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VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL MUNDO UNIVERSITARIO

Lunes 7 de marzo de 1983

 

Señores rectores,
profesores,
queridos universitarios y universitarias:

1. En el marco de mi visita a América Central, Belice y Haití, deseo dirigiros este mensaje escrito, para reflexionar juntos sobre las especiales relaciones que unen a la Iglesia con la universidad. Ello quiere ser también prueba del gran interés que la Iglesia presta a la misión indispensable de la universidad en la sociedad actual, sobre todo en esta época tan atenta al progreso integral del hombre.

Como bien sabéis, es en Europa donde la universidad ha nacido en el seno mismo de la Iglesia, como una extensión casi natural de las funciones que la misma Iglesia ejercía en el terreno de la enseñanza, de la educación, de la investigación y del servicio cultural. A partir de modestas escuelas, surgidas en torno a las catedrales y monasterios, se desarrollaron gradualmente facultades y centros de enseñanza superior, que la Iglesia ha apoyado, luego instituido y confirmado en sus prerrogativas y autonomías académicas. Poco a poco se desarrollaron comunidades universitarias prestigiosas como las de Bolonia, París, Oxford, Praga, Cracovia, Salamanca, Coimbra, que han ejercido un papel encomiable en la maduración de la cultura europea, la cual no sería lo que es sin su impulso y aportación.

2. En el momento en que la acción de Europa se extendía hacia estas tierras, la Iglesia quiso que se crearan universidades o escuelas superiores, para responder a las necesidades propias del Nuevo Mundo. Así se implantaron tantas universidades, bastantes de las cuales han sido célebres: las de Santo Domingo, Lima, México, Sucre, Quito, la Javeriana de Bogotá, la de Córdoba y la universidad de San Carlos de Guatemala, de las que se nutren otras posteriores. Allí se ha Impartido una excelente enseñanza, tanto en teología como en filosofía, letras, artes, humanidades, medicina, derecho, matemáticas, astronomía, botánica. Y a la vez se crearon prestigiosas bibliotecas en los principales centros. universitarios del continente.

3. Pero mi intención no es hacer la apología de un periodo que, como toda época, conoció sus éxitos y dificultades, sino subrayar la función que la Iglesia ha tratado de realizar en esta experiencia secular, por medio de las universidades.

Desde el principio ha aspirado a cultivar las ciencias sagradas y profanas, para profundizar la obra de Dios y servir a la sociedad. Las universidades han formado así grandes hombres de Iglesia, médicos, educadores, expertos en derecho y en jurisprudencia, que han estado al servicio de la comunidad. En una palabra, las universidades contribuyeron a suscitar en cada lugar, una clase de personas altamente calificadas para cubrir las necesidades específicas de las sociedades del Nuevo Continente.

4. La Iglesia recordaba a menudo que la función de la universidad era la de defender al hombre, sus derechos y su libertad. Baste evocar aquí la voz profética del gran obispo Francisco de Marroquín que, cien años antes de la creación de la prestigiosa universidad San Carlos de Guatemala, proclamaba la misión cristiana y humana de la universidad; que hizo todo lo posible para facilitar su creación futura, dejando incluso dote para tal fin.

Para él, la universidad debía consagrarse al progreso de las ciencias divinas y humanas, y a la defensa de los derechos del hombre. Este espíritu, recordado constantemente por la Iglesia, contribuyó a la eclosión de una cultura original, abierta al servicio del hombre latinoamericano y a la promoción de su propia identidad. De estas universidades surgen en gran parte los hombres y mujeres que han forjado las naciones latinoamericanas, que han definido la autonomía y la vocación cultural, afirmando siempre la comunidad espiritual de los pueblos de este continente.

5. Estas universidades contribuyeron a la difusión de un humanismo enraizado en el rico humus cultural de vuestras regiones. Recordemos, en campo científico, a José Celestino Mutis, del colegio mayor del Rosario de Bogotá, un gran botánico y especialista en los descubrimientos astronómicos de Copérnico. Pensemos también en el gran poeta y latinista Rafael Landívar, de Guatemala.

Y cómo olvidar las exploraciones de los misioneros e investigadores cristianos sobre las grandes civilizaciones precolombinas, como la de los mayas, de la que se descubrió posteriormente los monumentos impresionantes, la cosmología, los conocimientos matemáticos y astronómicos, así como el sentido profundo de lo sacro. Así, estas culturas son mejor comprendidas y estudiadas hoy, y se constata el influjo que ejercieron en vosotros estas antiguas civilizaciones.

6. Se puede decir pues que la historia universitaria en vuestros países ha estado por bastante tiempo unida a la vida de la Iglesia. Si las circunstancias y las evoluciones políticas han podido romper luego estos lazos y suscitar incomprensiones recíprocas, hay que reconocer, no obstante, que entre la universidad y la Iglesia existe una real connaturalidad.

En efecto, la universidad y la Iglesia se consagran, cada una según su manera propia, a la búsqueda de la verdad, al progreso del espíritu, a los valores universales, a la comprensión y al desarrollo integral del hombre, a la exploración de los misterios del universo. En una palabra, la universidad y la Iglesia quieren servir al hombre desinteresadamente, tratando de responder a sus aspiraciones morales e intelectuales más altas. La Iglesia enseña que la persona humana, creada a imagen de Dios, tiene una dignidad única, que es necesario defender contra todas las amenazas que, sobre todo actualmente, acechan con destruir al hombre en su ser físico y moral, individual y colectivo.

La Iglesia se dirige muy en particular a los actuales universitarios para decirles: tratemos de defender juntos al hombre en si mismo, cuya dignidad y honor están seriamente amenazados. La universidad, que por vocación es una institución desinteresada y libre, se presenta como una de las pocas instituciones de la sociedad moderna capaces de defender con la Iglesia al hombre por sí mismo; sin subterfugios, sin otro pretexto y por la sola razón de que el hombre posee una dignidad única y merece ser estimado por sí mismo.

Este es el humanismo superior que enseña la Iglesia. El que os ofrece en vuestra tarea tan noble y urgente, universitarios y educadores. Permitidme por ello que os exhorte a emplear todos los medios legítimos a vuestro alcance: enseñanza, investigación, información, diálogo con el público, para llevar a cabo vuestra misión humanística, convirtiendo en artífices de esa civilización del amor, la única capaz de evitar que el hombre sea un enemigo para el hombre.

7. Es asimismo necesario, de una parte y de otra, favorecer también hoy día las condiciones de un diálogo fecundo entre la Iglesia y las universidades. En la plenitud de su justa autonomía y en medio de contextos jurídicos y civiles que no pueden ser los del pasado, las universidades pueden tener no poco interés en considerar con atención y más a fondo la riquísima antropología que el Concilio Vaticano II ha madurado y expresado para los tiempos modernos, en documentos inspiradores como la Constitución Gaudium et Spes, que se presenta como una respuesta no sólo a las esperanzas, sino también a las angustias del hombre moderno, sediento, quizá como nunca en la historia, de liberación y de fraternidad. La universidades católicas, de acuerdo con su propia misión, deben profundizar en los fundamentos divino-humanos y en el valor universal de tal antropología.

Pero todos los hombres y mujeres de buena voluntad están invitados encarecidamente a compartir esta visión moral y espiritual del hombre, que nuestra época está llamada a promover con todas sus energías, si quiere superar sus contradicciones y evitar el drama de guerras absurdas y desgarros fratricidas. De lo contrario el hombre seguirá explotando vergonzosamente al hombre, sometiéndolo al juego cruel de los intereses o de las ideologías.

Este lenguaje –lo estoy comprobando en mis encuentros con los hombres y las mujeres de cultura y de ciencia– no deja indiferente a ninguno. Todos entienden que para defender al hombre con desinterés y promover su verdadero progreso hay que superar nuestras divisiones, disociar la enseñanza superior de los enfrentamientos de parte, en una palabra, llenar el espíritu de verdad y de justicia.

La universidad faltaría a su vocación si se cerrase al sentido de lo absoluto y de lo trascendente, ya que limitaría arbitrariamente la investigación de toda la realidad o de la verdad, y terminaría por perjudicar al hombre mismo, cuya más alta aspiración es conocer lo verdadero, lo bueno, lo bello, y esperar en un destino que lo trasciende. Así, pues, la universidad debe convertirse en el testimonio de la verdad y de la justicia, y reflejar la conciencia moral de una nación.

Los universitarios, los intelectuales, los educadores, pueden ejercer un peso considerable en la lucha por la justicia social, un objetivo que hay que perseguir con valentía y vigor, con los medios de la misma justicia, llevando a cabo todas las mejorías que impone la ética en las relaciones económicas y sociales, y evitando al mismo tiempo las violencias destructoras de los enfrentamientos revolucionarios. La universidad tiene a su disposición un inmenso poder moral para defender la justicia y el derecho, actuando en conformidad con sus propios medios, que son los del saber competente y de la educación moral. Asimismo la universidad debe tratar de fomentar, en la medida de lo posible, la extensión de los beneficios de la educación superior a todas las clases y a todas las generaciones susceptibles de aprovecharse de ella.

Programa ambicioso, ciertamente; difícil de realizar de una vez; pero se trata de un proyecto ideal que debe inspirar los desarrollos futuros de la universidad, la reforma de los programas y la renovación de la orientación universitaria.

8. Dirijo una llamada especial a los católicos, para que acojan generosamente estas orientaciones e inventen las vías de un nuevo diálogo entre la Iglesia y el mundo universitario, científico y cultural. La empresa me parece vital para la Iglesia y para vuestras naciones. En efecto, ¿qué futuro puede esperarse, si el hombre es sacrificado y si se destruye a sí mismo? Solamente la antropología fundada sobre el amor incondicional del hombre y sobre el respeto de su destino trascendente permitirá a las presentes generaciones superar las crueles divisiones y luchar contra las indignidades físicas, morales y espirituales que deshonran actualmente a la humanidad.

Las universidades católicas tienen hoy un papel especial que jugar en cuanto a profundizar una antropología liberadora que considere al hombre en su cuerpo y en su espíritu; y pueden entablar un diálogo original con todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Partiendo de su vocación y de su identidad cristiana, las universidades católicas podrán responder eficazmente al gran desafío que tienen hoy día.

Dirijo también una llamada apremiante a aquellos católicos que trabajan habitualmente en las universidades y en los centros de investigación, para que todos unidos defendamos al hombre individual y colectivo, en el momento actual y en el futuro. Estoy convencido de que mi llamada encontrará una decidida y generosa respuesta por parte de todos los responsables de la Iglesia: de los religiosos, las religiosas, los seglares, los hombres y mujeres de todas las edades.

Pensando en estas cuestiones tan graves de nuestra época, he decidido crear el Pontificio Consejo para la Cultura (cfr. Juan Pablo II, Carta con al que se instituye el Consejo Pontificio para la Cultura, 20 de mayo de 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V/2 [1982] 1775 ss.), con el fin de dar un impulso a la Iglesia en tan importantes materias y testimoniar a la vez el gran interés que la Santa Sede presta al diálogo de las culturas y a la promoción intelectual del hombre.

A vosotros, responsables y miembros del mundo universitario de esta área geográfica, os reitero mi profunda estima por vuestra alta y trascendental misión. Y pido a Aquel que es la plenitud de la verdad y el destino del hombre, que oriente vuestros caminos, los haga servir al bien de la humanidad y los eleve hacia una altura de trascendencia.

 



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