embargo, superar tal concepción cerrada y, en el fondo, alienante, contraponiendo a ella ese horizonte más amplio, que ya la recta razón y, más todavía, la fe cristiana, nos hacen entrever. Así, en efecto, los problemas encuentran una solución más completa; así, la justicia asume su plenitud y se realiza en todos sus aspectos; así las relaciones humanas, excluida toda forma de egoísmo, llegan a corresponder a la dignidad del hombre, como persona sobre la cual resplandece el rostro de Dios.

4. De todo ello se deduce la importancia de esa decisión, que vosotros, jóvenes, debéis tomar. Tomadla con Cristo, siguiéndole generosamente y aceptando sus enseñanzas, conscientes del eterno amor que en él ha encontrado su expresión suprema y su definitivo testimonio. Al deciros esto, no puedo ciertamente ignorar los obstáculos y peligros, por desgracia no pequeños ni infrecuentes, que se os presentan en los diversos ambientes del actual contexto social. Pero no debéis dejaros desviar; no debéis jamás ceder a la tentación, sutil y por lo mismo más insidiosa, de pensar que una decisión así pueda perjudicar a la formación de vuestra personalidad. No dudo en afirmar que tal opinión es totalmente falsa; creer que la vida humana, en el proceso de su crecimiento y de su maduración, pueda ser "disminuida" por el influjo de la fe en Cristo, es una idea que debe rechazarse. Es cierto exactamente lo contrario: así como la civilización resultaría empobrecida e incompleta sin la presencia del factor religioso, del factor cristiano, de igual modo la vida de cada hombre, y especialmente del joven, quedaría incompleta y vacía sin una fuerte experiencia de fe, alcanzada por un contacto directo con Cristo crucificado y resucitado. El cristianismo, la fe, creedme, jóvenes, confiere plenitud y culminación a vuestra personalidad; centrado como está en la figura de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre y, como tal, redentor del hombre, os lleva a la consideración, a la comprensión, al gusto de todo cuanto hay de grande, de hermoso y de noble en el mundo y en el hombre. La adhesión a Cristo no obstaculiza, sino que dilata y exalta los "impulsos" que la sabiduría de Dios Creador ha puesto en vuestras almas. La adhesión a Cristo no debilita, sino que refuerza el sentido del deber moral, proporcionándoos el deseo y la satisfacción de comprometeros en "algo que realmente merece la pena", dándoos, repito, el deseo y la satisfacción de comprometeros así, y previniendo el espíritu contra las tendencias, que hoy surgen con cierta frecuencia en el ánimo juvenil, a "dejarse llevar" o en dirección de una irresponsable o indolente abdicación, o por el camino de la violencia ciega y homicida. Sobre todo —recordadlo siempre—, la adhesión a Cristo será fuente de una alegría auténtica, de una alegría íntima. Os repito, la adhesión a Cristo es fuente de una alegría que el mundo no puede dar y que —como El mismo anunció a sus discípulos— ninguno podrá jamás quitaros (cf. Jn 16; 22), incluso estando en el mundo.

Esta alegría, como fruto de una fe pascual —y según he dicho esta mañana— fruto "de contacto" con Cristo, como don inefable de su Espíritu, quiere ser la conclusión de mi coloquio de hoy con vosotros. Quiero llegar a esta palabra "alegría". Quiero llegar a esta palabra, porque vivimos la semana pascual. El cristianismo es alegría, y quien lo profesa y lo refleja en su propia vida tiene el deber de testimoniar esa alegría, de comunicarla y difundirla en torno a sí. He aquí por qué he citado estas dos, figuras. Don Bosco: he ido de nuevo a visitar su tumba, y me ha, parecido siempre alegre, siempre sonriente. Y Pier. Giorgio: era un joven de una alegría contagiosa, una alegría que superaba también tantas dificultades de su vida porque el período juvenil es siempre también un período de prueba de las fuerzas.

Como jóvenes, os preparáis a construir no sólo vuestro porvenir sino también el de las generaciones futuras. Y, ¿qué vais a transmitirles? Os debéis hacer esta pregunta. ¿Sólo bienes materiales, con el añadido quizá, de una más rica cultura, de una ciencia más adelantada, de una más avanzada tecnología? O, además de esto  e incluso antes de esto, ¿no querréis, quizá transmitir esa superior perspectiva, a que antes he aludido, esos bienes de orden espiritual, que se llaman amor y libertad? Verdadero amor, verdadera libertad, os digo, porque se pueden fácilmente manipular estas grandísimas palabras: amor y libertad. Se pueden fácilmente manipular. En nuestra época nosotros somos testigos de una manipulación terrible de estas palabras: amor y libertad. Hay que encontrar el verdadero sentido de las dos palabras: amor y libertad. Os digo: debéis volver al Evangelio. Debéis volver a la escuela de Cristo. Transmitiréis después estos bienes de orden espiritual: sentido de la justicia en todas las relaciones humanas, promoción y tutela de la paz. Y os digo de nuevo, son palabras manipuladas, muchas, muchas veces manipuladas. Se debe volver siempre a la escuela de Cristo, para encontrar el verdadero, pleno, profundo significado de estas palabras. El necesario soporte para estos valores solamente está en la posesión de una fe segura y sincera, de una fe que abrace a Dios y al hombre, al hombre en Dios. Donde está Dios y donde está Jesucristo, su Hijo, es muy firme ese fundamento; es profundo, es profundísimo. No hay una dimensión más adecuada, más profunda para dar a esta palabra "hombre", a esta palabra "amor", a esta palabra "libertad", a estas palabras "paz" y "justicia": no hay otra, no hay otra que Cristo. Entonces, volviendo siempre a esta escuela, he aquí la búsqueda de esos dones preciosos que vosotros jóvenes debéis transmitir a las generaciones futuras, al mundo de mañana; será con El más fácil y no podrá dejar de lograr su objetivo.

A punto de despedirme de vosotros, deseo elevaros hacia esa visión de trascendente belleza, con la que vuestra vida cristiana adquiera solidez y crezca "de virtud en virtud" (Sal 83, 8) y florezca —porque sois jóvenes y debéis florecer— florezca en obras que, incluso para la sociedad terrena, sean premisa y promesa de un porvenir más humano y, por tanto, más sereno. ¡Es el imperativo mayor de esta época nuestra que se hace triste, y será todavía más triste, más trágica si no ve esa perspectiva que solamente vosotros jóvenes podéis darle, a nuestro siglo, a nuestra generación, a nuestra Italia, a nuestro mundo!

Y ahora hagamos venir a los cardenales, a los obispos. Demos la bendición a estos jóvenes. Ea, digamos una oración, el Padrenuestro, y después, después daremos una bendición a todos vosotros aquí presentes, los obispos junto con el Obispo de Roma, hoy peregrino en Turín.

¡Alabado sea Jesucristo! ¡Adiós!

 



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