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VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA DEL CELAM


Miércoles 9 de marzo de 1983
Port-au-Prince (Haití)

Amados hermanos en el Episcopado:

Os invito a uniros a mi ferviente agradecimiento a la divina Providencia, por haber querido que culminara con este acto mi viaje apostólico a la zona de América Central, que he querido visitar respondiendo a un verdadero impulso de corazón.

Circunstancias de personas, de tiempo y de lugar hacen este encuentro particularmente precioso para mí. Las personas son las vuestras, miembros directivos o delegados a esta reunión del Consejo Episcopal Latino Americano. El tiempo u ocasión es la apertura de la XIX asamblea general del CELAM. El lugar, esta isla a cuya parte oriental llegó Cristóbal Colón hace casi medio milenio, descubriendo el Nuevo Mundo, al que vino a la vez la luz del Evangelio.

Al tener la alegría de entretenerme con vosotros – como hermano mayor entre los hermanos – quiero reflexionar con vosotros sobre algunos puntos que nos sugieren las presentes circunstancias.

I
SER OBISPO HOY EN AMÉRICA LATINA

Vosotros representáis a los casi 700 obispos de Latinoamérica, los padres y guías de una grey que dentro de poco constituirá casi la mitad de los católicos de todo el mundo. Con vuestra dedicación, en medio a no pocas dificultades, sacrificios y renuncias, cumplís la misión que el Buen Pastor os encomendó para la salvación de vuestros fieles.

Sois las cabezas visibles de otras tantas Iglesias particulares diseminadas a lo largo y a lo ancho de este subcontinente, deseosas de ser fieles a vuestro exigente cometido de obispos en el actual momento de América Latina.

1. Obispos de un pueblo profundamente religioso

Hace cuatro años, los obispos presentes en Puebla trataron de examinar en profundidad las características del pueblo del que el Señor los constituyó Pastores.

Un pueblo profundamente religioso, que pide el pan de la Palabra de Dios, pues en El pone su confianza. Un pueblo cuya religión, en su forma cultural más característica, es expresión de la fe católica. Por eso se ha podido decir que, a pesar de las deficiencias presentes, la fe de la Iglesia ha sellado el alma de América Latina, constituyéndose matriz cultural del continente.

Por eso no se puede ser hoy obispo en América Latina sin tener presentes estos hechos. Ellos dan a vuestros países una fisonomía que los distingue de otros países.

Vuestros pueblos, marcados en su íntimo por la fe católica, imploran la profundización y fortalecimiento de su fe, la instrucción religiosa, el don de los sacramentos, todas las formas de alimento para su hambre espiritual.

Sin embargo –hay que darse también cuenta de ello con humilde lucidez y realismo– problemas graves pesan sobre este pueblo desde el punto de vista religioso y eclesial: la crónica y aguda escasez de vocaciones sacerdotales, religiosas y de otros agentes de pastoral, con el consecuente resultado de ignorancia religiosa, superstición y sincretismo entre los más humildes; el creciente indiferentismo, si no ateísmo, a causa del hodierno secularismo, especialmente en las grandes ciudades y en las capas más instruidas de la población; la amargura de muchos que, a causa de una opción equívoca por los pobres, se sienten abandonados y desatendidos en sus aspiraciones y necesidades religiosas; el avance de grupos religiosos, a veces carentes de verdadero mensaje evangélico y que con sus métodos de actuación poco respetuosos de la verdadera libertad religiosa, ponen serios óbices a la misión de la Iglesia católica y aun de las otras Confesiones cristianas.

El obispo latinoamericano no puede dejar de examinar este amplio cuadro de exigencias pastorales. Lo hará con el temor que inspira la clara conciencia del deber asumido ante la Iglesia, pero al mismo tiempo con viva confianza en los recursos de la gracia. Así se colocará ante esa muchedumbre de pequeños que piden ansiosamente el pan de la Palabra, el conocimiento de Dios, del aliento espiritual, del pan de la Eucaristía, para distribuir el cual faltan dramáticamente ministros (cf. Lm. 4, 4).

2. Obispos entregados a su misión espiritual

Ser obispo hoy en América Latina es buscar, muchas veces aun a costa de altas dosis de tiempo, de salud, de talento, respuestas adecuadas a esa ansiosa búsqueda espiritual de todo un pueblo; para evitar que ese pueblo pudiera mendigar en otros sitios el pan que acaso no encontrara en su Iglesia o en sus Pastores.

No es éste el lugar para profundizar en temas que ya he tratado en otros momentos de este viaje apostólico. A vosotros y a vuestros hermanos obispos, solidarios en mis sufrimientos y consolación (cf. 2 Co 1, 7), os confío el conjunto de reflexiones y orientaciones pastorales sembradas durante los pasados días y que pueden ayudar a la Iglesia en todo el subcontinente. A vosotros dejo el cuidado de hacerlas fructificar más profundamente en el terreno fecundo de vuestras Iglesias.

Pero no puedo menos de aludir concretamente a algunas importantes tareas, típicamente episcopales, que bastarían para llenar la acción pastoral de un obispo, y que al contrario dejarían un vacío, si no fueran cumplidas debidamente. Me refiero, como podéis fácilmente imaginar:

– a la convocación de numerosos y calificados jóvenes y a su cabal formación al sacerdocio o a la vida religiosa;

– al máximo cuidado a prestar a los laicos para procurar su activa inserción en la Iglesia y su eficaz acción en la sociedad;

– a la catequesis, instrumento único para la educación en la fe de las futuras generaciones, que las oriente a un dinamismo social;

– a la preocupación pastoral por la familia.

Para lograr todo eso, ser obispo hoy en América Latina consistirá siempre, y con creciente urgencia, en ser ante todo predicadores de la Palabra revelada. Os exhorto a hacerlo, hermanos queridos, no sólo predicando personalmente, sino también –ya que cada obispo es “distribuidor de la Palabra de la verdad” (2 Tm. 2, 15)– tratando de que, con la ayuda de vuestras Iglesias, la Palabra de Dios no se vuelva escasa (cf. 1 S 3, 1).

Y en esta trascendental misión, sed maestros y guías en la fe, proponiendo sin ambigüedades la doctrina de la Iglesia; vigilad con bondad y firmeza por su integridad y pureza, y eventualmente corregid las desviaciones doctrinales o morales que tanto daño y confusión crean entre los fieles. Sed asimismo santificadores de un pueblo, gracias a Dios abierto al Absoluto de Dios y anhelante de respuestas de fe a las cuestiones que se pone sobre sí mismo, sobre la vida, el sufrimiento, la muerte, el más allá.

No ceséis de exhortar y convocar a vuestros sacerdotes para su misión, tan cercana a la vuestra. Preparad bien a los jóvenes que aspiran al sacerdocio ministerial, para que sean mañana servidores de su pueblo en sus necesidades espirituales, sin olvidar las de carácter material. Llamad a la conciencia de los religiosos y religiosas para que, con su carisma propio, con la plena disponibilidad que les asegura su consagración y con el testimonio de su vida marcada por la adoración, el espíritu de las bienaventuranzas y la dimensión escatológica, aporten su indispensable contribución a la evangelización de estas gentes, sedientas de valores sobrenaturales.

Será su cruz para un obispo en América Latina, pero constituirá también su más gratificante tarea, consagrar su tiempo, sus energías, sus dones de espíritu y de corazón, a construir –aun en medio a tribulaciones, carencias y dificultades– comunidades cristianas, pobres quizá en recursos humanos, pero ricas en fe y en una inagotable caridad.

3. Obispos para un pueblo que sufre

Ser obispo hoy en América Latina es también sentirse Pastor de un pueblo que en los últimos años ha conocido ciertamente notables progresos materiales y que comienza a ofrecer al mundo el resultado de sus esfuerzos en muchos campos de la civilización, pero que conoce todavía –y ésta es su contradicción radical– inmensas zonas de miseria, de analfabetismo, de enfermedad, de marginación. Un análisis sincero de la situación muestra cómo en su raíz se encuentran hirientes injusticias, explotación de unos por otros, falta grave de equidad en la distribución de las riquezas y de los bienes de la cultura.

A este problema se añade otro de igual gravedad: la historia reciente hace ver con frecuencia que, sea por idealismo mal orientado, sea por presión ideológica, sea por interés de partido o de sistemas dentro del juego de las hegemonías, muchos jóvenes ceden a la tentación de combatir la injusticia con la violencia. Y así, al querer reprimirla con otra violencia, se desencadena el proceso que a todos nos apena e inquieta.

Vuestra sensibilidad pastoral os sugiere –y en esto os confirman las orientaciones de Puebla– que en medio a las extensas masas de pobres que constituyen en gran parte vuestras Iglesias, los más pobres deben tener una preferencia en vuestro corazón de padres y en vuestra solicitud de Pastores. Pero sabéis y proclamáis que tal opción por ellos no sería pastoral ni cristiana, si se inspirase en meros criterios políticos o ideológicos; si fuese exclusiva o excluyente; si engendrara sentimientos de odio o de lucha entre hermanos.

Las Iglesias de todo el mundo os están agradecidas por el testimonio que dais de una opción que consiste en estar cerca de los más pobres, sin excluir a nadie, para enseñarles a superar lo que sea indigno del hombre. Para enseñarles a progresar, no para volverse ricos puramente, sino para ser más.

Os invito a ser paternalmente sensibles al sufrimiento de vuestros fieles e hijos más pobres y abandonados. A hacer que, como la de Roma, vuestras Iglesias “presidan” ellas también, según su capacidad, “a la caridad”. Que vuestras comunidades, con sus presbíteros y diáconos al frente sean, cada vez más, promotoras de desarrollo humano integral, de justicia y equidad, en beneficio ante todo de los más necesitados. Que crezcan la comunión y la participación. Que las tareas temporales de la justicia, de la paz, del bienestar, de la instrucción y la educación, de la salud y del trabajo cuenten siempre con laicos bien preparados y seguros, porque reciben oportunamente la luz de la fe y el apoyo espiritual que, en virtud de vuestra ordenación, vosotros y vuestros sacerdotes nunca les negáis.

4. Obispos constructores de unidad

En medio a los conflictos, al círculo vicioso de la muerte, al drama de la violencia que ya hizo correr tanta sangre inocente, sean los obispos esos “principios, signos e instrumentos de comunión” que el Concilio reconoce en ellos.

No siempre, desgraciadamente, lograréis derribar el muro de la separación (cf. Ef 2, 14); pero como hombres a quienes “fue confiado el ministerio de la reconciliación” (cf. 2 Co 5, 18), jamás vuestra palabra o vuestros gestos deberán alargar las divisiones o agravar las rupturas.

Trabajad siempre, en la medida de vuestras posibilidades, con sabiduría y paciencia, en favor de la concordia y la paz.

Sea vuestra presencia y actividad de Pastores estímulo constante y ayuda para la reconstrucción de esa paz que supere los conflictos.

II
El CELAM

Encontrándoos reunidos vosotros, obispos, para una asamblea del CELAM, siento el deber de dirigir una palabra, aunque breve, a este propósito.

He tenido la alegría de dirigir un saludo particular a los miembros de este organismo eclesial, con ocasión del 25 aniversario de su fundación, en la misma ciudad donde nació: Río de Janeiro. Lo hago de nuevo al tener este encuentro con sus responsables y delegados, congregados para una importante reunión de trabajo.

El CELAM tiene indudablemente en la Iglesia un lugar especial por su originalidad. Las características geo-sociales de América Latina favorecieron el nacimiento y propician la existencia de este organismo, difícilmente realizable en otros continentes.

Es superfluo deciros con qué interés y atención acompaño sus programas y actividades. También los Episcopados de otros continentes, conocedores de vuestra historia y que siguen vuestras realizaciones, no esconden su admiración y estímulo.

Todos tenemos bien presente que el CELAM no es ni puede ser una super-Conferencia; no sustituye ni desplaza a las diversas Conferencias Episcopales en sus competencias y responsabilidades. Es, por su naturaleza y por su primigenia definición, un servicio a esas Conferencias, en la línea de las exigencias y necesidades que éstas presentan.

Sin embargo, los casi 28 anos de existencia y actuación han demostrado cuán precioso es este servicio; por eso mismo el CELAM se ha convertido en un punto de encuentro, donde los Pastores tienen la posibilidad de reunirse, para intercambiar experiencias, ayudarse mutuamente y animarse unos a otros en la común brega pastoral. En esa línea de servicio, sucede también que, prescindiendo de connotaciones jurídicas, el CELAM sirva de punto de referencia o espacio de coordinación pastoral, en beneficio de una u otra Conferencia Episcopal o de los obispos individualmente considerados.

Quisiera animaros a llevar adelante, sin desmayos, la vocación y misión de esta institución eclesial. Que no cesen de perfeccionarse y crecer en eficacia sus estructuras, ni de clarificarse sus objetivos. Organícense cada vez mejor los departamentos, secretariados e institutos. Y tengan siempre, las personas que en él trabajan, la convicción de servir a una digna causa de la Iglesia.

Invoco la bendición divina sobre los trabajos que comienzan, dando gracias a Dios por cuanto este organismo ha hecho a lo largo de sus 28 años de vida. Y al expresar mi gratitud a los dirigentes que terminan ahora sus mandatos, pido al Señor que ilumine a quienes tomarán en sus manos los destinos del CELAM, para que lo conduzcan por los caminos de fiel servicio a la Iglesia en América Latina, en espíritu de comunión y leal colaboración con la Iglesia universal y con d Sucesor de Pedro.

III
OBISPOS PARA UNA RENOVADA EVANGELIZACIÓN

Y ahora, hermanos obispos, desde estas tierras que vieron el alba de la fe en el Nuevo Continente, es natural que evoque “la obra evangelizadora de la Iglesia en América Latina”, iniciada con el descubrimiento. Obra erizada de dificultades, marcada por limitaciones y lagunas, pero también por generosos y admirables logros.

Mirando hoy el mapa de América Latina con más de 700 diócesis, su personal insuficiente pero entregado, sus cuadros y estructuras, sus líneas de acción, la autoridad moral de la que disfruta la Iglesia, hay que reconocer en ello el fruto de siglos de paciente y perseverante evangelización.

Cinco siglos casi exactos. De hecho, el año 1992, ya bastante próximo, señalará el V centenario del descubrimiento de América y del principio de la evangelización.

Como latinoamericanos, habréis de celebrar esa fecha con una seria reflexión sobre los caminos históricos del Subcontinente, pero también con alegría y orgullo. Como cristianos y católicos es justo recordarla con una mirada hacia estos 500 años de trabajo para anunciar el Evangelio y edificar la Iglesia en estas tierras. Mirada de gratitud a Dios, por la vocación cristiana y católica de América Latina, y a cuantos fueron instrumentos vivos y activos de la evangelización. Mirada de fidelidad a vuestro pasado de fe. Mirada hacia los desafíos del presente y a los esfuerzos que se realizan. Mirada hacia el futuro, para ver cómo consolidar la obra iniciada.

La conmemoración del medio milenio de evangelización tendrá su significación plena si es un compromiso vuestro como obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de re-evangelización, pero sí de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión.

A este propósito permitidme que os entregue, sintetizados en breves palabras, los aspectos que me parecen presupuestos fundamentales para la nueva evangelización.

El primero se refiere a los ministros ordenados. Al terminar su medio milenio de existencia y a las puertas del tercer milenio cristiano, la Iglesia en América Latina necesitará tener una vitalidad, que será imposible si no cuenta con sacerdotes numerosos y bien preparados. Suscitar nuevas vocaciones y prepararlas convenientemente, en los aspectos espiritual, doctrinal y pastoral es, en un obispo, un gesto profético. Es como adelantar el futuro de la Iglesia. Os encomiendo, pues, esa tarea que costará desvelos y penas, pero traerá también alegría y esperanza.

El segundo aspecto mira a los laicos. No solamente la carencia de sacerdotes, sino también y sobre todo la autocomprensión de la Iglesia en América Latina, a la luz del Vaticano II y de Puebla, hablan con fuerza sobre el lugar de los laicos en la Iglesia y en la sociedad. El aproximarse del 500 aniversario de vuestra evangelización debe encontrar a los obispos, juntamente con sus Iglesias, empeñados en formar un número creciente de laicos, prontos a colaborar eficazmente en la obra evangelizadora.

Una luz que podrá orientar la nueva evangelización –y es el tercer aspecto– deberá ser la del documento de Puebla, consagrado a ese tema, en cuanto impregnado de la enseñanza del Vaticano II y coherente con el Evangelio. En este sentido es necesario que se difunda y eventualmente se recupere la integridad del mensaje de Puebla, sin interpretaciones deformadas, sin reduccionismos deformantes ni indebidas aplicaciones de unas partes y eclipse de otras.

Que estos próximos años que os acercan a hechos tan significativos, os encuentren, queridos hermanos, llenos de confianza en un nuevo esfuerzo evangelizador.

Sean prenda y garantía de éxito en esta misión las tres características que distinguen la piedad de vuestros pueblos: el amor a la Eucaristía, la devoción a la Madre de Dios, la unión afectuosa al Papa, como Sucesor de San Pedro.

Os acompañe en este camino la bendición apostólica que de corazón os imparto. Así sea.

 



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