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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA 

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II 
A LOS REPRESENTANTES DE LAS REALES ACADEMIAS,
DEL MUNDO DE LA UNIVERSIDAD, DE LA INVESTIGACIÓN,
DE LA CIENCIA Y DE LA CULTURA DE ESPAÑA

Madrid, miércoles 3 de noviembre de 1982

 

Excelentísimos e Ilustrísimos señores, señoras y señores,

1. Me es muy grato encontrarme hoy con un grupo tan calificado de hombres y mujeres, que representan a las Reales Academias, al mundo de la universidad, de la investigación, de la ciencia y de la cultura de España. Recibid ante todo mi más cordial agradecimiento por haber venido en gran número a encontrar al Papa.

Quiero expresaros con mi visita el profundo respeto y estima que nutro por vuestro trabajo. Lo hago hoy con especial interés, consciente de que vuestra labor —por las vinculaciones existentes y por la comunidad de idioma— puede también prestar una válida colaboración a otros pueblos, sobre todo a las naciones hermanas de Iberoamérica.

2. La Iglesia, que ha recibido la misión de enseñar a todas las gentes, no ha dejado de difundir la fe en Jesucristo y ha actuado como uno de los fermentos civilizadores más activos de la historia. Ha contribuido así al nacimiento de culturas muy ricas y originales en tantas naciones. Porque, como dije ante la UNESCO hace dos años, el vínculo del Evangelio con el hombre es creador de cultura en su mismo fundamento, ya que enseña a amar al hombre en su humanidad y en su dignidad excepcional.

Al crear recientemente el Pontificio Consejo para la Cultura insistí en que “la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe . . . Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida” (Juan Pablo II, Carta de fundación del Consejo Pontificio para la Cultura, 20 de mayo de 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 2 (1982) 1777).

3. Deseo reflexionar con vosotros sobre algunas de las responsabilidades que nos son comunes en el campo cultural, y a la vez tratar de descubrir los medios para enriquecer el diálogo entre la Iglesia y las nuevas culturas. Este diálogo es particularmente fecundo, si se dan las condiciones indispensables de colaboración y respeto mutuo, como lo demuestra la historia cultural de vuestra nación.

Vuestros intelectuales, escritores, humanistas, teólogos y juristas han dejado huellas en la cultura universal y han servido a la Iglesia de manera eminente. ¿Cómo no evocar a este respecto la influencia excepcional de centros universitarios como Alcalá y Salamanca? Pienso sobre todo en esos grupos de investigadores que han contribuido admirablemente a la renovación de la teología y de los estudios bíblicos; que han fundado sobre bases duraderas los principios del derecho internacional; que han sabido cultivar con tanto esplendor el humanismo, las letras, las lenguas antiguas; que han podido producir sumas, tratados, monumentos literarios, uno de cuyos símbolos más prestigiosos es la Políglota Complutense.

A la luz de esta noble tradición hemos de pensar en las condiciones permanentes de la creatividad intelectual. Me referiré brevemente a la libertad de la investigación hecha en común, a la apertura a lo universal y al saber concebido como servicio al hombre integral.

4. En España, como en otros países de Europa, generaciones enteras de investigadores, profesores y autores han tenido gran fecundidad gracias a la libertad de investigación, que les aseguraban comunidades universitarias de régimen autónomo; de ellas, el Rey o la Iglesia se hacían frecuentemente garantes.

Esos centros universitarios, reuniendo a maestros especializados en diversas disciplinas, constituían un medio propicio para la creatividad, la emulación y el diálogo constante con la teología. La universidad aparecía ante todo como un asunto de los mismos universitarios y, en la colaboración entre maestros y discípulos, se realizaban las condiciones favorables para el descubrimiento, la enseñanza y difusión del saber.

Los maestros sabían que, en campo teológico, la investigación implica fidelidad a la Palabra revelada en Jesucristo y confiada a la Iglesia. También el diálogo entre teología y Magisterio se reveló muy fecundo. Obispos y teólogos sabían encontrarse, en beneficio común de pastores y profesores.

Si en momentos como los de la Inquisición se produjeron tensiones, errores y excesos - hechos que la Iglesia de hoy valora a la luz objetiva de la historia - es necesario reconocer que el conjunto de medios intelectuales de España había sabido reconciliar admirablemente las exigencias de una plena libertad de investigación con un profundo sentido de la Iglesia. Lo atestiguan las innumerables creaciones de escritos clásicos que los maestros, sabios y autores de España supieron aportar al tesoro cultural de la Iglesia.

5. Se nota también en la tradición intelectual de vuestra nación la apertura a lo universal, que ha dado reputación y fama a vuestros maestros.

Vuestros sabios e investigadores han tenido los ojos abiertos a la historia clásica y bíblica, a los demás países de Europa, al mundo antiguo y nuevo. Vuestros autores han sido pioneros geniales en la ciencia de las relaciones internacionales y del derecho entre las naciones.

El rápido establecimiento de universidades de alto prestigio calcadas en la de Salamanca, de las que llegarán a implantarse hasta treinta en las nacientes Américas, es otra prueba del universalismo que durante largo tiempo ha caracterizado a vuestra cultura, enriquecida por tantos descubrimientos y descubridores, y por la influencia profunda de tantos misioneros en el mundo entero.

El papel que vuestro país ha reconocido a la Iglesia, ha dado a vuestra cultura una dimensión especial. La Iglesia ha estado presente en todas las etapas de la gestación y del progreso de la civilización española.

Vuestra nación ha sido el crisol donde tradiciones muy ricas se han fundido en una síntesis cultural única. Los rasgos característicos de las colectividades hispánicas se han enriquecido con aportaciones históricas del mundo árabe —vuestra armoniosa lengua, arte y toponimia dan prueba de ello— fusionándose en una civilización cristiana ampliamente abierta a lo universal. Tanto dentro como fuera de sus fronteras, España se ha hecho a sí misma, acogiendo la universalidad del Evangelio y las grandes corrientes culturales de Europa y del mundo.

6. Vuestros maestros y pensadores tenían también el sentimiento de servir al hombre integral, de responder a sus necesidades psíquicas, intelectuales, morales y espirituales. Nació así una ciencia del hombre, en la que colaboraban tanto los médicos como los filósofos, teólogos, moralistas y juristas.

Un lugar aparte corresponde a vuestros grandes maestros espirituales. Su obra tuvo una difusión que desbordó rápidamente vuestras fronteras para extenderse a la Iglesia entera. Pensemos en Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, doctores de la Iglesia, Santo Domingo, Fray Luis de Granada, San Ignacio de Loyola, figuras gigantes en el campo de la espiritualidad.

Ellos han prestado grandes servicios también a la cultura del hombre, continuando una larga tradición en la que destacan precursores eminentes como San Isidoro de Sevilla, uno de los primeros enciclopedistas católicos, y San Raimundo de Peñafort, autor de una de las primeras síntesis del derecho en vuestro país. Todos esos hombres y mujeres son maestros en el sentido pleno de la palabra, que han sabido, con una inteligencia excepcional y profética, servir al hombre en sus aspiraciones más altas. ¿Quién puede medir su influencia y el efecto duradero de sus enseñanzas, escritos y creaciones? Son testigos maravillosos de una cultura que concebía al hombre como creado a imagen de Dios, capaz de dominar el mundo, pero llamado sobre todo a un progreso espiritual cuyo modelo perfecto es Jesucristo.

7. Estas lecciones de la historia de España merecen ser recordadas. En primer lugar para rendir un homenaje a la contribución insigne que vuestros maestros, sabios, investigadores y vuestros santos aportaron a la humanidad entera, la cual no sería lo que es sin la herencia hispánica.

Otra razón nos invita hoy, en contextos históricos muy diversos, a reflexionar sobre las condiciones que pueden en nuestros días favorecer la promoción de la cultura y de la ciencia, y estimular las investigaciones sobre el hombre, de las que tanta necesidad tiene nuestra época.

Para los hombres y las mujeres de cultura es de gran provecho meditar sobre los presupuestos de la creatividad intelectual y espiritual. Y que, hoy como ayer, reclaman un clima de libertad y de cooperación entre investigadores, con una actitud de apertura a lo universal y con una visión integral del hombre.

8. La primera condición es que se asegure la libertad de espíritu. En la investigación, en efecto, es necesario tener libertad para buscar y anunciar los resultados.

La Iglesia apoya la libertad de investigación, que es uno de los atributos más nobles del hombre. A través de la búsqueda, el hombre llega a la Verdad: uno de los nombres más hermosos que Dios se ha dado a sí mismo. Porque la Iglesia está convencida de que no puede haber contradicción real entre la ciencia y la fe, ya que toda realidad procede en última instancia de Dios creador. Así lo afirmó el Concilio Vaticano II (Cfr. Gaudium et Spes, 36).  También yo le he recordado en varias ocasiones a los hombres y mujeres de ciencia. Es cierto que ciencia y fe representan dos órdenes de conocimiento distintos, autónomos en sus procedimientos, pero convergentes finalmente en el descubrimiento de la realidad integral que tiene su origen en Dios (Cf. Discurso en la Catedral de Colonia, 15 de noviembre de 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980) 1200 ss). 

Por parte de la Iglesia, como por parte de los mejores sabios modernos, tiende a establecerse un amplio acuerdo sobre ese punto. Las relaciones entre el mundo de las ciencias y la Santa Sede se han hecho cada vez más frecuentes, marcadas por una comprensión recíproca. Sobre todo desde los tiempos de mi predecesor Pío XII y luego de Pablo VI, los Papas han entrado en un diálogo cada vez más frecuente con numerosos grupos de sabios, de especialistas, de investigadores, que han encontrado en la Iglesia un interlocutor deseoso de comprenderles, de animarles en su investigación, manifestándoles a la vez una profunda gratitud por el servicio indispensable que la ciencia presta a la humanidad.

Si en el pasado se produjeron serios desacuerdos o malentendidos entre los representantes de la ciencia y de la Iglesia, esas dificultades han sido hoy prácticamente superadas, gracias al reconocimiento de los errores de interpretación, que han podido deformar las relaciones entre fe y ciencia, y sobre todo gracias a una mejor comprensión de los respectivos campos del saber.

En nuestros días, la ciencia plantea problemas a otro nivel. La ciencia, y la técnica derivada de ella, han provocado profundos cambios en la sociedad, en las instituciones y también en el comportamiento de los hombres. Las culturas tradicionales han sido trastornadas por las nuevas formas de comunicación social, de producción, de experimentación, de explotación de la naturaleza y de planificación de las sociedades.

Ante ello, la ciencia ha de sentir en adelante una responsabilidad mucho mayor. El futuro de la humanidad depende de ello. ¡Hombres y mujeres que representáis la ciencia y la cultura: vuestro poder moral es enorme! ¡Vosotros podéis conseguir que el sector científico sirva ante todo a la cultura del hombre y que jamás se pervierta y utilice para su destrucción! Es un escándalo de nuestro tiempo que muchos investigadores estén dedicados a perfeccionar nuevas armas para la guerra, que un día podrían demostrarse fatales.

Hay que despertar las conciencias. Vuestra responsabilidad y posibilidades de influjo en la opinión pública son inmensas. ¡Hacedlas servir para la causa de la paz y del verdadero progreso del hombre! ¡Cuántas maravillas podría llevar a cabo nuestro mundo, si los mejores talentos y los mejores investigadores se dieran la mano para explorar las vías del desarrollo de todos los hombres y de todas las regiones de la tierra!

Para ello, nuestra época tiene necesidad de una ciencia del hombre, de una reflexión e investigación originales. Al lado de las ciencias físicas o biológicas, es necesario que los especialistas de las ciencias humanas den su contribución. Está en juego el servicio del hombre, que hay que defender en su identidad, su dignidad y grandeza moral, porque es una res sacra, como bien dijo Séneca.

9. La amplitud de los temas enunciados podría desanimar a los investigadores o pensadores aislados. Por esto, hoy más que nunca, la investigación debe realizarse en común. Es tal hoy día la especialización de las disciplinas, que para la eficacia de la investigación, y más aún para servir al hombre, los investigadores han de trabajar en común. No sólo por exigencia metodológica, sino para evitar la dispersión y dar una respuesta adecuada a los complejos problemas que han de afrontarse.

Partiendo de las necesidades del hombre individual y social, los centros de investigación y las universidades habrán de superar el fraccionamiento de disciplinas, si es necesario metodológicamente, a fin de que los grandes problemas del hombre moderno, que se llaman desarrollo, hambre en el mundo, justicia, paz, dignidad para todos, sean afrontados con competencia y eficacia. Los poderes públicos y la comunidad internacional tienen necesidad de los talentos de todos y deben poder contar con vuestro trabajo común.

La Iglesia y los católicos desean participar activamente en el diálogo común con sabios e investigadores. Numerosos católicos realizan ya una función eminente en los diferentes sectores del mundo universitario y de la investigación. Su fe y su cultura les proporcionan fuertes motivaciones para continuar su tarea científica, humanística o literaria Son un testimonio elocuente de la validez de la fe católica y del interés de la Iglesia en todo lo que atañe a la cultura y a la ciencia.

La Iglesia sigue con particular interés la vida del mundo universitario, porque es consciente de que en él se forman las generaciones que ocuparán los puestos clave en la sociedad de mañana. Ella desea poder realizar también su tarea propia en el campo universitario, y por esto alienta la constitución y desarrollo de universidades católicas.

En un diálogo entre responsables de la Iglesia y de los poderes públicos, es deseable que se logren acuerdos prácticos que permitan a las universidades católicas dar a las comunidades nacionales el servicio original propio. Reconociendo esta aportación, los poderes públicos sirven en definitiva la causa de las identidades culturales, múltiples y diversas en la sociedad pluralista de hoy.

10. Una exigencia particularmente importante hoy para la renovación cultural es la apertura a lo universal. En efecto, se advierte con frecuencia que la pedagogía queda reducida a la preparación de los estudiantes para una profesión, pero no para la vida, porque, más o menos conscientemente, se ha disociado a veces la educación de la instrucción.

Y sin embargo, la Universidad debe desempeñar su función indispensable de educación. Esto supone que los educadores sepan transmitir a los estudiantes, además de la ciencia, el conocimiento del hombre mismo; es decir, de su propia dignidad, de su historia, de sus responsabilidades morales y civiles, de su destino espiritual, de sus lazos con toda la humanidad.

Ello exige que la pedagogía de la enseñanza se base en una imagen coherente del hombre, en una concepción del universo que no parta de concepciones apriorísticas y que sepa también acoger lo trascendente. Para los católicos, el hombre ha sido creado a imagen de Dios y está llamado a trascender el universo.

Las culturas que encontraron sus raíces y vitalidad en el cristianismo, reconocían además la importancia de la fraternidad universal entre los hombres. El nuevo humanismo, del que tanto necesita nuestro tiempo, ha de potenciar la solidaridad entre todos los seres humanos. Sin ello no pueden resolverse los grandes problemas, como la instauración de la paz, el intercambio pacífico de recursos naturales, la ecología, la búsqueda de empleo para todos, la implantación de la justicia social.

En la familia, en la escuela y en la Universidad, las nuevas generaciones aprenderán las exigencias de la comprensión internacional, del respeto mutuo y de la cooperación eficaz en las tareas de desarrollo del mundo. La paz internacional, que es hoy una aspiración tan profunda de la humanidad, será el fruto de esta comprensión universal, capaz de acallar los prejuicios, los rencores y los conflictos. Sí, las raíces de la paz son de orden cultural y moral. Sí, la paz es una conquista espiritual del hombre.

11. Finalmente, el progreso de la cultura está unido en definitiva al crecimiento moral y espiritual del hombre. Porque es por medio de su espíritu que el hombre se realiza en cuanto tal. Para ello hay que tener una visión del hombre integral.

Por eso la Iglesia siente la responsabilidad de defender al hombre contra ideologías teóricas o prácticas que lo reducen a objeto de producción o de consumo; contra las corrientes fatalistas que paralizan los ánimos; contra el permisivismo moral que abandona al hombre al vacío del hedonismo; contra las ideologías agnósticas que tienden a desalojar a Dios de la cultura.

Séame permitido hacer una llamada a los hombres y a las mujeres que desean el progreso real de la cultura, para que mediten las páginas luminosas del Concilio Vaticano II, que ofrecen a nuestro tiempo una antropología capaz de orientar hacia la reconstrucción de una sociedad digna de la grandeza del hombre.

Nuestro Creador y Maestro nos dijo: “Conozco lo que hay dentro del hombre”. La Iglesia, después de El, enseña que el hombre, creatura sublime de Dios, es capaz de la santidad y también de cualquier maldad. La Iglesia, “experta en humanidad”, según la expresión de mi predecesor Pablo VI, sabe también lo que hay en el hombre.

A pesar de todos sus fracasos, él está llamado a la grandeza moral y a la salvación que se realiza en Jesucristo, Hijo de Dios, que amó al hombre hasta asumir su misma condición humana y ofrecerle su ayuda. Esta es la razón de nuestra confianza en la capacidad del hombre de superarse, de amar a sus hermanos, de construir un mundo nuevo, una “civilización del amor”.

A los teólogos e intelectuales católicos les exhorto a profundizar en estos datos fundamentales de la antropología cristiana y a ilustrar su significación práctica para la sociedad moderna.

Señoras y Señores: como dije ante la UNESCO, vuestra contribución personal es importante, es vital. Continuad siempre (Discurso en la UNESCO, 2 de junio de 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980) 1636 ss). La Iglesia alienta vuestro esfuerzo.

Y ojalá que en vuestro deber bien cumplido, en vuestro servicio a la humanidad, encontréis esa Verdad total, que da sentido pleno al hombre y a la creación. Esa Verdad que es el horizonte último de vuestra búsqueda. He dicho.

 



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