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VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES DE AMÉRICA CENTRAL

San Salvador, domingo 6 de marzo de 1983

 

Queridos hermanos y hermanas,

1. En este encuentro dedicado a los sacerdotes de El Salvador y de toda el área de América Central, y que tiene lugar en el marco de este Centro educativo Beato Marcelino Champagnat, están también presentes los religiosos, religiosas y seminaristas salvadoreños que han querido venir a ver al Papa.

Aunque ya me he dirigido –o lo haré en los próximos días– a los sectores de la vida consagrada desde otras de las naciones cercanas, os saludo a todos muy cordialmente y os expreso mi profunda estima y agradecimiento por vuestra importantísima tarea eclesial. Pido al Señor que os dé fuerzas, aliento y esperanza para continuar generosamente en vuestro puesto. Y os bendigo a todos con gran afecto.

Ahora me dirijo a los sacerdotes. Siguiendo el consejo del Maestro, vengo a vosotros, presbíteros de una Iglesia que ha sufrido y sufre todavía, como hermano (cf. Mt 23, 8) y amigo (cf. Jn 15, 14-15); también como testigo de los sufrimientos de Cristo (cf. 1 P 5, 1). 

Quisiera saludaros uno a uno, llamaras por vuestro nombre, escuchar vuestra experiencia, llegar con cada uno de vosotros hasta el lugar donde se desarrolla vuestro ministerio en medio del Pueblo de Dios, en las ciudades o en los pueblos, entre los campesinos y los obreros. Quisiera sobre todo reiteraros mi afecto más profundo, el agradecimiento de toda la Iglesia por vuestro testimonio sacerdotal, el aliento para que permanezcáis fieles aun en medio de las dificultades.

2. En este momento breve e intenso de comunión sacerdotal, quiero confiaros algunas reflexiones que nacen del deseo de confirmar en vosotros la identidad de vuestro sacerdocio y el compromiso de vuestra misión aquí y ahora.

En nuestra vida sacerdotal tenemos necesidad de reavivar constantemente esa gracia que se nos ha dado por la imposición de las manos (cf 2 Tm 1, 6), como se aviva la llama entre las brasas. El recuerdo de la gracia sacerdotal, que permanece en nosotros para siempre en virtud del carácter, nos permite renovarnos en esa gracia de configuración a Cristo y de consagración en el Espíritu Santo. Es la gracia de una madurez humana y cristiana: “No nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. No te avergüences pues del testimonio que has de dar de nuestro Señor...” (ib. 1, 7-8). 

Somos por la ordenación ministros que actúan “in persona Christi”, “in virtute Spiritus Sancti”, con una plenitud humana fortalecida por esta gracia. Y esta verdad expresa la riqueza de un servicio eclesial que tiene como modelo a Cristo, el enviado del Padre, y cuenta en su misión con la fuerza del Espíritu. Sólo pensando en esta gracia no nos debe asustar nuestra debilidad, no tienen que flaquear nuestras fuerzas; no hemos de temer ante las dificultades que, por experiencia, sabéis se presentan en el ejercicio de nuestro ministerio de gracia y de reconciliación.

En efecto, tal vez la caridad pastoral que os debe animar y el deseo de mantener la paz y la comunión, exigen de vosotros el don de la vida, entregada momento tras momento en una oblación cotidiana, o en la ofrenda completa como algunos de vuestros hermanos.

3. Con el recuerdo de la fidelidad a Cristo nuestro único Maestro y a su Evangelio, quiero exhortaros a mantener viva e íntegra la doctrina de la fe de la Iglesia, por la cual vale la pena entregarse hasta dar la vida.

No vale la pena darla por una ideología, por un Evangelio mutilado o instrumentalizado, por una opción partidista. El sacerdote a quien se le confía el Evangelio y la riqueza del depósito de la fe tiene que ser el primero en identificarse con esa integridad doctrinal, para ser a la vez el transmisor fiel de la doctrina de la Iglesia, en comunión con su Magisterio. Una transmisión de la fe que no se limita a la propia diócesis o país, sino que ha de abrirse a la dimensión misionera de la Iglesia.

Por eso, para ser educador de la fe del pueblo, el sacerdote tiene que beber el Evangelio a los pies del Maestro en horas de oración personal, de meditación de la Escritura, de alabanza al Señor con la Liturgia de las Horas; debe profundizar y poner al día la comprensión eclesial del mensaje con un estudio asiduo que requiere un compromiso de formación permanente, tan necesario hoy para profundizar, puntualizar y actualizar los conocimientos de la teología en sus varias dimensiones: dogma, moral, liturgia, pastoral, espiritualidad. Todo ello sostenido por una auténtica teología bíblica.

4. Vuestro pueblo, sencillo e inteligente, espera de vosotros esa predicación íntegra de la fe católica, sembrada a manos llenas en el terreno fértil de una fe tradicional y acogedora, de una piedad popular que, si necesita siempre ser evangelizada, es ya campo surcado por el Espíritu para acoger esa evangelización y catequesis.

Las circunstancias dolorosas que atraviesan vuestros países, ¿no son una exigencia de intensificación de esa siembra? ¿No pide vuestro pueblo razones para creer y para esperar, motivos para amar y para construir, que sólo pueden venir de Cristo y de su Iglesia?

Por eso no defraudéis a los pobres del Señor que os piden el pan del Evangelio, el alimento sólido de la fe católica segura e íntegra, para que sepan discernir y elegir ante otras predicaciones e ideologías que no son el mensaje de Jesucristo y de su Iglesia. En esa tarea eclesial está vuestro cometido prioritario. Recordad, mis queridos hermanos, que como ya dije a los sacerdotes y religiosos de México “no sois dirigentes sociales, líderes políticos o funcionarios de un poder temporal” (Juan Pablo II, Encuentro con los sacerdotes diocesanos y religiosos, Basílica de Guadalupe, México, 27 de enero de 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II [1979] 176). 

Espera vuestra palabra fiel y autorizada una juventud generosa, que ya no cree en las fáciles promesas de una sociedad capitalista o que a veces sucumbe ante el espejismo de un compromiso revolucionario que quiere cambiar las cosas y las estructuras, recurriendo incluso a la violencia, ¿No están espetando también muchos jóvenes ese anuncio de un Cristo que salva y libera, que cambia el corazón y provoca una pacífica pero decisiva revolución, fruto del amor cristiano? Y si les fascinan otros líderes, ¿no será porque no se les ha presentado adecuadamente, sin deformaciones, a Cristo?

5. Sois sacerdotes con una grave responsabilidad en esta hora de la Iglesia en vuestras naciones. En vuestras manos deposito una necesaria tarea de comunión y de diálogo.

El sacerdote, en efecto, es el servidor de la comunión eclesial. A él le corresponde congregar a la comunidad cristiana para vivir la eucaristía de manera que sea la celebración del misterio de Jesús, la fuente y la escuela de la vida de las comunidades. Por eso, su lugar está ante todo en el altar; para predicar la palabra y celebrar los sacramentos; para ofrecer el sacrificio y distribuir el pan de la vida.

Los fieles que necesitan una palabra de consejo y de consuelo quieren verlo disponible y fácilmente identificable, aun por su manera de vestir; todos los que necesitan la gracia del perdón y de la reconciliación esperan que les sea fácil encontrar al sacerdote en el ejercicio de este indispensable ministerio de salvación, donde el contacto personal facilita el crecimiento y maduración de los cristianos.

Hoy más que nunca, ante la escasez de sacerdotes y las grandes necesidades de la comunidad eclesial, el sacerdote esta llamado a una inteligente misión de promoción del laicado, de animación de la comunidad, para que los fieles se responsabilicen de esos ministerios que les competen en razón de su bautismo.

¡Qué gozo puede experimentar el ministro de Cristo que ve formarse a su alrededor una comunidad madura, donde surgen los diversos ministerios de catequesis, de caridad, de promoción! Qué alegría sobre todo cuando es capaz de colaborar con la gracia de Dios, para que nuevas vocaciones sacerdotales aseguren un relevo en medio de la comunidad cristiana! Permitidme que os insista en este deber que ha de inquietar el corazón de cada sacerdote: ser instrumento de promoción vocacional con su palabra y oración, con su ejemplo, con el testimonio de una vida consagrada por entero al servicio de Cristo y de los hermanos.

6. El sacerdote tiene que ser el hombre del diálogo. En su tarea de mediador debe asumir con valentía el riesgo de hacer de puente entre diversas tendencias, de fomentar la concordia, de buscar soluciones justas ante situaciones difíciles.

La opción del cristiano y más la del sacerdote resulta a veces dramática. Aun siendo firme contra el error, no puede estar contra nadie, pues todos somos hermanos o, al límite, enemigos que tiene que amar según el Evangelio; tiene que abrazar a todos, pues todos son hijos de Dios y dar la vida, si es necesario, por todos sus hermanos. Aquí radica con frecuencia el drama del sacerdote, impulsado por diversas tendencias, acosado por opciones partidistas.

Llamado a hacer una opción preferencial por los pobres, no puede ignorar que hay una pobreza radical allí donde Dios no vive en el corazón del hombre esclavizado por el poder, el placer, el dinero, la violencia. También a estos pobres debe extender su misión.

Por eso, el sacerdote es pregonero de la misericordia de Dios y no sólo predicador de la justicia. Tiene que hacer resonar el mensaje de la conversión para todos, anunciar la reconciliación en Cristo Jesús, que es nuestra paz y derriba todo muro de división entre los hombres (cf. Ef 2, 14). Este ministerio de los sacerdotes adquiere una importancia especial dentro del marco del Ano Santo de la Redención, que he querido proclamar para que sea celebrado en la Iglesia universal.

Sed vosotros, queridos sacerdotes, testigos de esta redención universal. Proclamad conmigo: “Abrid de par en par las puertas a Cristo Redentor”. Es como si el Señor quisiera ofrecernos la oportunidad de renovar aspectos olvidados quizá en nuestro ministerio sacerdotal: la predicación de la conversión a Cristo, necesaria para todos, abierta a todos; la llamada a la reconciliación, urgente para la humanidad, a todos los niveles. Convertidos y reconciliados, seamos nosotros ante los hombres, testigos y ministros de la redención de Cristo, dispuestos a dar la vida, si es necesario, por esta reconciliación de los hermanos.

7. La vida del sacerdote, como la de Cristo, es servicio de amor. El mejor testimonio de una opción radical por Cristo y por el Evangelio consiste en poder decir con verdad esas palabras de la oración de la Iglesia: “No vivamos ya para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó” (Prex eucharistica IV). Vivir para El es vivir como El, y su palabra es perentoria: “El que quiere ser el primero entre vosotros que sea vuestro esclavo: de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 27-28). 

Vuestra sencillez, vuestra pobreza y afabilidad, serán signo evidente de vuestra consagración al Evangelio; con vuestra disponibilidad para escuchar, acoger, ayudar material y espiritualmente a vuestros hermanos, seréis testigos del que no vino a ser servido sino a servir. En la pureza de intención de vuestro servicio, en el desprendimiento de las cosas materiales encontraréis la libertad para ser testigos de Aquel que vino a nosotros como Siervo del Señor y nos lo entregó todo, pues dio la vida por nosotros.

8. Mis queridos sacerdotes: Ojalá se renueve en vosotros con este encuentro la ilusión del día de vuestra ordenación sacerdotal, enriquecida ahora con la experiencia de un amor fiel a Cristo y a vuestro pueblo.

Permaneced unidos. Pensad que en la unidad está la fuerza de la Iglesia. Mantened siempre la comunión con vuestros Pastores, más necesaria cuanto más difíciles son las circunstancias en las que vive una Iglesia particular. En la fuerza de la unidad tendréis incluso la garantía de un peso moral ante la sociedad, la posibilidad de hacer presente y defender con eficacia la causa de los más necesitados. De vuestras divisiones se aprovecharían, en cambio, quienes quieren instrumentalizar vuestro ministerio.

Como Sucesor de Pedro quiero confirmaros el amor y el apoyo de la Iglesia universal, que os contempla con la esperanza de ver confirmada la paz en vuestras naciones, reconciliados en la justicia con todos los hijos del pueblo salvadoreño y centroamericano.

Os encomiendo a la Virgen, Reina de la Paz, como la invocáis en esta tierra. Ella es Madre de todos, ejemplo de un compromiso con la voluntad de Dios y con la historia de su pueblo. Que Ella os ayude en vuestro ministerio de reconciliación, en vuestra misión evangelizadora, para que seáis, con vuestro compromiso, auténticos discípulos de Cristo. Así sea.

 



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