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VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SECRETARIADO EPISCOPAL DE AMÉRICA CENTRAL (SEDAC)

San José de Costa Rica
Miércoles 2 de marzo de 1983

 

Queridos hermanos en el Episcopado,

1. “Ubi caritas et amor Deus ibi est”: Donde reina la caridad y el amor allí está Dios. Es el Señor quien hoy, al comienzo de mi visita apostólica a América Central, Belice y Haití nos reúne en su amor, conformándonos, como en la comunidad primitiva, en “un solo corazón y una sola alma” (Cfr. Hch 1, 14). 

Como signo de particular benevolencia y comunión con vosotros, Pastores de la grey de Cristo, he querido que esta peregrinación de amor, de reconciliación, de paz, que movido por el Espíritu Santo y por la solicitud hacia todas las Iglesias (Cfr. 2 Cor. 11, 28),  he emprendido, se abriera con este encuentro. Es el encuentro fraterno del Sucesor de Pedro con los sucesores de los Apóstoles, y el de todos con el Pastor de los Pastores, Jesucristo.

Os saludo pues con gran afecto, y en vosotros saludo también con cariño a todos y cada uno de los miembros de vuestras respectivas diócesis y de todas las naciones y pueblos de América Central, hermanos entre sí por tantos títulos.

A lo largo de estos días quiero, como San Pablo, anunciar a Cristo crucificado, muerto y resucitado (Cfr. 1 Cor 1, 23; 15, 3 s),  en quien reside nuestra unidad, nuestra esperanza y en quien tenemos la vida en plenitud. Es la palabra viva del Evangelio la que debe caer, una vez más, como semilla fecunda sobre esta tierra buena de vuestros pueblos.

Durante mi visita a los diversos países me propongo desarrollar algunos temas que considero más importantes en el actual momento histórico de vuestras amadas Iglesias particulares. Quiero hablar con corazón de padre y afecto de hermano a todo el Pueblo de Dios. Y como la visita quiere tener el carácter unitario que imponen las mismas condiciones externas, lo que en cada etapa o lugar exprese a un sector eclesial, lo dirijo a ese mismo sector de toda América Central y, más ampliamente, de América Latina. En esa enseñanza global hallará también un nuevo motivo de radical unidad en Cristo el amplio mosaico formado con cada una de vuestras Iglesias locales, esparcidas en las varias naciones. Y que en el único Señor están vinculadas inseparablemente a la Iglesia universal.

2. La existencia de quien cree que Jesús es el Señor (Cfr. Flp 2, 11) sólo puede desarrollarse en un diálogo de amor, en el cual es El, Jesucristo, quien toma la iniciativa. Este diálogo ha de tener la actitud de servicio para el cual El nos eligió (Cfr. Jn 15, 16). 

En efecto, en el centro de nuestra elección como Pastores de su Iglesia y del envío para anunciar el Evangelio, está la pregunta que el Señor hizo a Pedro: “Simón, hijo de Juan, me amas?” (ib. 21, 15).  Es la pregunta que formula, en cierta forma, a cada obispo. Porque sólo en el amor nos es posible entender nuestra vocación eclesial. Y nuestro servicio a los hermanos tiene su punto de partida en nuestra unidad con el Señor, del cual somos sacramento (Cfr. Lumen gentium, 21), embajadores (Cfr. 2 Cor. 5, 20),  no obstante que llevamos el aroma de Cristo en vasos frágiles (Cfr. ib. 4, 7). 

El diálogo de amor en el Señor que nos permite decir con plena sinceridad, a pesar de nuestra flaqueza: “Señor, tú sabes que te amo” (Jn 21, 16),  está a la raíz de la confianza con la que El pone bajo nuestro cuidado las comunidades eclesiales. Es éste un compromiso de fidelidad, fuente asimismo de fecundidad, de energía pastoral. Porque nuestra fortaleza no proviene del peso de las armas, sino del Evangelio. Por ello ya en el discurso inaugura de la Conferencia de Puebla os hacía presente cómo no era la calidad de técnicos o de políticos lo que, como obispos, podríais aportar, porque no es ésa vuestra misión, sino la calidad de Pastores. Es lo que ahora os repito: que os esmeréis en ser guías y dechados de la grey (Cfr. 1 P 5, 3) y que, como Jesús, sepáis ser los buenos Pastores que vais siempre delante de vuestros fieles, para mostrarles el camino seguro, curar sus heridas y miserias, sus divisiones y caídas, y reconciliarlos en una nueva unidad en el Señor, quien no cesa de convocar a la unidad en El.

3. Unidad en la Iglesia.

El Señor resucitado reúne a la Iglesia. Ella es sacramento de comunión (Cfr. Gaudium et Spes, 5, 3), “koinonía”, comunión en torno al Resucitado: “Que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en Ti” (Jn 17, 21).  ¡Qué admirable llamada a la unidad, la víspera de su pasión! No se trata de una unidad resultado de artificios y componendas, de cálculos, de la suma de transacciones indebidas. No es la unidad lograda a costa de diluir la identidad. No es tampoco la simple asociación “terna de mera convivencia. Es la unidad en su forma más plena y perfecta la que nos es propuesta como ejemplo: la del Hijo con el Padre (Cfr. ib. 10, 30).  Es unidad de amor, de comunicación, de entrega; unidad, en una palabra, afectiva y efectiva.

Vosotros sois en la Iglesia, lo recuerda el último Concilio, “principio de unidad” (Cfr. Lumen gentium, 23). El eje y la fidelidad de la misión de Pastores es ser instrumentos de unidad en la comunidad.

Vuestra realidad de maestros está orientada hacia la unidad en la fe. La Iglesia es comunidad de creyentes, es decir, de quienes participan de una misma fe. Y para tutelar y enriquecer la unidad de la fe en la comunidad y, por lo tanto, la identidad eclesial, el Espíritu de Cristo sostiene la vida dinámica del Magisterio, servicio vital de la Iglesia.

Servicio a la unidad es la evangelización, por la que nacen las Iglesias. La Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi ha contribuido notablemente, como lo comprobasteis en la Conferencia de Puebla, a profundizar en lo que es la misión esencial de la Iglesia. De ahí la fuerte insistencia en la absoluta prioridad de la evangelización.

En estrecha correlación está la necesidad de la catequesis, sobre la que se contienen pautas bien precisas en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae. Porque sin una activa e infatigable evangelización, sin una lúcida y sistemática catequesis, la fe se debilitaría. Y correría serios riesgos la unidad verdadera. Prestaréis un servicio insigne a vuestras Iglesias si asociáis cada vez más el laicado a tan importantes tareas.

4. Hemos de estar siempre atentos para que ni se suplante, ni se desarticule nuestro universo de fe. Podría acontecer cuando criterios meramente humanos reemplazaran los contenidos de fe o cuando la coherencia e intrínseca cohesión del símbolo de la fe fueran descuidados.

A tal fin resulta indispensable una adecuada elaboración en el campo de la cristología y de la eclesiología. Principios certeros al respecto fueron señalados en el Documento de Puebla que recogió cuanto manifesté al principio de la III Conferencia General (Cfr. Juan Pablo II, Discurso durante la inauguración de la III Conferencia general del Episcopado latinoamericano, Puebla, México, 28 de enero de 1979, en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II [1979] 188 ss.). 

Una auténtica cristología no puede dejar de lado ni la integridad de la revelación neotestamentaria, aprovechando debidamente los avances serios reconocidos en la investigación, ni la indispensable referencia al Magisterio. No se puede hacer una cristología que sirva de alimento a nuestras comunidades, si el trabajo teológico no hunde sus raíces en la fe de la Iglesia y en una fe personal que hace ofrenda de la propia existencia al Señor.

¿Cómo, por otra parte, elaborar la eclesiología sin vivir en plenitud el “sentire cum Ecclesia”? ¿Cómo sentir con la Iglesia si no se la ama con corazón de hijos? Sobre la exigencia de un ferviente y profundo amor a la Iglesia como madre, retornaré en la homilía de mañana.

Sé bien, queridos hermanos, que estáis llevando a cabo un decidido esfuerzo en cumplimiento de vuestra misión y que se observa en muchas partes un empeño renovador, a cuya cabeza estáis vosotros. Porque queréis ser servidores de la unidad en fidelidad a la fe, en todo lo que constituye la vida sacramental de la Iglesia. Esta, en efecto, es congregada por la Palabra y la Eucaristía, centro de toda la vida sacramental. Por ello no seria completa ni comprensible una evangelización que no culminara en la práctica sacramental. Y como la comunidad cristiana vive de la Eucaristía, nunca es más honda su unidad que cuando parte concordemente el pan de la Palabra y de la Eucaristía.

Son realidades que es preciso vivir al calor de la Iglesia, familia de Dios. No se os ocultan, por otra parte, los peligros y no los pasáis en silencio en vuestras Cartas pastorales, en la línea de Puebla. A ello me he referido con preocupación en mensajes a algunas de vuestras Conferencias Episcopales.

5. La unidad interna de la Iglesia exige el acatamiento pronto y sincero a la enseñanza de los Pastores. Esto ha logrado crear, a través de los siglos, un rico patrimonio espiritual en América Latina; y en América Central ha sido posible por el sentido de leal comunión del pueblo fiel.

Hay un sentido cristiano del Pueblo de Dios, un “sensus fidelium”, que constituye una garantía y como una muralla invulnerable a los ataques e insidias. Vuestros pueblos son fieles; y cuando se les da el pan limpio y puro del Evangelio, lo aceptan con prontitud; y, al contrario, saben distinguir cuándo está adulterado. “Bendito seas, Señor, Dios del cielo y de la tierra, porque has ocultado esto a los sabios y a los inteligentes y lo has reservado a los pequeños” (Mt 11, 25). 

En nuestro corazón de Pastores se eleva esta misma plegaria agradecida al Padre de las misericordias por la fe en América Latina, que en muchos casos se vuelve, con todo derecho, exigente.

Procurar por ello con todo empeño conservar y fortalecer ante todo vuestra propia unidad. Dentro de cada Conferencia Episcopal y también a nivel más amplio. Como leemos en la Carta a los Colosenses: “Sobre todas estas cosas tened caridad que es vínculo de perfección, y la paz de Cristo exulte en vuestros corazones, en la cual habéis sido llamados, en un mismo cuerpo” (Col 3, 14-15). 

No os faltará así el respeto y la obediencia del pueblo fiel que sabe que a través de vuestro ministerio se acerca al mismo Cristo, a quien el obispo representa, es decir, hace presente, y en cuyo nombre y persona actúa.

En torno a los obispos consérvese asimismo viva la unidad de los sacerdotes, “próvidos colaboradores” del ministerio episcopal; la de los religiosos, religiosas y laicos. La mejor garantía para una predicación fecunda es el testimonio de la unidad de la Iglesia. Antes como ahora ha de ser real esta comprobación que dispone a recibir la Palabra de Dios: “Ved cómo se aman”.

En esa unidad en la fe debe crecer el verdadero ecumenismo, que es deseo de fidelidad a Cristo en la doctrina y en las actitudes. Y que ha de traducirse en leal colaboración.

6. Tal unidad debe crecer en torno a las enseñanzas del último Concilio, fuente de permanente revitalización eclesial. Tenemos en él el criterio más certero de renovación en el momento presente.

Los Sínodos de los Obispos son otro valioso instrumento de rejuvenecimiento y unidad. Y a otro nivel, el Documento de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano debe también seguir contribuyendo a la unidad, tanto en lo doctrinal, como en lo pastoral. Allí ratificasteis, en efecto, vuestra firme voluntad de unidad. Esa unidad en la Iglesia de Cristo que se hace, como bien lo sabéis, en torno a Pedro. Hoy, aquí reunidos, somos un testimonio de comunión en Cristo que, sin duda alguna, llena de alegría y de confianza a todos vuestros fieles.

En Costa Rica tiene asimismo su sede el Secretariado Episcopal de América Central, el SEDAC, nacido precisamente de la necesidad sentida de coordinar la acción pastoral en la región. Con profunda estima saludo a todos los miembros de este organismo episcopal, que mantiene con el CELAM íntimos lazos que lo ayudan a un mejor servicio eclesial.

Son diversas e importantes formas de comunión pastoral para un más fecundo trabajo en las Iglesias, que no pueden estar aisladas, sino muy compenetradas recíprocamente.

7. Unidad en la sociedad.

La comunidad eclesial es y debe ser fermento en el mundo. Es germen firmísimo de unidad y de paz. Hay, desgraciadamente, factores de división que se ciernen peligrosamente sobre vuestros países. Abundan las tensiones, los entrenamientos que amenazan con graves conflictos y se han abierto las puertas al torrente desolador de la violencia en todas sus formas. ¡Cuántas vidas segadas cruel e inútilmente! Pueblos que tienen derecho a la paz y a la justicia, se ven sacudidos por luchas inhumanas, por el odio, la venganza. Gentes honestas y laboriosas han perdido la tranquilidad y la seguridad.

Y, sin embargo, sólo por los caminos de una paz digna y justa es posible alcanzar el progreso al que vuestros pueblos tienen perfecto derecho y que por demasiado tiempo les ha sido negado. Sólo con el respeto a la eminente dignidad del hombre, de todos los hombres, se podrá lograr un futuro mejor y en armonía con sus legítimas aspiraciones.

El Evangelio se constituye en defensa del hombre, sobre todo de los más pobres y desvalidos, de quienes carecen de bienes de esta tierra y son marginados o no tenidos en cuenta.

El amor al hombre, imagen viva de Dios, ha de ser el mejor incentivo para respetar y hacer respetar los derechos fundamentales de la persona humana. Por eso la Iglesia se levanta como defensora del hombre, a la vez que como estandarte de paz, de concordia, de unidad. Son éstos también los objetivos que no olvido en esta mi visita.

Es efectivamente necesario y urgente en vuestros países que la Iglesia, al proclamar la Buena Nueva del Evangelio a pueblos que sufren intensamente y desde hace largo tiempo, continúe exponiendo con valentía todas las implicaciones sociales que comporta la condición de cristiano.

Sin olvidar nunca que su primera e indeclinable misión es la de predicar la salvación en Cristo. Pero sin ocultar a la vez situaciones que son incompatibles con una sincera profesión de fe, y tratando de suscitar aquellas actitudes de conversión eficaz a las que debe conducir esa misma fe.

Al cumplir tal misión, todo hombre de Iglesia deberá tener en cuenta que no puede recurrir a métodos de violencia que repugnan a su condición cristiana, ni a ideologías que se inspiran en visiones reductivas del hombre y de su destino trascendente. Por el contrario, desde la clara identidad del Evangelio y de una visión integral del ser humano, se esforzará con todas sus energías por eliminar la opresión, la injusticia en sus diversas formas, tratando de ampliar los espacios de significación del hombre (Cfr. Laborem Exercens, 13).

Aquí ha de hallar su fiel e improrrogable aplicación la enseñanza social de la Iglesia, que rechaza como inadecuados y nocivos tanto los planteamientos materialistas del capitalismo puramente economista, como los de un colectivismo igualmente materialista, opresores de la dignidad del hombre. 

Admiro vuestra entrega como Pastores en circunstancias tan difíciles para vuestros pueblos. Vuestro ejemplo de unidad como obispos, y el de las comunidades que apacentáis, sea garantía de concordia también social, que desde el corazón de la Iglesia tiende puentes dentro y fuera de cada una de vuestras patrias. Que el Señor conceda el don de la concordia y la paz a naciones hermanas con una misma historia, una misma tradición y una misma vocación de libertad.

8. No son, no pueden ser las actuales situaciones de lucha y de desconfianza, de inhumanidad –que por desgracia prevalecen dolorosamente en más de una nación de esta área geográfica–, algo que fatalmente deba prolongarse. Para poner fin a tan doloroso estado de cosas, contribuid con todas vuestras fuerzas, obispos de América Central, a crear un mundo más digno del hombre, más justo, solidario y fraterno.

La fe nos dice que podemos tomar responsablemente las riendas de la historia para ser artífices de nuestro propio destino. El Señor de la historia hace al hombre y a los pueblos protagonistas, sujetos de su propio futuro, respondiendo al llamado de Dios. Todo lo ha puesto a disposición del hombre, rey de la creación, para hacer de lo creado un himno de alabanza a Dios; y la gloria de Dios es el hombre viviente, que tiene su vida en la visión de Dios (Cfr. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7: PG 7, 105). 

Durante estas jornadas de renovación volveré con frecuencia al tema de la justicia y de la paz. No ahorraré esfuerzos para rogar a todos que movilicen las energías existentes a fin de lograr que la una y la otra alumbren vuestro destino; tanto dentro de cada país como a nivel internacional. Sí, preservada a toda costa la concordia entre vuestras naciones. Nada tan lamentable y alarmante como la mera amenaza de una guerra que arrasaría a los países en la contienda y los convertiría en luctuoso escenario de intereses foráneos.

Sed portadores, queridos Pastores, de estos mismos sentimientos a todos los países y comunidades que lleno de ilusión y esperanza visitaré. Unidos íntimamente a Cristo traduzcamos más y más, en nuestras actitudes y procederes, en la Iglesia y en la sociedad, la recomendación de San Pablo: “Os exhorto, hermanos, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, a que estéis todos de acuerdo y que no haya divisiones entre vosotros, que estéis muy unidos en un mismo espíritu y un mismo pensamiento” (1 Cor 1, 10). 

Pongo estos objetivos y mi peregrinación bajo la protección de la Madre de Dios y de la Iglesia. Ella que acompañaba tiernamente al Colegio de los Apóstoles al recibir la fuerza del Espíritu, os obtenga de su Hijo la gracia, fortaleza y perseverancia que necesitáis en vuestro abnegado servicio a la Iglesia. Así sea.  

 



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